“Me detuve en
el Perú y subí hasta las ruinas de Machu Picchu. Ascendimos a caballo. Por
entonces no había carretera. Desde lo alto vi las antiguas construcciones de
piedra rodeadas por las altísimas cumbres de los Andes verdes. Desde la
ciudadela carcomida y roída por el paso de los siglos se despeñaban torrentes.
Masas de neblina blanca se levantaban desde el río Wilcamayo. Me sentí
infinitamente pequeño en el centro de aquel ombligo de piedra; ombligo de un
mundo deshabitado, orgulloso y eminente, al que de algún modo yo pertenecía.
Sentí que mis propias manos habían trabajado allí en alguna etapa lejana,
cavando surcos, alisando peñascos. […]
Allí nació
mi poema Alturas de Macchu Picchu.” (Pablo
Neruda, Confieso que he vivido)
SUBE a nacer conmigo,
hermano.
Dame la mano desde la profunda
No volverás del fondo de las rocas.
No volverás del tiempo subterráneo.
No volverá tu voz endurecida.
No volverán tus ojos taladrados.
Mírame desde el fondo de la tierra,
labrador, tejedor, pastor callado:
domador de guanacos tutelares:
albañil del andamio desafiado:
aguador de las lágrimas andinas:
joyero de los dedos machacados:
agricultor temblando en la semilla:
alfarero en tu greda derramado:
traed a la copa de esta nueva vida
vuestros viejos dolores enterrados.
(Pablo Neruda, Alturas de Macchu Picchu –fragmento–)
Nosotros
vamos a visitar Machu Picchu (desde ahora MP) más de sesenta años después que
el poeta chileno quedara impresionado. Las cosas han cambiado y,
desgraciadamente, no es posible ascender a caballo. Es más, anuncian que se
restringen las visitas diarias para evitar el deterioro del lugar. Más aún si
se tiene en cuenta que, al parecer, durante el rodaje de un vídeo clip de la
cantante Gloria Estefan, algún daño se
ha causado a parte de las ruinas. Éstas, que tan celosamente han sido
protegidas por la naturaleza, ahora
corren peligro. Quién se lo iba a decir a Hiram Bingham, el descubridor oficial,
teniendo en cuenta lo que le costó hallar este santuario universal. Por no hablar de Melchor Arteaga, el arrendatario que lo
acompañó hasta el enclave donde dos familias de campesinos, los Recharte y los
Álvarez, vivían, e incluso usaban terrazas
del sur de las ruinas para cultivar, y el agua de un canal incaico, que la traía
de un manantial, para beber.
Pero
comencemos por el principio. Para llegar a MP desde Cuzco es necesario madrugar. No hay
otra manera de llegar a las ruinas más que mediante un tren que lleva hasta
Aguas Calientes, el municipio desde que se accede, finalmente, al mítico lugar.
Eso, además de facilitar el control de visitantes, supone un monopolio, lo que
hace del viaje un producto de lujo.
Hemos
acordado con Braulio, el conductor de un minitaxi de los muchos que circulan
como hormigas por las calles cuzqueñas, que venga a buscarnos al hotel sobre
las 6 de la mañana. Nuestra intención es que nos acerque hasta la estación de
Poroy. Este lugar, desde el que parte el tren cada mañana, se halla a las
afueras de Cuzco, a una media hora, subiendo por una de las colinas que rodean y conforman la populosa ciudad.
Tenemos
billete de ida (el primero en partir) y vuelta (el último en regresar). Pero no
todo es tan fácil cuando se trata de visitar uno de los lugares más atrayentes
del planeta. Braulio nos sugiere comprobar el lugar donde nos dejará el tren de
vuelta. Resulta que ese último tren que tanto nos ilusionaba nos llevará hasta
Ollantaytambo, a dos horas en coche desde Cuzco. Además, a esa hora ya no habrá
colectivos. Por si fuera poco, el día anterior dejamos bastante ropa en una
lavandería y no nos dio tiempo a recogerla, lo cual hace imprescindible ir a
por ella hoy, pues mañana es festivo, no abren, y nosotros partimos a la mañana
siguiente muy temprano.
