Llueve en Cape
Town. Desde el aeropuerto –a unos 20 ó 30 kms de la ciudad–, recorremos la
autovía dentro del camión, siguiendo el atasco. Difícilmente se ve lo que hay
fuera, pues los cristales se empañan; la lluvia distorsiona las formas y el
tono gris se ha instalado en el ambiente. Se suceden enormes barrios de negros
pobres, son sus casas apelotonadas, formando parte de un puzle disforme.
El tour city es imposible, aunque nos da
tiempo a comprender que se trata de una ciudad anglosajona: expandida, rica,
clasista. Pero muy inglesa en formas, costumbres, ambiente o aromas.
Todo es parecido
pero hay algo distinto, algo que marca la ciudad, más allá del continente al
que pertenece, de la australidad de la que
presume. La Table Montaine,
una mole robusta, salvada de la erosión en torno a la cual se diseminan las viviendas,
los edificios, creando la falsa apariencia de que la ciudad es más pequeña de
lo que en realidad es. Son distintas caras cuyo encaje ofrece las luces y
sombras que la iluminan o la oscurecen; el presente esperanzador o el pasado
vergonzante.
Rodeamos está
fortaleza natural. Desde el otro lado de la bahía el panorama es igualmente
impresionante, hacia la montaña y hacia el
océano. Como Coetzee, he experimentado una grata sensación de “hambre, he pensado:
lo que me pasa es que mis ojos tienen hambre, un hambre tan grande que me
disgusta el mero hecho de tener que parpadear. Estos mares, estas montañas:
quiero grabármelas en la vista con tanta intensidad que, no importa donde yo
vaya, siempre las tengo delante”.
Después hemos comido muy bien, tras un largo paseo
desde el ostentoso Hotel Ritz (tan sólo tres estrellas, pero que presume de
ofrecer un restaurante giratorio y panorámico desde su vigésimo primer y último
piso) en Waterfront, una novísima zona comercial portuaria, la más
famosa de la ciudad.
Parece un
prodigio que salga el sol y despeje, tras la grisura de un cielo agresivo, pero
es así. Y, por si fuera poco, la comida es estupenda –ensalada de beef y un platter de pescado generoso que incluye gambones, mejillones, calamaritos
y una buena ración de bonito–. Previamente, habíamos sido sorprendidos por un
buenísimo aceite de oliva y pan moreno
de semillas, del que, a modo de aperitivo, dimos cuenta mientras disfrutábamos
de buen vino tinto sudafricano de uva sirah. Después, tras negociar con uno de
los camareros, conseguimos un taxi hasta
Bo-Kaap, el barrio céntrico de la ciudad.
Nos lleva, en
primer lugar a Signal Hill, desde donde tenemos una excelente panorámica de una
parte importante de esta ciudad que se prepara para el mundial de fútbol del
próximo año. Junto al estadio en construcción, un barrio en un terreno estéril
junto al océano. A escasas millas de la costa, distinguimos sin dificultad la
silueta plana de Robben Island, donde permaneció Nelson Mandela durante
dieciocho de los veintisiete años en que resistió encarcelado. Un auténtico
museo de los horrores, sólo comparable a
los campos de exterminio nazi, hoy declarado Patrimonio de la Humanidad, aunque
paradójicamente allí nunca se contemplara dicho vocablo..
A la vuelta, en
el centro político y administrativo, la ciudad muestra su opulencia y cierta
frialdad, esa forma de vida europea anglosajona, tan alejada de lo ilusorio y
desarmónico africano. Acaba la hora comercial y las calles del centro se despueblan. Los jardines y una
serie de edificios oficiales y museísticos se suceden vacíos como una galería
que mostrase todas sus piezas tras el cierre.
Camino del
hotel, volvemos en un coche bastante normal, nueve turistas, el taxista y las
mochilas.
En el bar, un
vejete de bigotito y pelo blanco, dientes disparejos y tocados, piel oscura y
curtida por los años, nos sirve hablando un buen español. Es portugués y vive
en este país desde hace 37 años. ¿Qué no habrá visto? Y, sin embargo, resulta
simpático, amable y generoso. ¿Sería racista hasta defender el apartheid?
Resulta difícil
imaginar cómo personas aparentemente iguales a
nosotros han formado parte de esa atrocidad sin nombre. Pero, por lo
visto, una buena persona puede ser
alguien en cuya idea de justicia, la crueldad interracial sea, tal vez, una
necesidad objetiva de dar forma a una falsa interpretación de los designios
divinos. Tal vez por ello queda un poso vergonzoso en la atmósfera colectiva,
incluso en la de los turistas europeos, pues, recordando de nuevo a Coetzee: “Cuando camino por este país, por
Suráfrica, tengo cada vez más la sensación de estar caminando sobre caras
negras. Están muertas, pero sus espíritus no las han abandonado. Están
acostadas, densas y atrapadas, esperando que pasen mis pies, esperando que me
vaya, esperando para levantarse otra vez. Millones de lingotes flotando sobre
la piel de la tierra. La edad de hierro esperando el momento de volver”. Y es
con esa sensación con la que me quedo en estos momentos, cuando estamos a punto
de recorrer este enorme país desde Cape Town hacia el norte.