miércoles, 13 de noviembre de 2013

EL LIMONAR DE MÁLAGA

El Limonar, al menos en parte, sigue conservando cierto espíritu aristocrático. Sobre todo por ese deseo profundo de intimidad, de segregación con respecto al resto de los mortales.
El Paseo de Sancha
Oculto, sestea, entre sus umbrías callejuelas en torno al cauce, las más de las ocasiones seco, del arroyo que marca los límites del barrio, en el antiguo camino hacia Vélez, Nerja y Granada. Con sus caserones y sus antiguas mansiones parapetadas tras setos añosos y opacos; comandadas por algún que otro torreón que sobresale como atalaya de vigía cubierta de tejas vidriadas de verde aceite o por algún centenario ejemplar de araucaria traído  allende los mares. Y todo, trepando por las colinas hacia los montes como bandoleros arrepentidos pero que no cierran la puerta a la libertad.
El ingeniero José María Sancha, allá por el siglo XIX, planeo la creación de un lugar donde levantaran villas  los nuevos ricos, un barrio residencial para la incipiente burguesía. Fue suya la idea de construir hotelitos rodeados de amplios jardines protegidos por verjas de hierro que tan sólo dejaran adivinar lo que dentro la ostentación requería.

Este pequeño paraíso de los adinerados fue creciendo alrededor de La Caleta y Miramar, otros barrios colindantes, cuya urbanización llevó a cabo Juan Bolín a partir de 1903 y cuyo crecimiento se aceleraría gracias a los negocios a que dio lugar la Primera Guerra Mundial en esta urbe.
Antiguo Hotel Caleta Palace en la actualidad
Allí surgieron algunos hoteles pioneros del turismo actual. De hecho, el Caleta Palace (antes British pensión Hernán Cortés; hoy, Subdelegación del Gobierno) está considerado como el primer hotel, constituido como tal, de la ciudad. A éste –en él se alojaría García Lorca, iniciando desde aquí su amistad con Manuel Altolaguirre y Emilio Prados–  le seguirían otros como el Hotel Miramar –antes Príncipe de Asturias–, próximos al centro y al puerto, pero lo suficientemente alejados del mundanal ruido como para ser del gusto de aquellos con posibles, nacionales y extranjeros, que comienzan a tener conciencia de la vacación, y que, desde los felices 20, darían lugar a la construcción de los entonces elitistas Baños del Carmen, balneario donde se llegó a instalar una pantalla de cine gigante y en cuyas instalaciones se celebró el primer torneo de tenis de la ciudad.
“Málaga –lo dice Sir Peter Chalmers-Mitchell en su excelente libro de memorias Mi casa de Málaga y del que haré en adelante algunas citas– se encuentra situada en la hoya de una extensa bahía. La circunda una cadena de montañas, uno de cuyos extremos llega hasta el mar formando una curva de pequeños cerros a tres o cuatro millas del centro de la ciudad […] Justo al este de la catedral, que está enfrente del puerto, una larga colina rocosa parece surgir desde el mar, dejando delante de ella un espacio, que en su parte más estrecha hace un hueco para la calle principal con tranvías que se dirigen a la Caleta con hileras de villas a ambos lados, y en su parte más amplia se encuentra Correos, el Gobierno Civil y el nuevo Banco de España, la plaza de toros, los grandes hoteles y unas cuantas calles de casas de trabajadores. […] Más al este, los bordes exteriores de las colinas llegan al mar por las pendientes arboladas de la Caleta Alta, cubiertas de villas y de mansiones…”
