El Limonar, al menos en parte, sigue
conservando cierto espíritu aristocrático. Sobre todo por ese deseo profundo de
intimidad, de segregación con respecto al resto de los mortales.
El Paseo de Sancha |
Oculto, sestea, entre sus umbrías
callejuelas en torno al cauce, las más de las ocasiones seco, del arroyo que
marca los límites del barrio, en el antiguo camino hacia Vélez, Nerja y
Granada. Con sus caserones y sus antiguas mansiones parapetadas tras setos
añosos y opacos; comandadas por algún que otro torreón que sobresale como
atalaya de vigía cubierta de tejas vidriadas de verde aceite o por algún
centenario ejemplar de araucaria traído allende los mares. Y todo, trepando por las
colinas hacia los montes como bandoleros arrepentidos pero que no cierran la
puerta a la libertad.
El ingeniero José María Sancha, allá por
el siglo XIX, planeo la creación de un lugar donde levantaran villas los nuevos ricos, un barrio residencial para
la incipiente burguesía. Fue suya la idea de construir hotelitos rodeados de
amplios jardines protegidos por verjas de hierro que tan sólo dejaran adivinar
lo que dentro la ostentación requería.
Este pequeño paraíso de los adinerados
fue creciendo alrededor de La Caleta y Miramar, otros barrios colindantes, cuya
urbanización llevó a cabo Juan Bolín a partir de 1903 y cuyo crecimiento se
aceleraría gracias a los negocios a que dio lugar la Primera Guerra Mundial en
esta urbe.
Antiguo Hotel Caleta Palace en la actualidad |
Allí surgieron algunos hoteles pioneros
del turismo actual. De hecho, el Caleta Palace (antes British pensión Hernán
Cortés; hoy, Subdelegación del Gobierno) está considerado como el primer hotel,
constituido como tal, de la ciudad. A éste –en él se alojaría García Lorca,
iniciando desde aquí su amistad con Manuel Altolaguirre y Emilio Prados– le seguirían otros como el Hotel Miramar
–antes Príncipe de Asturias–, próximos al centro y al puerto, pero lo
suficientemente alejados del mundanal ruido como para ser del gusto de aquellos
con posibles, nacionales y extranjeros, que comienzan a tener conciencia de la
vacación, y que, desde los felices 20, darían lugar a la construcción de los
entonces elitistas Baños del Carmen, balneario donde se llegó a instalar una
pantalla de cine gigante y en cuyas instalaciones se celebró el primer torneo
de tenis de la ciudad.
“Málaga –lo dice Sir Peter
Chalmers-Mitchell en su excelente libro de memorias Mi casa de Málaga y del que haré en adelante algunas citas– se
encuentra situada en la hoya de una extensa bahía. La circunda una cadena de
montañas, uno de cuyos extremos llega hasta el mar formando una curva de
pequeños cerros a tres o cuatro millas del centro de la ciudad […] Justo al
este de la catedral, que está enfrente del puerto, una larga colina rocosa
parece surgir desde el mar, dejando delante de ella un espacio, que en su parte
más estrecha hace un hueco para la calle principal con tranvías que se dirigen
a la Caleta con hileras de villas a ambos lados, y en su parte más amplia se
encuentra Correos, el Gobierno Civil y el nuevo Banco de España, la plaza de
toros, los grandes hoteles y unas cuantas calles de casas de trabajadores. […]
Más al este, los bordes exteriores de las colinas llegan al mar por las
pendientes arboladas de la Caleta Alta, cubiertas de villas y de mansiones…”
Precisamente, Villa Santa Lucía, la casa
que Sir Peter adquirió a otro compatriota en 1933, se hallaba en la parte alta
de El Limonar. Desde aquí fue un notable observador –como siempre había sido,
gracias a su curiosidad que llegaba más allá de los límites del cientifismo– de
la realidad que lo circundaba, tanto de los aspectos tangibles cuanto de la actitud, del alma latente de los
individuos con los que le tocó convivir en aquella España convulsa, agitada por
demasiados intereses y pasiones, incapaz de sobrevivir dignamente a los envites
de la historia.
