sábado, 15 de marzo de 2014

PRIMER ENCUENTRO CON VALPARAÍSO

“Valparaíso está muy cerca de Santiago. Lo separan tan sólo las hirsutas montañas en cuyas cimas se levantan, como obeliscos, grandes cactus hostiles y floridos. Sin embargo, algo infinitamente indefinible distancia a Valparaíso de Santiago. Santiago es una ciudad prisionera, cercada por sus muros de nieve. Valparaíso, en cambio, abre sus puertas al infinito mar, a los gritos de las calles, a los ojos de los niños”.( Pablo Neruda, Confieso que he vivido) ¡Cuánta razón y cuánta belleza para expresar una verdad que se impone como la nostalgia! Venimos de la capital y seguimos la enorme avenida Errázuriz que avanza paralela a los muelles dibujando el perfil costero de la ciudad. Acompañados del calor pegajoso típico de las ciudades abiertas al océano llegamos hasta el centro histórico con el suave bamboleo del pequeño atasco que nos deposita como una ola inocente junto al espigón que delimita el puerto mercante y lo aísla de la zona de pasajeros.

Todo es actividad en el mediodía soleado cuando nos sumergimos en el aparcamiento subterráneo de la Plaza Sotomayor, en la que se levanta el monumento a los héroes de Iquique, con Arturo Prat a la cabeza. Este monumento, de estética filofascistoide, reconoce el valeroso comportamiento de la marina chilena en la batalla naval de Iquique, durante la Guerra del Pacífico. También  conocida como la Guerra del guano y del salitre, esta contienda enfrentó a Chile con Perú y Bolivia.


Valparaíso es sofocante como cualquier puerto mediterráneo pero tiene el atractivo de las ciudades costeras portuguesas, abiertas al Atlántico. Posee ese toque ruidoso que rechina un poco cuando los grados suben en el termómetro, pero lo compensa con el aire decadente de los rincones donde uno estaría dispuesto a perderse o a vivir un amor imposible.
La incógnita de la sorpresa que te puede estar esperando a la vuelta de cada esquina invita a la exploración del paseo. Por eso, desde aquí, al pie del monumento, gracias a la trinchera de Blanco, una calle  paralela al océano desde la segunda línea, aceptamos la llamada  que a cierta  distancia nos envía el ascensor de Artillería (1893). Éste, desde muy cerca del edificio de la Aduana, salva  en pocos metros un enorme desnivel hasta el Paseo 21 de mayo, donde se encuentra el Museo Naval. Se trata de una  pendiente considerable, pero merece la pena usar el ascensor que se dibuja como una costura al borde de lo que debió ser un enorme acantilado.

