sábado, 24 de noviembre de 2012

CAPE TOWN


Llueve en Cape Town. Desde el aeropuerto –a unos 20 ó 30 kms de la ciudad–, recorremos la autovía dentro del camión, siguiendo el atasco. Difícilmente se ve lo que hay fuera, pues los cristales se empañan; la lluvia distorsiona las formas y el tono gris se ha instalado en el ambiente. Se suceden enormes barrios de negros pobres, son sus casas apelotonadas, formando parte de un puzle disforme.
El tour city es imposible, aunque nos da tiempo a comprender que se trata de una ciudad anglosajona: expandida, rica, clasista. Pero muy inglesa en formas, costumbres, ambiente o aromas.
Todo es parecido pero hay algo distinto, algo que marca la ciudad, más allá del continente al que pertenece, de la australidad de la que  presume. La Table Montaine, una mole robusta, salvada de la erosión en torno a la cual se diseminan las viviendas, los edificios, creando la falsa apariencia de que la ciudad es más pequeña de lo que en realidad es. Son distintas caras cuyo encaje ofrece las luces y sombras que la iluminan o la oscurecen; el presente esperanzador o el pasado vergonzante.

Rodeamos está fortaleza natural. Desde el otro lado de la bahía el panorama es igualmente impresionante, hacia la montaña y hacia  el océano. Como Coetzee, he experimentado una grata sensación de “hambre, he pensado: lo que me pasa es que mis ojos tienen hambre, un hambre tan grande que me disgusta el mero hecho de tener que parpadear. Estos mares, estas montañas: quiero grabármelas en la vista con tanta intensidad que, no importa donde yo vaya, siempre las tengo delante”.
Después  hemos comido muy bien, tras un largo paseo desde el ostentoso Hotel Ritz (tan sólo tres estrellas, pero que presume de ofrecer un restaurante giratorio y panorámico desde su vigésimo primer y último piso)  en Waterfront,  una novísima zona comercial portuaria, la más famosa de la ciudad.
Parece un prodigio que salga el sol y despeje, tras la grisura de un cielo agresivo, pero es así. Y, por si fuera poco, la comida es estupenda –ensalada de beef y un platter de pescado generoso que incluye gambones, mejillones, calamaritos y una buena ración de bonito–. Previamente, habíamos sido sorprendidos por un buenísimo aceite de oliva  y pan moreno de semillas, del que, a modo de aperitivo, dimos cuenta mientras disfrutábamos de buen vino tinto sudafricano de uva sirah. Después, tras negociar con uno de los camareros, conseguimos un taxi  hasta Bo-Kaap, el barrio céntrico de la ciudad.

Nos lleva, en primer lugar a Signal Hill, desde donde tenemos una excelente panorámica de una parte importante de esta ciudad que se prepara para el mundial de fútbol del próximo año. Junto al estadio en construcción, un barrio en un terreno estéril junto al océano. A escasas millas de la costa, distinguimos sin dificultad la silueta plana de Robben Island, donde permaneció Nelson Mandela durante dieciocho de los veintisiete años en que resistió encarcelado. Un auténtico museo de los horrores, sólo  comparable a los campos de exterminio nazi, hoy declarado Patrimonio de la Humanidad, aunque paradójicamente allí nunca se contemplara dicho vocablo..
A la vuelta, en el centro político y administrativo, la ciudad muestra su opulencia y cierta frialdad, esa forma de vida europea anglosajona, tan alejada de lo ilusorio y desarmónico africano. Acaba la hora comercial y las calles del  centro se despueblan. Los jardines y una serie de edificios oficiales y museísticos se suceden vacíos como una galería que mostrase todas sus piezas tras el cierre.
Camino del hotel, volvemos en un coche bastante normal, nueve turistas, el taxista y las mochilas.
En el bar, un vejete de bigotito y pelo blanco, dientes disparejos y tocados, piel oscura y curtida por los años, nos sirve hablando un buen español. Es portugués y vive en este país desde hace 37 años. ¿Qué no habrá visto? Y, sin embargo, resulta simpático, amable y generoso. ¿Sería racista hasta defender el apartheid?
Resulta difícil imaginar cómo personas aparentemente iguales a  nosotros han formado parte de esa atrocidad sin nombre. Pero, por lo visto, una buena persona puede ser alguien en cuya idea de justicia, la crueldad interracial sea, tal vez, una necesidad objetiva de dar forma a una falsa interpretación de los designios divinos. Tal vez por ello queda un poso vergonzoso en la atmósfera colectiva, incluso en la de los turistas europeos, pues, recordando de nuevo  a Coetzee: “Cuando camino por este país, por Suráfrica, tengo cada vez más la sensación de estar caminando sobre caras negras. Están muertas, pero sus espíritus no las han abandonado. Están acostadas, densas y atrapadas, esperando que pasen mis pies, esperando que me vaya, esperando para levantarse otra vez. Millones de lingotes flotando sobre la piel de la tierra. La edad de hierro esperando el momento de volver”. Y es con esa sensación con la que me quedo en estos momentos, cuando estamos a punto de recorrer este enorme país desde Cape Town hacia el norte.
 Cape Town, 2009