Precisamente, Villa Santa Lucía, la casa que Sir Peter adquirió a otro compatriota en 1933, se hallaba en la parte alta de El Limonar. Desde aquí fue un notable observador –como siempre había sido, gracias a su curiosidad que llegaba más allá de los límites del cientifismo– de la realidad que lo circundaba, tanto de los aspectos tangibles  cuanto de la actitud, del alma latente de los individuos con los que le tocó convivir en aquella España convulsa, agitada por demasiados intereses y pasiones, incapaz de sobrevivir dignamente a los envites de la historia.
Su humanitarismo, no obstante, no sería recíprocamente recompensado por los Bolín, a los que salvó y acogió en su villa durante el control que los anarquista ejercieron sobre la zona mientras duró el asedio de los golpistas levantados contra la República, y de los que debió escapar cuando la contienda tocaba a su fin. Pero, ¿quién era Sir Peter Chalmers-Mitchell y qué hacía en la zona residencial de la capital malacitana en la década de los años 30 del siglo pasado?
Simplificando un poco, este escocés curioso, que estudió en Oxford y viajó por medio mundo, era un sabio humanista –rara avis en el mundo contemporáneo– al que tanto atraían las ciencias (no en vano, a él se le atribuye la creación del Parque Zoológico de Londres, desde una perspectiva moderna) como las letras: además de otras lenguas, estudió castellano a través de clásicos como Jorge Manrique o Fray Luis de León, o coetáneos como Baroja, Pérez de Ayala o Valle-Inclán. Incluso, llegó a convertirse en amigo y traductor ocasional de Ramón J. Sender.
Villa próxima a la playa de La Caleta
Vino a Málaga ya jubilado, como un pensionista actual, con la intención de redactar sus memorias y, por supuesto, sin contar con que, precisamente, el último capítulo, el correspondiente a España, iba a tener que rematarlo en Londres, tachado de traidor por aquellos a los que previamente había salvado de males mayores (entiéndase la familia Bolín). 
A pesar de las últimas décadas de especulación urbanística, es un placer pasear hoy día por los barrios de La Caleta, Monte Sancha y El Limonar. Aunque hay edificios que no han sobrevivido a las tentaciones de la especulación y del dinero, siguen hallándose, algunos a la vista y otros apartados de las miradas indiscretas, esos palacetes que, desde el último tramo del siglo XIX y el primero del XX, trataron de diferenciarse del resto a través de la estética. Los hay que se han ido transformando en clínicas, academias u hotelitos con encanto; otros, preservan aún su distintivo de clase bajo el anonimato de sus pudientes dueños; e incluso, en estos tiempos, quedan raros ejemplares que conservan su uso público, aunque sea el de edificios oficiales.
Villa de El Limonar

