Desde Qazvin hasta Zanjan hay algo más de dos
horas en coche, pero antes, a unos 150 km., tenemos intención de realizar un
pequeño desvío en esta fría mañana de primeros de marzo. El coche, con nuestro
entrañable David como conductor, nos espera para tomar el camino de la cúpula
de Soltaniyeh. El tráfico es intenso pero fluido y salimos a una amplísima y
yerma llanura en cuyo horizonte se levanta una sierra que se halla parcialmente
cubierta de nieve.
En medio de esta región de fértiles praderas para la cría del mejor ganado persa y de imponentes caballos, hoy desolada por un frío intenso, se divisa la brillante cúpula azul del mausoleo perdonado por Tamerlán durante su paso por el territorio. “La pérdida es una experiencia que conduce hacia un nuevo camino. Una nueva oportunidad para empezar a pensar de otro modo. La pérdida no es el final de las cosas, sino el final de una manera determinada de pensar. Quien cae en un sitio se levanta en otro. Esa es la ley de la vida”. Son palabras del poeta persa Mohamade Mojtari. Quizá sea bueno recordarlo al contemplar esta maravilla que sobrevivió a la destrucción que asoló estas tierras sometidas a sangre y fuego por Tamerlán.
En Soltaniyeh (“Ciudad de los Sultanes”), esta
ciudad persa, pequeña y austera del noroeste iraní que formó parte del Ilkanato
de origen mongol, se había levantado esta impresionante cúpula un siglo antes que
el Duomo de Florencia, a comienzos del siglo XIV. Corona el mausoleo del
kan Öljeitü.
El Ilkanato nació durante las campañas mongoles
en Oriente Medio. Centrado en Irán, pero expandiéndose hasta Turquía, fue
fundado en 1259 por Hulagu Kan, nieto de Gengis Kan, cuando el imperio mongol
se disgregó en unidades autónomas. A finales de siglo, Ghazan se alejó de la
influencia china y abrazó el Islam iniciando una nueva etapa. Al morir sin
descendencia cedió el Ilkanato a su hermano Öljeitü. Este trasladó en el
año 1306 la capital de Tabriz a Soltaniyeh, un reciente y modesto
asentamiento. Fue bautizado cristiano, convertido al budismo y finalmente
abrazó el Islam (incluso pasó del sunismo al chiísmo). Durante sus doce años de
gobierno, Öljeitu intensificó los contactos comerciales con Europa y pacificó
las revueltas internas entre clanes mongoles. Sin embargo, pocos años después,
el Ilkanato se desintegró nuevamente y Soltaniyeh se convirtió en una modesta
ciudad de provincias dedicada al comercio de la seda hasta que en el XVII
prácticamente se abandonó. La
mayor parte de los arquitectos la consideran la primera doble cúpula de Persia,
que sentó las bases para otras musulmanas como el Taj Mahal. Prácticamente roza el límite teórico para
una cúpula de 200 toneladas de ladrillos con sus 25 metros de diámetro y casi cincuenta
de altura.
Levantado entre 1302 y 1312, se trata de un
edificio de base rectangular sobre el que descansan los pisos superiores y la
cúpula. El principal
material utilizado en la estructura es el ladrillo. La inclusión de la doble cúpula, además de ser
un recurso para aislar térmicamente el interior, permitió que no fueran
necesarios contrafuertes. Como en el caso de Florencia, la cúpula se apoya
sobre una estructura octogonal en cuyos ángulos, en el tercer piso (la azotea,) hay ocho minaretes. Así, pues,
el edificio tiene ocho puertas, ocho porches, ocho minaretes, y tres secciones:
Gonbad khaneh (cúpula), Torbat khaneh y un sótano. Interiormente, ocho enormes arcos elevados
derivan el peso de la cúpula, que en el interior está dedicada con mocárabes, pintura
sobre yeso, ladrillo de celosía, decoraciones de piedra y madera, azulejos,
bajorrelieves e inscripciones cúficas (la grafía más antigua en lengua árabe).
El lugar se halla completamente desierto. Tan
solo un par de obreros se están encargando de podar un grupeto de árboles que
anteceden a la entrada del edificio sobre un suelo pelado y seco. Una vez
dentro nos encontramos con una estructura de andamiaje que sirve para continuar
las interminables tareas de restauración. Pese a ello no dejan de impresionar
tanto el alzado del edificio como su decoración, llenas de equilibrio, finura y
belleza, sobre todo en las cenefas geométricas marcadas por el color azul, los
mocárabes donde quedan restos de teselas vidriadas en el intradós de los arcos
o la bella caligrafía súfica que marca el límite entre las distintas alturas.
Mientras mis dos compañeras de viaje se quedan en
la planta baja, yo subo hasta los pisos superiores y recorro, admirado, el
pasillo abovedado que rodea la enorme cúpula azul que se divisaba desde varios
kilómetros de distancia. Cada una de las pequeñas bóvedas que dan forma al
pasillo perimetral abierto al exterior presenta una decoración distinta, bien
en ladrillo labrado o bien recubierto de estuco bellamente coloreado en forma
de estrella o de flor. Desde aquí se observan los restos de
la ciudadela, hoy sitio arqueológico, dentro de la que se halla el imponente
edificio, la sobriedad apagada de la población que la alberga y de los montes
nevados hacia el oeste. Un cielo lechoso sirve de telón de fondo a este
prodigio arquitectónico que evoca la soledad y la muerte en un crudo día
gélido.
