“Valparaíso está muy cerca de Santiago. Lo separan tan
sólo las hirsutas montañas en cuyas cimas se levantan, como obeliscos, grandes
cactus hostiles y floridos. Sin embargo, algo infinitamente indefinible
distancia a Valparaíso de Santiago. Santiago es una ciudad prisionera, cercada
por sus muros de nieve. Valparaíso, en cambio, abre sus puertas al infinito
mar, a los gritos de las calles, a los ojos de los niños”.( Pablo Neruda, Confieso
que he vivido) ¡Cuánta razón y cuánta belleza para expresar una
verdad que se impone como la nostalgia! Venimos de la capital y seguimos la
enorme avenida Errázuriz que avanza paralela a los muelles dibujando el perfil
costero de la ciudad. Acompañados del calor pegajoso típico de las ciudades
abiertas al océano llegamos hasta el centro histórico con el suave bamboleo del
pequeño atasco que nos deposita como una ola inocente junto al espigón que
delimita el puerto mercante y lo aísla de la zona de pasajeros.
Todo es actividad en el mediodía
soleado cuando nos sumergimos en el aparcamiento subterráneo de la Plaza
Sotomayor, en la que se levanta el monumento a los héroes de Iquique, con
Arturo Prat a la cabeza. Este monumento, de estética
filofascistoide, reconoce el valeroso comportamiento de la marina chilena en la
batalla naval de Iquique, durante la Guerra del Pacífico. También conocida como la Guerra del guano y del
salitre, esta contienda enfrentó a Chile con Perú y Bolivia.
Valparaíso
es sofocante como cualquier puerto mediterráneo pero tiene el atractivo de las
ciudades costeras portuguesas, abiertas al Atlántico. Posee ese toque ruidoso
que rechina un poco cuando los grados suben en el termómetro, pero lo compensa
con el aire decadente de los rincones donde uno estaría dispuesto a perderse o
a vivir un amor imposible.
La
incógnita de la sorpresa que te puede estar esperando a la vuelta de cada
esquina invita a la exploración del paseo. Por eso, desde aquí, al pie del
monumento, gracias a la trinchera de
Blanco, una calle paralela al océano
desde la segunda línea, aceptamos la llamada
que a cierta distancia nos envía
el ascensor de Artillería (1893). Éste, desde muy cerca del edificio de la
Aduana, salva en pocos metros un enorme
desnivel hasta el Paseo 21 de mayo, donde se encuentra el Museo Naval. Se trata
de una pendiente considerable, pero
merece la pena usar el ascensor que se dibuja como una costura al borde de lo
que debió ser un enorme acantilado.
Las
cajas de los vagones (uno de subida y otro de bajada) se cruzan eternamente sin
llegar a encontrarse como enamorados de una pasión trágica. Ambas muestras el
colorido de sus murales en un intento vano de ocultar su longevidad como esas
ancianas marchitas que se acicalan y maquillan como una quinceañera que
acudiera a la primera cita. No es de extrañar que en torno a este lugar,
durante un tiempo del pasado siglo, se fueran agrupando edificios hasta
conformar el barrio rojo, con sus
cabarets y sus hotelitos de citas, con sus bares y sus insaciables marinos…
Aquí
se ofrecen dos espectáculos. Para empezar, el del mecanismo que permite
arrastrar, como a un viejo carcamal, este vetusto cremallera. Su polea de hierro, sus remaches, sus cables de acero,
su carcasa de madera…todavía vemos marcados las señas de identidad de su
origen: Stevensons-Patent 1887. Conserva también los torniquetes originales
junto a las taquillas de entrada.
Después,
arriba, a la salida, las vistas son espectaculares. Entre un restaurante y
algunos quiosquillos en los que se venden chucherías para los más pequeños y
recuerdos para turistas, se suspende un voladizo cubierto que ejerce de
mirador.
Familias
de otros barrios o de gentes procedentes del interior han venido a conocer la ciudad. Dan un paseo,
picotean algún tentempié y posan asomados a este balcón para llevarse un trozo
de certeza de su estancia en la ciudad. Como en este rincón se recoge la u
cerrada de la bahía donde se arraciman en barrancos de gran pendiente los
distintos barrios de Valparaíso, la imagen, tanto del puerto como de buena
parte del anfiteatro que forma esta ciudad asomada al océano, son inmejorables.