Las cajas de los vagones (uno de subida y otro de bajada) se cruzan eternamente sin llegar a encontrarse como enamorados de una pasión trágica. Ambas muestras el colorido de sus murales en un intento vano de ocultar su longevidad como esas ancianas marchitas que se acicalan y maquillan como una quinceañera que acudiera a la primera cita. No es de extrañar que en torno a este lugar, durante un tiempo del pasado siglo, se fueran agrupando edificios hasta conformar  el barrio rojo, con sus cabarets y sus hotelitos de citas, con sus bares y sus insaciables marinos…
Aquí se ofrecen dos espectáculos. Para empezar, el del mecanismo que permite arrastrar, como a un viejo carcamal, este vetusto cremallera. Su polea de hierro, sus remaches, sus cables de acero, su carcasa de madera…todavía vemos marcados las señas de identidad de su origen: Stevensons-Patent 1887. Conserva también los torniquetes originales junto a las taquillas de entrada.
Después, arriba, a la salida, las vistas son espectaculares. Entre un restaurante y algunos quiosquillos en los que se venden chucherías para los más pequeños y recuerdos para turistas, se suspende un voladizo cubierto que ejerce de mirador.
Familias de otros barrios o de gentes procedentes del interior  han venido a conocer la ciudad. Dan un paseo, picotean algún tentempié y posan asomados a este balcón para llevarse un trozo de certeza de su estancia en la ciudad. Como en este rincón se recoge la u cerrada de la bahía donde se arraciman en barrancos de gran pendiente los distintos barrios de Valparaíso, la imagen, tanto del puerto como de buena parte del anfiteatro que forma esta ciudad asomada al océano, son inmejorables.
La temperatura acompaña y los ruidos del gigantesco puerto de carga y descarga se atenúan desde la distancia que otorga la altura.
No deja de atraer ese constante trasiego de contenedores descargados sobre esqueléticos camiones que toman forma cuando reciben el cargamento. Precisas grúas recogen estas grandes cajas –a veces llegan a alcanzar, sobre la dársena, diez alturas– y las depositan a las espaldas vacías de las cabinas. Una vez cargado el “paquete”, parten por una carretera exclusiva que engulle un túnel al pie de nuestra atalaya, mientras el océano hace gala de su nombre en esta tarde estival.
El puerto –escribe Pablo Neruda–  es un debate entre el mar y la naturaleza evasiva de las cordilleras. Pero en la lucha fue ganando el hombre. Los cerros y la plenitud marina conforman la ciudad, y la hicieron uniforme, no como un cuartel, sino con la disparidad y la primavera, con su contradicción de pinturas, con su energía sonora. Las casas se hicieron colores: se juntaron en ellas el amaranto y el amarillo, el carmín y el cobalto, el verde y el purpúreo. Así cumplió Valparaíso su misión de puerto verdadero, de navío encallado pero viviente, de naves con sus banderas al viento. El viento del Océano Mayor merecía una ciudad de banderas.
Y hacia el interior, hacia el continente, la gran colmena multicolor de los cerros. Esos cerros suculentos en que la vida golpea con infinitos extramuros, con caracolismo insondable y retorcijón de trompeta. Desde ellos las casas se descuelgan como fragmentos de un juego de construcción infantil, y se desbaratan, y van cambiando de tonalidad a merced del sol, ahora en retirada. La vida bulle y, sin embargo, coexiste con cierta sensación de placidez, de plenitud, como si fuera necesario el reposo antes de reiniciar su constante y agradable ajetreo.
No parecen quedar muchos espacios para el paisaje natural pero el panorama no resulta agresivo. Los colores atemperan el peaje que la mano del hombre hizo pagar al lugar desde tiempos inmemoriales. Los rayos diagonales del sol multiplican los tonos gracias a las sombras apaisadas que se deslizan desde el horizonte, desde las cumbres que dibujan la orilla del cielo. Y todo porque, como reinventa Neruda, las cumbres de Valparaíso decidieron descolgar a sus hombres, soltar las casas desde arriba para que estas titubearan en los barrancos que tiñe de rojo la greda, de dorado los dedales de oro, de verde huraño la naturaleza silvestre. Pero las casas y los hombres se agarraron a la altura, se enroscaron, se clavaron, se atormentaron, se dispusieron a lo vertical, se colgaron con dientes y uñas de cada abismo. Es claro que, en algunos rincones, se va instalando la penumbra, y  el caos organizado de las construcciones en cuesta dota a la estampa del encanto de lo irreal. Es un gigantesco decorado de casa de muñecas que tratara de imitar la realidad de la vida sin lograr conseguirlo jamás, a pesar de la indudable destreza del artesano.
Para no responder a un plan preconcebido, no ha quedado nada mal este intrincado y sinuoso urbanismo surgido, en gran medida, de la pobreza. Ahora, cuando se va remozando, aún es posible determinar cómo viven, qué visten o cuánto gastan sus habitantes por la fachada de sus viviendas, todas asomadas al mismo abismo y encajadas en el mismo rompecabezas de ciudad, pero distanciadas por su aspecto, su grandeza o su miseria. E igual que los seres humanos, condenadas a compartir al menos los espacios: la tierra, el cielo y el océano.
En cualquier caso, es momento de descansar y ya seguiremos explorando por cerros y callejuelas, pues, Valaparaíso necesita un nuevo monstruo marino, un octopiernas, que alcance a recorrerlo. Yo aprovecho su inmensidad, su íntima inmensidad, pero no logro abarcarlo en su diestra multicolora, en su germinación siniestra, en su altura o en su abismo.

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