Cuando regreso abajo, una pareja de iraníes
comparte con nosotros el espacio. Para pertenecer al Patrimonio de Humanidad
resulta increíble los escasos visitantes que recibe.
Tras la visita, vamos a comer a una especie de
centro vacacional, suponemos que resultará delicioso durante la primavera o el
verano, porque hoy la temperatura lo convierte en un espacio inclemente y frío.
Por momentos, cae aguanieve sobre el huerto y el grupo de frutales que
constituyen esta pequeña finca a un par de centenares de metros de la cúpula.
El lugar lo regenta una familia local. Sale a
recibirnos un matrimonio mayor: el
hombre canoso todavía conserva cierto vigor y la mujer, cubierta con un chador
de pequeñas flores, a pesar de que seguramente sobrepasa los sesenta años es de
una indudable belleza. Nos ofrecen agua y té, mientras David fuma sus finísimos
cigarrillos y la anfitriona nos explica qué nos pueden ofrecer para comer.
Como hace bastante frío, enseguida nos conducen al interior de una acogedora salita que recuerda a la de las casas rurales tradicionales de Irán, cubierta como siempre de alfombras y con cojines para apoyar los lumbares. Nos acomodamos como podemos, aunque nos sigue pareciendo incómoda la postura para comer, pero, como dice el refrán, A donde fueres, haz lo que vieres. Tomamos nuestras pequeñas ensaladas, verduras al dente, un gustoso guiso de carne con garbanzos y fruta. Intentamos no perder el equilibrio y mantener una postura más o menos cómoda que nos permita disfrutar de la comida.
Después,
la anfitriona se sienta con nosotros para preparar y compartir un té
aromatizado con frutas.
Con los cuerpos más templados, salimos al
exterior, una coqueta terraza de mesas en torno a una pila octogonal en el
suelo de la que brota un chorrito de agua ahora seco. Estamos seguros de que con
otra temperatura puede llegar a convertirse en una especie de oasis, pero en
este momento, dado el frío intenso que sacude la zona, no es fácil imaginárselo
así. Unas cuantas gallinas picotean por entre los árboles frutales y un pavo
real se exhibe ante las hembras con el telón de fondo de las montañas nevadas y
de la cúpula azul que se levanta tras los muros de este la finca.
Aparecen, junto al matrimonio mayor, la hija de
estos y su esposo. Los rasgos de ella son hermosísimos, con unos ojos oscuros
preciosos y una delicada boca; su marido, un alto y fornido treintañero, no es
tan guapo, pero también es amabilísimo. En el rostro de ella parece cumplirse esa idea
de que, “tanto antiguamente como en la actualidad, cuando los iraníes buscan
esposa, buscan una mujer cuyos labios nunca hayan tocado dientes y cuyos
dientes nunca hayan tocado labios”, tal y como recoge el escritor Mandanipor Sharhiar
en su obra Una historia iraní de amor y censura.
Quieren que nos hagamos unas fotos con ellos, así
es que nos situamos bajo la puerta de entrada y posamos junto a ambas parejas.
Como hacemos varias y yo pretendo que no se repitan demasiado, intercambiamos
los lugares, después de las dos primeras y, sin ser consciente de ello, paso la
mano por el brazo de la señora mayor para intentar acomodarla en un lugar
determinado. Su esposo, aunque bromeando, me hace saber que por ese acto puedo
arriesgar la vida. Entre risas, el cabeza de familia se pasa el dedo índice por
el cuello de un lado a otro para gestualizar un degollamiento. Menos mal que ha
sido aquí, pienso, porque si realizo ese acto inocente ante unos desconocidos,
a lo mejor es verdad que me juego el tipo. Deberé ser más consciente de las
costumbres y tabúes del país en el que estamos. No conviene olvidar que
Tamerlán únicamente salvó de la destrucción la maravillosa cúpula que se yergue
detrás de nosotros.
Al abandonar el lugar, no paramos de volver la
vista hacia la cúpula para compartir el certero comentario que sobre ella hizo
Robert Byron en su Viaje a Oxiana: “Contra
el plano desierto, y comprimido entre las chabolas de barro, este gigantesco
monumento conmemorativo del emperador mongol ofrece el testimonio de esa
virilidad del Asia Central que, bajo el dominio de selyuqíes, mongoles y
timuríes, produjo las inspiraciones más logradas de la arquitectura persa. No
hay duda de que es una arquitectura de fachada, el prototipo del Taj y de otros
centenares de mausoleos. Pero aun así destila fuerza y contenido, mientras que
sus descendientes tan sólo transmiten refinamiento escénico. En cambio, éste
posee la audacia de la auténtica invención; los adornos se sacrificaron por la
idea y el resultado, por imperfecto que sea, representa el triunfo de la idea
sobre las limitaciones técnicas. La mayoría de la gran arquitectura es de este
tipo. Y a uno le hace pensar en Brunelleschi.”
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