Nos
encomendamos a Braulio y su buena fe. Le dejamos el ticket de la lavandería y
dinero para pagarla. Y le esperaremos, ya de noche, en la estación de Ollanta.
No nos queda otra que confiar en los
demás tal y como hacían los incas cuando salían de casa. Las puertas quedaban
abiertas, salvo por un pequeño palo que las cruzaba para indicar que el dueño
no se hallaba allí en ese momento. Nos iremos, pues, a MP y dejamos las puertas
abiertas de par en par a la buena voluntad del taxista.
El
trayecto hasta Poroy está plagado de curvas y de tránsito de campesinos que,
como cada mañana, bajan al mercado desde tiempos inmemoriales. Hace fresco, pues las neblinas de la altura hacen
de las noches un manto de humedad hasta que entran de pleno la mañana.
Nos
despedimos de Braulio y tomamos el tren que sale con retraso. Se trata de un
ferrocarril grande, moderno y espacioso, con asientos enfrentados, dos a dos, a
una mesa central. Además, está provisto de ventanas panorámicas, o lo que es lo
mismo, el techo es de cristal, lo que permite contemplar el paisaje sin
necesidad de levantarse. Sin embargo, hay otro tren de lujo que sale más tarde
y hace el mismo trayecto; pertenece al mismo grupo que el Orient Express. Viajamos
en el vagón número 6.
La
vía férrea transita siguiendo el trazado del río Urubamba. Esto permite
disfrutar en ocasiones de las vistas de
un amplio valle, pero también del encajonamiento al que rocosas paredes someten
al río. Algunas aldeas de adobe aparecen en los recodos cuando algún meandro ensanchó
el valle. Las amplias curvas de la vía férrea permiten ver la longitud del tren
azul como una sombra del río.
Dentro
del tren se nos ofrece un desayuno con fruta (entre otras, la tuna, traída a Europa por los españoles
y aquí conocida como higo chumbo), cereales tostados y café o té. La mesa
estaba dispuesta con manteles de hilo y una pequeña preparación floral muy
hermosa.
Frente
a nosotros van sentados dos varones. Un chico de aspecto despistado, cargado de
bolsas de bebida y chuchería. Viaja con su madre y su hermana que se sientan a
su altura al otro lado del pasillo. Junto a la ventana, comparte fila un
peruano con escasos rasgos indígenas, posiblemente trabajador o guía de alguna agencia, pues de la camisa
le cuelga el típico distintivo que enseguida oculta. Lo que no puede hacer
desaparecer es su indumentaria Indiana Jones Tapìoca. Menos mal que Hiram
Bingham ya descubrió las ruinas de MP, si no estaba perdido. Este individuo
seguro que le robaba el hallazgo.
En
un momento determinado el joven atolondrado se levanta para ir al baño, roza el
pantalón de nuestro hombre y éste, airado, se sacude el mismo con cierto
desprecio. Por si fuera poco, es gracioso. Cuando la azafata que nos sirve el
desayuno nos pregunta que qué deseamos beber, él, risueño, contesta que “un
juguete” (entiéndase juguito) y té, que si pudiera ser con “gin” mucho mejor.
Después apostilla, escuchándose:
-
De cuanto den acá no me sobra nada. Sólo
me molesta mi suegra.
Como nadie le ríe la
gracia, se oculta tras sus gafas de sol y no vuelve a abrir la boca durante el
resto del trayecto. Es de agradecer, pues resulta más interesante el paisaje
que, paulatinamente, va cambiando. Se percibe un mayor grado de humedad en el
aumento del color verde de la vegetación que nos rodea; el río, por momentos,
parece tomar ímpetu, y las montañas nevadas en sus cumbres nos recuerdan que
estamos en los Andes.
Nos informan que un
sendero que parte por la derecha, cerca de donde pasamos, es el famoso Camino
Inca, la otra manera de llegar a MP. Me emociona pensar en esa ruta que supone
de dos a tres días de viaje. A pesar de la altura y de las pendientes, espero
poder hacerlo algún día, pues mi propósito es regresar a estos pagos. También
me lleva a pensar lo grandes ingenieros que eran los incas.