Cualquiera de ellos responde, al menos en parte, al somero apunte con que Sir Peter retrata su villa, “como un lugar ideal. Se encontraba a unos minutos, subiendo desde la parada del tranvía, del hotel la Caleta Palace, y poseía una magnífica vista al mar y un jardín con terraza, bien soleado durante todo el día”. Y es que llegaba este funcional medio de transporte hasta aquí, como atestigua uno de los viejos tranvías que se ha convertido en la escultura-testimonio, remate del actual paseo marítimo, muy cerca de los Baños del Carmen. Mi padre todavía tuvo ocasión de hacer uso de los tranvías, de los que hoy sólo conserva la nostalgia de su juventud y las novias a las que pretendía. En uno de ellos, Sir Peter, ya con la ciudad asediada, se encontró a su amigo Gerald Brenan.


Me puedo imaginar vívidamente el día en una de estas villas ajardinadas que ahora contemplo junto a los apuntes de nuestro escocés, quien “instalaba  una hamaca a la sombra hasta la hora del almuerzo, que normalmente tomábamos al aire libre, debajo de un emparrado de buganvillas, y desde el que se veía todo el valle hasta el mar.[…] Tanto  los altos muros, almenados con torres de vigilancia, como la mansión, de reciente construcción, podrían haber sido las murallas de una ciudadela”.
Una de las muchas villas almenadas de la zona.
Está claro que esta ciudad no puede dar la espalda al mar, su existencia  se la debe a él y su historia se lo recuerda constantemente. En lo que respecta a este siglo basta con recordar el naufragio de la fragata alemana Gneisenau en diciembre de 1900, debido a una tremebunda galerna que azotó la ciudad; el penoso regreso de las tropas heridas de la Guerra de África; o cómo el gobierno inglés “se había ocupado de que el buque británico permaneciera anclado frente al hotel Caleta Palace, a la espera de que cuando llegara el momento, botes protegidos por marinos  se acercasen al hotel para llevarse a los ciudadanos británicos”, cuando ya se tenía la certeza de que Málaga caería bajo las garras del ejército nacional durante la guerra civil española. En cualquier caso, no se entiende la ciudad, sin su muelle, al que se sigue accediendo por entre enormes columnas que hasta hace poco soportaban las verjas de forja de acceso a la aduana del puerto; ni podemos olvidarnos de la farola, hoy casi convertida en reliquia ornamental que da lustre a las nuevas ampliaciones que pretenden convertir Málaga en parada permanente de todo tipo de cruceros.
Pero debemos regresar al Limonar, bordeando la Malagueta, el coso malacitano que marca el inicio de la vetusta zona residencial.  Seguimos un paseo sombreado por la copa  de los ficus, bajo cuya bóveda sestean jubilados y hacen footing algunos canes acompañados de sus amos, hasta llegar, un poco más adelante y sin abandonar el paseo de Reding, a la altura del Hotel Miramar, donde se alojó Sir Peter la primera vez que visitó la ciudad –aún se llamaba Príncipe de Asturias–. Se trata de una joya del modernismo que se convirtió en  hospital durante la guerra civil y cuya restauración, bastante avanzada y en la actualidad paralizada, pretendía convertirlo en un lujoso atractivo para carteras repletas, rememorando  así parte de su ostentoso pasado.
El Hotel Miramar, restaurado y  olvidado.
El espacio llano se va estrechando, limitado hacia el interior por el escarpe que se eleva hasta el monte de Gibralfaro, cada vez más poblado de chalets, y por la proximidad del mar que oteado desde el cercano cementerio anglicano –ya habrá tiempo y lugar para dedicarle su propio artículo– destella esa luz plateada que tantos pintores y poetas han  reflejado en sus obras.
Subimos hacia el interior, donde los hotelitos se pierden entre el vergel ajardinado. Desde algún claro, la ciudad aparece hermosa, se respira humedad bajo un cielo azul despejado y luminoso. No lo sería tanto en febrero de 1937 cuando “el estrecho y sinuoso sendero estaba ocupado por riadas de personas con aspecto alicaído. Se veían burros cargados con niños, bultos, mujeres de todas las edades, algunos soldados desmoralizados y desperdigados […] En el Camino Nuevo, por el arroyo, a la entrada de mi jardín,” –recuerda el dueño de Santa Lucía– “pasaban procesiones similares de gentes. Las columnas humanas iban convergiendo según se acercaban a la carretera hacia Motril (carretera Málaga-Almería”. Por esa misma carretera, es posible que, sin saberlo, Sir Peter viera desfilar a una pareja con cinco criaturas, una de ellas a hombros del padre. Esa familia quedaría separada por el fuego indiscriminado de los aviones italianos: la mujer retrocedió junto con cuatro de sus hijos hasta ocultarse en la ciudad; el hombre, con el pequeño a hombros, continuó el éxodo tratando de evitar las ráfagas de las ametralladoras. Anduvo lejos del resto de su familia durante casi un año y medio. Era mi abuelo, y  murió, sin que yo llegara a  conocerlo, algún  año después. Lo que la guerra no consiguió, si lo hizo la enfermedad. Pero esa es también otra historia  para contar en otro momento.

Volveremos paseando por la playa de la caleta hacia el paseo de la Farola, mientras el día va declinando. En algún chiringuito van adquiriendo color las brasas, señal de que podemos tomar algún espeto de sardinas. Desde aquí no queda sino disfrutar, pues, “las noches de verano en Málaga en las que no corre el viento son maravillosas, aunque durante el día haya estado soplando el aire reseco y caluroso de los montes, suave y monótono. Algunas noches nos sentábamos fuera hasta tarde, cuando un destello de luz en una de las villas de la Caleta nos indicaba que ya resultaba seguro entrar en la casa e irnos a la cama tranquilamente”. Mañana será otro día, ya volveremos sobre algún otro rincón literario de esta ciudad que merece la pena ser explorado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario