“Pequeños mundos de
Valparaíso, abandonados, sin razón y sin tiempo, como cajones que alguna vez
quedaron en el fondo de una bodega y que nadie más reclamó, y no se sabe de
dónde vinieron, ni se saldrán jamás de sus límites. Tal vez en esos dominios
secretos, en estas almas de Valparaíso, quedaron guardadas para siempre la
perdida soberanía de una ola, la tormenta, la sal, el mar que zumba y parpadea.
El mar de cada uno, amenazante y encerrado: un sonido incomunicable, un
movimiento solitario que pasó a ser harina y espuma de los sueños.” (Pablo
Neruda)
Son tan pequeños como infinitos los
mundos que contienen los cerros, pues los cerros son la ventana hacia la
libertad de esta ciudad un tanto ahogada por su fatigoso puerto. Desde estos
miradores se desparraman, como flores descolgadas de un árbol tropical, barrios
inspirados por un gusto más centroeuropeo que americano. Con sus hotelitos,
casonas o palacios, realzados por galerías de madera, y esa tendencia a rematar
los edificios con frisos, a adornar los patios como jardines y a rejuvenecer su
piel con retoques cosméticos.
Algunas callecitas presentan una serie
de casas con paramentos, doseles y aspecto victoriano, grandes techos y
ventanas de altura. Podría encontrárselas uno en barrios de ciudades inglesas
como Bath salvo por las fachadas, recubiertas de una ondulada y fina chapita,
coloreada de azules, fucsias, naranjas… Es una especie de cruce entre el gusto
anglosajón y el Caminito bonaerense.
Bonito.
Bonito y con reflejos de Lisboa u
Oporto. Esas laderas laten atestadas de pequeñas viviendas que parecen venirse
abajo, asomadas al balcón de la bahía como cáscaras de nuez poliédricas. A
veces parecen invadidas, aquí y allá, por algún edificio de numerosos pisos que
no acierta a conectar mucho con el entorno, y ello a pesar de que un terremoto
en 1906 debió echar abajo buena parte de la ciudad.
Son muchos los cerros que reclaman nuestra
atención por el pintoresco colorido de las viviendas. Todas las laderas
descienden y/o ascienden en pronunciada pendiente hacia la bahía y hacen de
esta una ciudad atractiva, aunque algo ruidosa. Pero si la ciudad está unida a
su vocación marinera o a sus ascensores, no lo está menos a sus escaleras, la
urdimbre que la cohesiona. Son el alma
que te permite seguir tocando el suelo mientras asciendes al cielo.
“Las escaleras
parten de abajo y de arriba y se retuercen trepando. Se adelgazan como
cabellos, dan un ligero reposo, se tornan verticales. Se marean. Se precipitan.
Se alargan. Retroceden. No terminan jamás.
Cuántas escaleras?
Cuántos peldaños de escaleras? Cuántos pies en los peldaños? Cuántos siglos de
pasos, de bajar y subir con el libro, con los tomates, con el pescado, con las
botellas, con el pan? Cuántos miles de horas que desgastaron las gradas hasta
hacerlas canales por donde circula la lluvia jugando y llorando?
Escaleras!
Ninguna
ciudad las derramó, las deshojó en su historia, en su rostro, las aventó y las
reunió, como Valparaíso. Ningún rostro de ciudad tuvo estos surcos por los que
van y vienen las vidas, como si estuvieran siempre subiendo al cielo, como si
siempre estuvieran bajando a la creación.
Si
caminamos todas las escaleras de Valparaíso habremos dado la vuelta al mundo.”
Pues,
bien, haremos caso al poeta y trataremos de darnos un paseo por este Valparaíso
de escaleras y de contraluces, mitad aristocrático, mitad inclusero. Porque en
pocos lugares conviven los claroscuros de la vida cotidiana como en esta piña
desgarrada que exhibe la ciudad.
Es curioso que se estén recuperando barrios a través
de incentivar la capacidad imaginativa de la gente, tal como ocurre con el llamado
Museo al Aire Libre en el cerro Bellavista.
Limitado por el original revestimiento de las
farolas, este barrio que debía de estar a punto de caer ladera abajo,
provocando un alud urbanístico, ha pasado a convertirse en un lugar de visita
obligada para los forasteros. Murales, pavimentación, fachadas y hasta los
peldaños de las escaleras que se entrecruzan en laberíntica ascensión, lo
convierten en un espacio singular, un barrio popular, de repente transformado
en un atractivo museo con “glamour”. Increíble pero cierto. Las familias vienen
con las bolsas del supermercado mientras “las visitas” fotografían fachadas y asientos
en las calles, ropa tendida con el fondo de una pintura, etc. La creatividad
puesta al servicio de la recuperación de un cerro que amenazaba con
desaparecer, víctima de la degradación, olvidado hasta por sus propios vecinos.
Porque “Valparaíso es secreto, sinuoso, recodero. En los cerros se derrama la
pobretería como una cascada. Se sabe cuánto come, cómo viste y también
cuánto no come y cómo no viste el infinito pueblo de los cerros. La ropa a
secar embandera cada casa y la incesante proliferación de pies descalzos delata
con su colmena el inextinguible amor.” Todo, eso sí, bajo la maraña del cableado que recorre los altos de las
calles como el fresco de una bóveda que respondiera al interés por socializar,
o parcelar, o atrapar distintas partes del cielo.