Cuando los españoles
llegaron aquí, los caminos construidos por los incas se extendían a lo largo de
cientos de kilómetros a través de los Andes hasta las costas del Pacífico. Eso
permitía que entrenados corredores transportaran mensajes con extremada rapidez
gracias a un sistema de casas de postas, construidas a intervalos convenientes
para mantener en contacto cada rincón del imperio. La razón de estas paradas
era impedir el agotamiento de los mensajeros antes de cumplir con su objetivo.
Como recompensa, se permitía que los corredores mascasen hojas de coca para
contrarrestar los efectos de la fatiga.
El viaje continúa.
Nunca se hace largo, pues, como afirma Bingham, “nos hallamos inesperadamente
en una verdadera tierra de maravilla. Intensas y rápidas emociones nos asaltan.
Nos produce estupor concebir las extraordinarias molestias que se dieron los
antiguos incas para rescatar trozos increíblemente estrechos de suelo de las
alocadas corrientes”. Mientras, las azafatas aparecen con todo un carro de
productos destinados a la exploración de
las cumbres. Sin embargo, entre ellos, no aparecen las hojas de coca.
Llegamos a Aguas Calientes, estación término
del tren y desde donde salen los microbuses que suben hasta las puertas del
recinto. Encontramos la parada de estos, tras atravesar un enorme mercado de
artesanías que curiosamente es inevitable para cualquiera que llegue al
municipio –éste, por cierto, crece alocadamente al amparo del turismo y es
posible que el entorno se resienta, pues es un descontrol de nuevos alojamientos,
restaurantes…–. Tomamos sólo billete de ida, pues pensamos que la vuelta
caminando cuesta abajo será más llevadera. Sin embargo, el ascendente camino
que transitamos es un constante zigzag de curvas polvorientas ocultas bajo una
exuberante vegetación selvática. Una escalera pétrea va salvando las curvas del
camino entre la maraña verde. No es de extrañar que la parte más antigua de MP
(en quechua, “montaña vieja”) se llamara
Tampu-tocco (en quechua, “lejos de la vista”).
A la entrada, tras
obtener el correspondiente ticket, si así lo deseas, imprimen un sello propio
de recuerdo en tu pasaporte. Unas placas de piedra y metal expresan el
reconocimiento, en distintos aniversarios, al trabajo de los ingenieros
incaicos que levantaron semejante obra, a los últimos habitantes, y a Hiram Bingham. Como éste último recuerda
con emoción: “La vista sencillamente encantaba. Enormes quebradas verdes caían
hasta las blancas rompientes del Urubamba. Justo al frente, por el lado norte
del valle, se veía un gran peñasco de granito que se levantaba hasta dos mil
pies. A la izquierda se encontraba el solitario pico de Huayna Picchu rodeado
por precipicios al parecer inaccesibles. Por todas partes nos circundaban
despeñaderos rocosos. Más allá, las montañas, cubiertas de nieve y embozadas en
nubes, se elevaban a miles de pies por sobre nuestras cabezas.”
Seguimos subiendo otro
trecho, pues, lo quebrado del terreno y algo de vegetación nos impiden ver
demasiadas ruinas y tan sólo observamos unas cuantas terrazas de cultivo. Pero
a la vuelta de un recodo, “de pronto nos encontramos ante las ruinas de dos de
las más hermosas e interesantes estructuras de la antigua América. Hechas de
granito blanco, las paredes presentaban bloques de tamaño ciclópeo, más altos
que un hombre. La vista de aquello me dejó hechizado”. No podríamos expresarlo
mejor, aunque esto sólo sea el principio.
Llegamos a una
desviación, cuesta arriba –¡cómo no!–que conecta con la subida al verdadero MP (pico
de 2895 m., coronado por una bandera peruana) y el Huayna Picchu (de 2667 m).