Su humanitarismo, no obstante, no sería
recíprocamente recompensado por los Bolín, a los que salvó y acogió en su villa
durante el control que los anarquista ejercieron sobre la zona mientras duró el
asedio de los golpistas levantados contra la República, y de los que debió
escapar cuando la contienda tocaba a su fin. Pero, ¿quién era Sir Peter
Chalmers-Mitchell y qué hacía en la zona residencial de la capital malacitana
en la década de los años 30 del siglo pasado?
Simplificando un poco, este escocés
curioso, que estudió en Oxford y viajó por medio mundo, era un sabio humanista
–rara avis en el mundo contemporáneo–
al que tanto atraían las ciencias (no en vano, a él se le atribuye la creación
del Parque Zoológico de Londres, desde una perspectiva moderna) como las
letras: además de otras lenguas, estudió castellano a través de clásicos como
Jorge Manrique o Fray Luis de León, o coetáneos como Baroja, Pérez de Ayala o
Valle-Inclán. Incluso, llegó a convertirse en amigo y traductor ocasional de
Ramón J. Sender.
Villa próxima a la playa de La Caleta |
Vino a Málaga ya jubilado, como un
pensionista actual, con la intención de redactar sus memorias y, por supuesto,
sin contar con que, precisamente, el último capítulo, el correspondiente a
España, iba a tener que rematarlo en Londres, tachado de traidor por aquellos a
los que previamente había salvado de males mayores (entiéndase la familia
Bolín).
A pesar de las últimas décadas de
especulación urbanística, es un placer pasear hoy día por los barrios de La
Caleta, Monte Sancha y El Limonar. Aunque hay edificios que no han sobrevivido
a las tentaciones de la especulación y del dinero, siguen hallándose, algunos a
la vista y otros apartados de las miradas indiscretas, esos palacetes que,
desde el último tramo del siglo XIX y el primero del XX, trataron de
diferenciarse del resto a través de la estética. Los hay que se han ido
transformando en clínicas, academias u hotelitos con encanto; otros, preservan
aún su distintivo de clase bajo el anonimato de sus pudientes dueños; e
incluso, en estos tiempos, quedan raros ejemplares que conservan su uso
público, aunque sea el de edificios oficiales.
Villa de El Limonar |
Cualquiera de ellos responde, al menos en parte, al somero apunte con que Sir Peter retrata su villa, “como un lugar ideal. Se encontraba a unos minutos, subiendo desde la parada del tranvía, del hotel la Caleta Palace, y poseía una magnífica vista al mar y un jardín con terraza, bien soleado durante todo el día”. Y es que llegaba este funcional medio de transporte hasta aquí, como atestigua uno de los viejos tranvías que se ha convertido en la escultura-testimonio, remate del actual paseo marítimo, muy cerca de los Baños del Carmen. Mi padre todavía tuvo ocasión de hacer uso de los tranvías, de los que hoy sólo conserva la nostalgia de su juventud y las novias a las que pretendía. En uno de ellos, Sir Peter, ya con la ciudad asediada, se encontró a su amigo Gerald Brenan.
Me puedo imaginar vívidamente el día en
una de estas villas ajardinadas que ahora contemplo junto a los apuntes de
nuestro escocés, quien “instalaba una
hamaca a la sombra hasta la hora del almuerzo, que normalmente tomábamos al
aire libre, debajo de un emparrado de buganvillas, y desde el que se veía todo
el valle hasta el mar.[…] Tanto los
altos muros, almenados con torres de vigilancia, como la mansión, de reciente
construcción, podrían haber sido las murallas de una ciudadela”.