Hay seguidores de Mondrian, imitadores de Gaudí y,
sobre todo, muchos surrealistas con estilo propio e intransferible, que han
conferido al barrio una personalidad híbrida y mestiza, inimitable. Todo, desde
la pendiente imposible de una calle coloreada como un muñeco de guiñol, el
equilibrio in extremis de la fachada artística de una casa prácticamente
suspendida en el vacío o el callejón iluminado por un motivo mural que le da
vida. Con sus excesos y sus defectos, el cerro vive y sus habitantes no se han
visto obligados a buscar otra vivienda. Cambiando el envoltorio han conseguido
mantener el interior.
Pero
una de los mayores atractivos de los cerros de esta ciudad es La
Sebastiana, la casa de Pablo Neruda
aquí, en Valparaíso, en el cerro Florida. Sólo podría decir que es el sueño de
un poeta y todo lo que alguien, sin saberlo, hubiera deseado para vivir
disfrutando a cada instante de su casa. Eso sí, con dinero y cinco plantas.
Impresionante.
Los
poetas, en muchos casos, tienden a fabular y eso hace Neruda –al menos, en
parte– en su poema A La Sebastiana, cuando en el primer verso afirma: “YO construí la
casa.” En realidad, la casa había comenzado
a levantarla el español Sebastián Collado, un constructor que murió antes de
ver acabada su obra. De ahí, que en 1959, el poeta, quien buscaba una
residencia en Valparaíso, comprara, según él bromeaba, “puras escaleras y terrazas”, y fuera componiendo su casa como si escribiera
un poema:
“La hice primero de aire.
Luego subí en el aire la bandera
y la dejé colgada
del firmamento, de la estrella, de
la claridad y de la oscuridad.”
Neruda, que tan
amigo era de recorrer anticuarios y tiendas de trastos viejos, fue hallando
esas reliquias que a uno lo encuentran en los lugares más insospechado,
abandonadas por otros pero con alma, esas que le amueblan a uno la vida:
“Me dediqué a las puertas más
baratas,
a las que habían muerto
y habían sido echadas de sus casas,
puertas sin muro, rotas,
amontonadas en demoliciones,
puertas ya sin memoria,
sin recuerdo de llave,
y yo dije: "Venid
a mí, puertas perdidas:
os daré casa y muro
y mano que golpea,
oscilaréis de nuevo abriendo el alma,
custodiaréis el sueño de Matilde
con vuestras alas que volaron tanto."
a las que habían muerto
y habían sido echadas de sus casas,
puertas sin muro, rotas,
amontonadas en demoliciones,
puertas ya sin memoria,
sin recuerdo de llave,
y yo dije: "Venid
a mí, puertas perdidas:
os daré casa y muro
y mano que golpea,
oscilaréis de nuevo abriendo el alma,
custodiaréis el sueño de Matilde
con vuestras alas que volaron tanto."
Por si fuera poco, muchos de sus amigos que tan bien
conocían el carácter fetichista del poeta también fueron colaborando a la hora
de dotar al lugar de alma propia, de propiciar verdaderas metáforas en la sala de estar, con su maravillosa
“nube”, el sillón junto al ventanal del tercer piso donde Neruda descansaba con las vistas de la ciudad
a sus pies. También dispone de símbolos
como el caballo de carrusel o un buen número de mapas que pueblan sus paredes,
recordando que la vida como la poesía es viaje. O sinestesias, como la pila de
porcelana portuguesa con motivos azules que en su despacho se adhiere al
conjunto sin que salga una sola gota de agua de su grifo de metal, de donde
sólo surgen los sueños. Por no hablar de la cantina, pura imagen del placer con
su retrete de puerta troquelada, abierta a las miradas más pícaras. Todo el
edificio es un despliegue de deleites cuasi infantiles, como si Neruda, a
medida que cumpliera años y dejara testimonio de sus nuevas experiencias, fuera
rejuveneciendo, componiendo otro gran poema, donde acumula hallazgos que le
hacen crecer, porque
“… la casa
sigue subiendo
y algo pasa, un latido
circula en sus arterias:
es tal vez un serrucho que navega
como un pez en el agua de los sueños
o un martillo que pica
como alevoso cóndor carpintero
las tablas del pinar que pisaremos.
sigue subiendo
y algo pasa, un latido
circula en sus arterias:
es tal vez un serrucho que navega
como un pez en el agua de los sueños
o un martillo que pica
como alevoso cóndor carpintero
las tablas del pinar que pisaremos.
Algo pasa y la vida continúa.
La casa crece y habla “
La casa, inaugurada
por el poeta con una fiesta el 18 de septiembre de 1961, sigue
desprendiendo vida y sensibilidad, tanta como los textos de Pablo Neruda que
seguimos leyendo con enorme deleite.
Si todavía no nos encontramos suficientemente atrapados
por el espíritu poético que impregna el lugar, debemos rematar el paseo con una
visita obligada. A poco más de cien metros, calle Ferrari abajo se encuentra la
plaza de los poetas. Allí, encontramos estatuas de bronce a tamaño natural de
tres grandes poetas chilenos: Gabriela Mistral, Vicente Huidobro y el propio
Pablo Neruda. En el caso de los dos primeros, podemos compartir banco con
ellos. Junto a Huidobro, recordamos parte de su Monumento al mar:
“Paz
sobre la constelación cantante de las aguas
Entrechocadas
como los hombres de la multitud
Paz en
el mar a las olas de buena voluntad
Paz sobre la lápida de los naufragios.”
En la placa de bronce que está al lado del de Gabriela Mistral leemos un fragmento de su poema Desolación :
“Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto
vienen de tierras donde no están los que son míos;
sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos
y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos.”
vienen de tierras donde no están los que son míos;
sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos
y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos.”
¿Qué
más podemos añadir, desde aquí, casi a vista de pájaro del puerto, del
Pacífico…?
No hay comentarios:
Publicar un comentario