jueves, 17 de julio de 2014

LA SEBASTIANA, POEMA DE VALPARAÍSO

“Pequeños mundos de Valparaíso, abandonados, sin razón y sin tiempo, como cajones que alguna vez quedaron en el fondo de una bodega y que nadie más reclamó, y no se sabe de dónde vinieron, ni se saldrán jamás de sus límites. Tal vez en esos dominios secretos, en estas almas de Valparaíso, quedaron guardadas para siempre la perdida soberanía de una ola, la tormenta, la sal, el mar que zumba y parpadea. El mar de cada uno, amenazante y encerrado: un sonido incomunicable, un movimiento solitario que pasó a ser harina y espuma de los sueños.” (Pablo Neruda)
Son tan pequeños como infinitos los mundos que contienen los cerros, pues los cerros son la ventana hacia la libertad de esta ciudad un tanto ahogada por su fatigoso puerto. Desde estos miradores se desparraman, como flores descolgadas de un árbol tropical, barrios inspirados por un gusto más centroeuropeo que americano. Con sus hotelitos, casonas o palacios, realzados por galerías de madera, y esa tendencia a rematar los edificios con frisos, a adornar los patios como jardines y a rejuvenecer su piel con retoques cosméticos.


Algunas callecitas presentan una serie de casas con paramentos, doseles y aspecto victoriano, grandes techos y ventanas de altura. Podría encontrárselas uno en barrios de ciudades inglesas como Bath salvo por las fachadas, recubiertas de una ondulada y fina chapita, coloreada de azules, fucsias, naranjas… Es una especie de cruce entre el gusto anglosajón y el Caminito bonaerense. Bonito.
Bonito y con reflejos de Lisboa u Oporto. Esas laderas laten atestadas de pequeñas viviendas que parecen venirse abajo, asomadas al balcón de la bahía como cáscaras de nuez poliédricas. A veces parecen invadidas, aquí y allá, por algún edificio de numerosos pisos que no acierta a conectar mucho con el entorno, y ello a pesar de que un terremoto en 1906 debió echar abajo buena parte de la ciudad.
Son muchos los cerros que reclaman nuestra atención por el pintoresco colorido de las viviendas. Todas las laderas descienden y/o ascienden en pronunciada pendiente hacia la bahía y hacen de esta una ciudad atractiva, aunque algo ruidosa. Pero si la ciudad está unida a su vocación marinera o a sus ascensores, no lo está menos a sus escaleras, la urdimbre que la cohesiona. Son el alma que te permite seguir tocando el suelo mientras asciendes  al cielo.
“Las escaleras parten de abajo y de arriba y se retuercen trepando. Se adelgazan como cabellos, dan un ligero reposo, se tornan verticales. Se marean. Se precipitan. Se alargan. Retroceden. No terminan jamás.
Cuántas escaleras? Cuántos peldaños de escaleras? Cuántos pies en los peldaños? Cuántos siglos de pasos, de bajar y subir con el libro, con los tomates, con el pescado, con las botellas, con el pan? Cuántos miles de horas que desgastaron las gradas hasta hacerlas canales por donde circula la lluvia jugando y llorando?
Escaleras!
Ninguna ciudad las derramó, las deshojó en su historia, en su rostro, las aventó y las reunió, como Valparaíso. Ningún rostro de ciudad tuvo estos surcos por los que van y vienen las vidas, como si estuvieran siempre subiendo al cielo, como si siempre estuvieran bajando a la creación.
Si caminamos todas las escaleras de Valparaíso habremos dado la vuelta al mundo.”
Pues, bien, haremos caso al poeta y trataremos de darnos un paseo por este Valparaíso de escaleras y de contraluces, mitad aristocrático, mitad inclusero. Porque en pocos lugares conviven los claroscuros de la vida cotidiana como en esta piña desgarrada que exhibe la ciudad.
Es curioso que se estén recuperando barrios a través de incentivar la capacidad imaginativa de la gente, tal como ocurre con el llamado Museo al Aire Libre en el cerro Bellavista.
Limitado por el original revestimiento de las farolas, este barrio que debía de estar a punto de caer ladera abajo, provocando un alud urbanístico, ha pasado a convertirse en un lugar de visita obligada para los forasteros. Murales, pavimentación, fachadas y hasta los peldaños de las escaleras que se entrecruzan en laberíntica ascensión, lo convierten en un espacio singular, un barrio popular, de repente transformado en un atractivo museo con “glamour”. Increíble pero cierto. Las familias vienen con las bolsas del supermercado mientras “las visitas” fotografían fachadas y asientos en las calles, ropa tendida con el fondo de una pintura, etc. La creatividad puesta al servicio de la recuperación de un cerro que amenazaba con desaparecer, víctima de la degradación, olvidado hasta por sus propios vecinos. Porque “Valparaíso es secreto, sinuoso, recodero. En los cerros se derrama la pobretería como una cascada. Se sabe cuánto come, cómo viste  y también cuánto no come y cómo no viste el infinito pueblo de los cerros. La ropa a secar embandera cada casa y la incesante proliferación de pies descalzos delata con su colmena el inextinguible amor.” Todo, eso sí, bajo la maraña del cableado que recorre los altos de las calles como el fresco de una bóveda que respondiera al interés por socializar, o parcelar, o atrapar distintas partes del cielo.
Hay seguidores de Mondrian, imitadores de Gaudí y, sobre todo, muchos surrealistas con estilo propio e intransferible, que han conferido al barrio una personalidad híbrida y mestiza, inimitable. Todo, desde la pendiente imposible de una calle coloreada como un muñeco de guiñol, el equilibrio in extremis de la fachada artística de una casa prácticamente suspendida en el vacío o el callejón iluminado por un motivo mural que le da vida. Con sus excesos y sus defectos, el cerro vive y sus habitantes no se han visto obligados a buscar otra vivienda. Cambiando el envoltorio han conseguido mantener el interior.
Pero una de los mayores atractivos de los cerros de esta ciudad  es La Sebastiana, la casa de Pablo Neruda aquí, en Valparaíso, en el cerro Florida. Sólo podría decir que es el sueño de un poeta y todo lo que alguien, sin saberlo, hubiera deseado para vivir disfrutando a cada instante de su casa. Eso sí, con dinero y cinco plantas. Impresionante.
Los poetas, en muchos casos, tienden a fabular y eso hace Neruda –al menos, en parte– en su poema  A La Sebastiana, cuando en el primer verso afirma: “YO construí la casa.” En realidad, la casa  había comenzado a levantarla el español Sebastián Collado, un constructor que murió antes de ver acabada su obra. De ahí, que en 1959, el poeta, quien buscaba una residencia en Valparaíso, comprara, según él bromeaba,  “puras escaleras y terrazas”, y fuera componiendo su casa como si escribiera un poema:

La hice primero de aire. 
Luego subí en el aire la bandera 
y la dejé colgada
del firmamento, de la estrella, de 
la claridad y de la oscuridad.”
Neruda, que  tan amigo era de recorrer anticuarios y tiendas de trastos viejos, fue hallando esas reliquias que a uno lo encuentran en los lugares más insospechado, abandonadas por otros pero con alma, esas que le amueblan  a uno la vida:
“Me dediqué a las puertas más baratas, 
a las que habían muerto
y habían sido echadas de sus casas, 
puertas sin muro, rotas, 
amontonadas en demoliciones, 
puertas ya sin memoria, 
sin recuerdo de llave, 
y yo dije: "Venid
a mí, puertas perdidas:
os daré casa y muro 
y mano que golpea, 
oscilaréis de nuevo abriendo el alma, 
custodiaréis el sueño de Matilde 
con vuestras alas que volaron tanto."
Por si fuera poco, muchos de sus amigos que tan bien conocían el carácter fetichista del poeta también fueron colaborando a la hora de dotar al lugar de alma propia, de propiciar verdaderas metáforas  en la sala de estar, con su maravillosa “nube”, el sillón junto al ventanal del tercer piso donde  Neruda descansaba con las vistas de la ciudad a sus pies.  También dispone de símbolos como el caballo de carrusel o un buen número de mapas que pueblan sus paredes, recordando que la vida como la poesía es viaje. O sinestesias, como la pila de porcelana portuguesa con motivos azules que en su despacho se adhiere al conjunto sin que salga una sola gota de agua de su grifo de metal, de donde sólo surgen los sueños. Por no hablar de la cantina, pura imagen del placer con su retrete de puerta troquelada, abierta a las miradas más pícaras. Todo el edificio es un despliegue de deleites cuasi infantiles, como si Neruda, a medida que cumpliera años y dejara testimonio de sus nuevas experiencias, fuera rejuveneciendo, componiendo otro gran poema, donde acumula hallazgos que le hacen crecer, porque                                                                          
“… la casa 
sigue subiendo 
y algo pasa, un latido 
circula en sus arterias:
es tal vez un serrucho que navega 
como un pez en el agua de los sueños
o un martillo que pica 
como alevoso cóndor carpintero 
las tablas del pinar que pisaremos.
Algo pasa y la vida continúa.
La casa crece y habla “
La casa, inaugurada  por el poeta con una fiesta el 18 de septiembre de 1961, sigue desprendiendo vida y sensibilidad, tanta como los textos de Pablo Neruda que seguimos leyendo con  enorme deleite.
Si todavía no nos encontramos suficientemente atrapados por el espíritu poético que impregna el lugar, debemos rematar el paseo con una visita obligada. A poco más de cien metros, calle Ferrari abajo se encuentra la plaza de los poetas. Allí, encontramos estatuas de bronce a tamaño natural de tres grandes poetas chilenos: Gabriela Mistral, Vicente Huidobro y el propio Pablo Neruda. En el caso de los dos primeros, podemos compartir banco con ellos. Junto a Huidobro, recordamos parte de su Monumento al mar:
“Paz sobre la constelación cantante de las aguas
Entrechocadas como los hombres de la multitud
Paz en el mar a las olas de buena voluntad
Paz sobre la lápida de los naufragios.”

En la placa de bronce que está al lado  del de Gabriela Mistral leemos un fragmento de su poema Desolación :
 “Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto
vienen de tierras donde no están los que son míos;
sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos
y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos.”

¿Qué más podemos añadir, desde aquí, casi a vista de pájaro del puerto, del Pacífico…?









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