Una de las muchas villas almenadas de la zona. |
Está claro que esta ciudad no puede dar
la espalda al mar, su existencia se la
debe a él y su historia se lo recuerda constantemente. En lo que respecta a
este siglo basta con recordar el naufragio de la fragata alemana Gneisenau en diciembre de 1900, debido a
una tremebunda galerna que azotó la ciudad; el penoso regreso de las tropas
heridas de la Guerra de África; o cómo el gobierno inglés “se había ocupado de
que el buque británico permaneciera anclado frente al hotel Caleta Palace, a la
espera de que cuando llegara el momento, botes protegidos por marinos se acercasen al hotel para llevarse a los
ciudadanos británicos”, cuando ya se tenía la certeza de que Málaga caería bajo
las garras del ejército nacional durante la guerra civil española. En cualquier
caso, no se entiende la ciudad, sin su muelle,
al que se sigue accediendo por entre enormes columnas que hasta hace poco
soportaban las verjas de forja de acceso a la aduana del puerto; ni podemos
olvidarnos de la farola, hoy casi
convertida en reliquia ornamental que da lustre a las nuevas ampliaciones que
pretenden convertir Málaga en parada permanente de todo tipo de cruceros.
Pero debemos regresar al Limonar,
bordeando la Malagueta, el coso
malacitano que marca el inicio de la vetusta zona residencial. Seguimos un paseo sombreado por la copa de los ficus, bajo cuya bóveda sestean
jubilados y hacen footing algunos
canes acompañados de sus amos, hasta llegar, un poco más adelante y sin
abandonar el paseo de Reding, a la altura del Hotel Miramar, donde se alojó Sir
Peter la primera vez que visitó la ciudad –aún se llamaba Príncipe de
Asturias–. Se trata de una joya del modernismo que se convirtió en hospital durante la guerra civil y cuya
restauración, bastante avanzada y en la actualidad paralizada, pretendía
convertirlo en un lujoso atractivo para carteras repletas, rememorando así parte de su ostentoso pasado.
El Hotel Miramar, restaurado y olvidado. |
El espacio llano se va estrechando,
limitado hacia el interior por el escarpe que se eleva hasta el monte de
Gibralfaro, cada vez más poblado de chalets, y por la proximidad del mar que oteado
desde el cercano cementerio anglicano –ya habrá tiempo y lugar para dedicarle
su propio artículo– destella esa luz plateada que tantos pintores y poetas han reflejado en sus obras.
Subimos hacia el interior, donde los hotelitos se pierden entre el vergel
ajardinado. Desde algún claro, la ciudad aparece hermosa, se respira humedad
bajo un cielo azul despejado y luminoso. No lo sería tanto en febrero de 1937
cuando “el estrecho y sinuoso sendero estaba ocupado por riadas de personas con
aspecto alicaído. Se veían burros cargados con niños, bultos, mujeres de todas
las edades, algunos soldados desmoralizados y desperdigados […] En el Camino
Nuevo, por el arroyo, a la entrada de
mi jardín,” –recuerda el dueño de Santa Lucía– “pasaban procesiones similares
de gentes. Las columnas humanas iban convergiendo según se acercaban a la
carretera hacia Motril (carretera Málaga-Almería”. Por esa misma carretera, es
posible que, sin saberlo, Sir Peter viera desfilar a una pareja con cinco
criaturas, una de ellas a hombros del padre. Esa familia quedaría separada por
el fuego indiscriminado de los aviones italianos: la mujer retrocedió junto con
cuatro de sus hijos hasta ocultarse en la ciudad; el hombre, con el pequeño a
hombros, continuó el éxodo tratando de evitar las ráfagas de las
ametralladoras. Anduvo lejos del resto de su familia durante casi un año y
medio. Era mi abuelo, y murió, sin que
yo llegara a conocerlo, algún año después. Lo que la guerra no consiguió,
si lo hizo la enfermedad. Pero esa es también otra historia para contar en otro momento.
Volveremos paseando por la playa de la
caleta hacia el paseo de la Farola, mientras el día va declinando. En algún
chiringuito van adquiriendo color las brasas, señal de que podemos tomar algún espeto de sardinas. Desde aquí no queda
sino disfrutar, pues, “las noches de verano en Málaga en las que no corre el
viento son maravillosas, aunque durante el día haya estado soplando el aire
reseco y caluroso de los montes, suave y monótono. Algunas noches nos
sentábamos fuera hasta tarde, cuando un destello de luz en una de las villas de
la Caleta nos indicaba que ya resultaba seguro entrar en la casa e irnos a la
cama tranquilamente”. Mañana será otro día, ya volveremos sobre algún otro
rincón literario de esta ciudad que merece la pena ser explorado.
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