Decidimos intentar la
ascensión al MP, aunque desde este lugar todavía no es posible ver la imagen
tópica de las famosas ruinas. Es costoso porque, entre otras cosas, el aire
apenas si llega a los pulmones y el sol cae sobre nosotros sin piedad. Por las
pequeñas crestas, entre arbustos, nos vamos encontrando a algunos que
descienden con las caras desencajadas y nos advierten de lo difícil del tramo
final. Por fin, desde un esquinazo, nos quedamos sin aliento, en parte por el
esfuerzo y en parte por la belleza de cuanto contemplamos. Es impresionante “nos
encontramos ante las ruinas de las más hermosas e interesantes estructuras de
la antigua América. Hechas de granito blanco, las paredes presentaban bloques
de tamaño ciclópeo, más altos que un hombre. La vista de aquello me dejó
hechizado”. Y lo mejor, el emplazamiento: están metidas en una cuña elevada y
plana, rodeada de picachos.
Poco después, decidimos regresar sin haber logrado nuestro objetivo. Nos hemos cruzado con seguidores de la Real Sociedad (la camiseta de uno, con el escudo lo delatan) que nos reconocen abiertamente que no pudieron con el complicado tramo final. Pensamos que si unos vascos no lo han logrado, nosotros tampoco. Y que llegar hasta la cumbre de MP supondría demasiado tiempo y eso nos impediría disfrutar de las ruinas y el entorno, que ya tenemos a mano. Además, enfrente, al otro lado de las ruinas, queda el Huayna Picchu. ”El pico se levanta abruptamente a dos mil quinientos pies sobre el río Urubamba, que lo rodea por tres lados. Hacia el sur está la ceja en que se encuentran localizadas las ruinas de M Picchu. Hacia el este hay un precipicio casi cortado a pico desde lo alto de la aguja hasta la orilla del arroyo. En el lado norte, bajo los elevados despeñaderos de la aguja, hay laderas cubiertas de bosques, pero que muestran señales de las antiguas terrazas agrícolas.”
“[…]Es una altura
realmente mareadora. ¡Hay que imaginarse lo que es construir en este sitio un
muro!”
Llegamos hasta al comienzo de la trabajada ceja y el sudor
nos empapa. Antes de recorrer con detenimiento las ruinas, nos sentamos en uno
de los bancales de las terrazas
superiores; en parte, para recobrar la compostura, en parte, para disfrutar en
primer plano del panorama que habíamos divisado desde más arriba. Tal vez aquí,
en algún momento, se sentó Hiram Bingham para recoger su impresión sobre el
conjunto cuando dice: “Las ruinas que ahora suponemos fuese la perdida ciudad
de Vilcapampa la vieja cuelgan en lo alto de una estrecha cresta que se
extiende bajo el pico de M. Picchu. […] El santuario estuvo perdido durante
siglos, porque esta cadena se encuentra en el más inaccesible rincón de los
Andes centrales. No hay parte de las altiplanicies del Perú mejor defendida por
baluartes naturales: un cañón estupendo cuya roca es de granito y cuyos
precipicios despliegan frecuentemente una abruptez de mil pies con dificultades
que atemorizan al más ambicioso de los andinistas modernos. Sin embargo, en una
remota parte del cañón, en esta estrecha cresta flanqueada por pavorosos
precipicios, un pueblo altamente evolucionado, artista, de inventiva, bien
organizado y capaz de una empresa sostenida, construyó en alguna época del
pasado distante un santuario para la adoración del Sol”.
Es impresionante. Resulta
incontable el número de terrazas sobre
las que se estructura el complejo. Es más, si por algo se caracteriza éste es
por la cantidad de escaleras que, como cremalleras, recorren el emplazamiento.
Cientos de ellas, grandes o pequeñas, hacen de ellas el rasgo más sobresaliente
de las ruinas de MP, junto con su grandiosidad. Tan enorme es el conjunto que,
ahora que debe soportar un gran número de visitantes, parece semivacío. Eso
quiere decir que podemos pasear a gusto y fisgar por cada rincón para tratar de
comprender el modo de vida de quienes vivieron aquí, y lo que motivó su colosal
obra.
Parece ser que las
ruinas estaban apiladas en distintos grupos, tanto en terraplenes como en
salientes naturales, y se podían alcanzar mediante escaleras o sendas de
zigzag. Los edificios se ubicaron muy cera unos de otros con el objeto tal vez
de economizar cualquier espacio disponible. De esta forma, se amoldan las zonas
agrícolas y las residenciales, aprovechando cada centímetro del escarpado
terreno. Dando por descontado que las zonas más espectaculares de la
arquitectura de MP son las que corresponden a la Plaza Sagrada, el Templo del
Sol, la Tumba Real, el Templo de las Tres Ventanas o el famoso Templo del
Cóndor, una de las cosas más llamativas del urbanismo inca es la presencia
constante del agua, incluso en lugares tan elevados y abruptos como este.
Frecuentes canalizaciones que aprovechan manantiales naturales recorren todo el
espacio; se multiplican las fuentes, muchas de ellas, escalonadas, servían para
llevar a cabo baños ceremoniales.
También llama la
atención el Intihuatana (“lugar donde
se amarra el sol”), el punto más elevado de la zona urbana y que ocupa lugar
preferencial de la Plaza Sagrada. Tanto la escalinata que lleva e él como la
construcción de finalidad dual –observatorio astronómico y altar ceremonial– ofrecen un trabajo de talla
de una perfección excepcional. Tal vez, tanto en esta obra como en otras de la
zona más noble, el cantero “tuvo la satisfacción de saber que su labor estaría
más cerca de la inmortalidad que ninguna otra cosa hecha por manos mortales”. Al
menos, es lo que piensa Bingham,
cuando explica que “los gigantescos bloques poligonales se
encuentran tan estrechamente apretados, que resulta imposible insertar la punta
de un cuchillo entre ellos. Y fueron traídos donde trabajaron personas que
emplearon herramientas de piedra. Mediante palancas […] Los incas no tenían
hierro o acero pero sí barras de bronce
de gran capacidad. No conocían las grúas, ni las poleas ni la rueda, pero contaban
con miles de pacientes trabajadores”.
Me
acerco a las construcciones del sector norte. Además de la marcada pendiente de
los angostos accesos, llega un momento en que los edificios se cuelgan,
literalmente, del aire. La vista desde los muros produce vértigo. El
espacio no permite describir en detalle el panorama que cambia constantemente,
el exuberante follaje tropical, las incontables terrazas, los peñascos que
semejan torres, los ventisqueros que se atisban entre las nubes, las viviendas
asomadas al abismo… Todo parece ponerse de acuerdo para que resulte complicado
imaginar una vida ordinaria sobre estos acantilados. Sin embargo, se dio…
Va quedando poca gente
en las ruinas y nosotros también tenemos que marcharnos a coger el tren. Al
final, hemos decidido volver en bus, así que tomamos un café antes de abandonar
el lugar y tratar de grabar sobre todo
las sensaciones que ha suscitado en nosotros. Antes de partir, saco el libro de
Bingham de la mochila y leo un pasaje
que resume el halo de mágico misterio que envolverá siempre a este lugar
cargado de cierta incuestionable atmósfera mística: “Aquí, escondidas en un cañón de extraordinaria majestad, protegidas por
la naturaleza y por la mano del hombre, las Vírgenes del Sol se extinguieron
una a una en lo alto de esta bella montaña, sin dejar descendientes que
quisieran revelar la importancia o explicar el significado de las ruinas que
coronan los ríspidos precipicios de MP”.
Casi es de noche cuando
tomamos el tren. No obstante, hemos dado un agradable paseo por Aguas Calientes
siguiendo el curso del río, mientras el sol hacía elevarse la línea de sombra
en los paredones rocosos de las montañas que rodean el pueblo. En el tren de regreso no nos dan ningún tipo
de refrigerio, pero las azafatas nos ofrecen un desfile de modelos de jerséis
de alpaca entre el jolgorio general del pasaje que vuelve agotado de la
excursión.
Llegamos a Ollanta y
Braulio nos está esperando con nuestra ropa limpia y todo. El trayecto en coche
lo hacemos con noche cerrada y sólo atisbamos a entender que hay algunos
enclaves poblados por las luces que de vez en cuando dejamos a un lado en el
camino. Cuando pisamos el hotel y soltamos las mochilas, salimos a tomar una
sopita caliente antes de dormir. Ya habrá tiempo de rememorar.
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