La
temperatura acompaña y los ruidos del gigantesco puerto de carga y descarga se
atenúan desde la distancia que otorga la altura.
No
deja de atraer ese constante trasiego de contenedores descargados sobre
esqueléticos camiones que toman forma cuando reciben el cargamento. Precisas
grúas recogen estas grandes cajas –a veces llegan a alcanzar, sobre la dársena,
diez alturas– y las depositan a las espaldas vacías de las cabinas. Una vez
cargado el “paquete”, parten por una carretera exclusiva que engulle un túnel
al pie de nuestra atalaya, mientras el océano hace gala de su nombre en esta
tarde estival.
El puerto –escribe
Pablo Neruda– es un debate entre el mar y la naturaleza evasiva de las cordilleras.
Pero en la lucha fue ganando el hombre. Los cerros y la plenitud marina
conforman la ciudad, y la hicieron uniforme, no como un cuartel, sino con la
disparidad y la primavera, con su contradicción de pinturas, con su energía
sonora. Las casas se hicieron colores: se juntaron en ellas el amaranto y el
amarillo, el carmín y el cobalto, el verde y el purpúreo. Así cumplió
Valparaíso su misión de puerto verdadero, de navío encallado pero viviente, de
naves con sus banderas al viento. El viento del Océano Mayor merecía una ciudad
de banderas.
Y
hacia el interior, hacia el continente, la gran colmena multicolor de los
cerros. Esos cerros suculentos en que la
vida golpea con infinitos extramuros, con caracolismo insondable y retorcijón
de trompeta. Desde ellos las casas se descuelgan como fragmentos de un
juego de construcción infantil, y se desbaratan, y van cambiando de tonalidad a
merced del sol, ahora en retirada. La vida bulle y, sin embargo, coexiste con
cierta sensación de placidez, de plenitud, como si fuera necesario el reposo
antes de reiniciar su constante y agradable ajetreo.
No
parecen quedar muchos espacios para el paisaje natural pero el panorama no
resulta agresivo. Los colores atemperan el peaje que la mano del hombre hizo
pagar al lugar desde tiempos inmemoriales. Los rayos diagonales del sol
multiplican los tonos gracias a las sombras apaisadas que se deslizan desde el
horizonte, desde las cumbres que dibujan la orilla del cielo. Y todo porque,
como reinventa Neruda, las cumbres de
Valparaíso decidieron descolgar a sus hombres, soltar las casas desde arriba
para que estas titubearan en los barrancos que tiñe de rojo la greda, de dorado
los dedales de oro, de verde huraño la naturaleza silvestre. Pero las casas y
los hombres se agarraron a la altura, se enroscaron, se clavaron, se
atormentaron, se dispusieron a lo vertical, se colgaron con dientes y uñas de
cada abismo. Es claro que, en algunos rincones, se va instalando la
penumbra, y el caos organizado de las
construcciones en cuesta dota a la estampa del encanto de lo irreal. Es un
gigantesco decorado de casa de muñecas que tratara de imitar la realidad de la
vida sin lograr conseguirlo jamás, a pesar de la indudable destreza del
artesano.
Para
no responder a un plan preconcebido, no ha quedado nada mal este intrincado y
sinuoso urbanismo surgido, en gran medida, de la pobreza. Ahora, cuando se va
remozando, aún es posible determinar cómo viven, qué visten o cuánto gastan sus
habitantes por la fachada de sus viviendas, todas asomadas al mismo abismo y
encajadas en el mismo rompecabezas de ciudad, pero distanciadas por su aspecto,
su grandeza o su miseria. E igual que los seres humanos, condenadas a compartir
al menos los espacios: la tierra, el cielo y el océano.
En
cualquier caso, es momento de descansar y ya seguiremos explorando por cerros y
callejuelas, pues, Valaparaíso necesita
un nuevo monstruo marino, un octopiernas, que alcance a recorrerlo. Yo
aprovecho su inmensidad, su íntima inmensidad, pero no logro abarcarlo en su
diestra multicolora, en su germinación siniestra, en su altura o en su abismo.
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