martes, 2 de agosto de 2022

SIGUIENDO LOS LAGOS DEL RIFT HASTA SODO

Amanece el día gris. El cielo sobre el lago marrón se asemeja a la tapadera de la olla de barro puesta a cocer. Sólo en los bordes, que desde aquí se divisan, se dibuja una línea de claros. Pero sobre la mesa y las sillas, situados por Sandra sobre la arena, apenas a un par de metros de las tranquilas aguas del Langano, llueve. No se trata de una lluvia muy intensa, pero no parece que vaya a parar en breve. Se oye el cantar de los pájaros; no obstante, se respira un húmedo silencio.

El posible y soñado desayuno en la orilla no es factible. Debemos conformarnos con hacerlo bajo los altos techos de palma del comedor del Borati Lodge. Otra vez será.

Abandonamos el lago, despidiéndonos desde el pequeño acantilado sobre el que se sitúan las confortables habitaciones. Pero antes de tomar la carretera hacia el sur, hacia Arba Minch, donde pernoctaremos esta noche, vamos a visitar el Parque Nacional Abiata-Shala. Nosotros nos hallábamos a la izquierda de esa ruta que une Addis Abeba con Arba y ahora, cruzando la carretera, nos adentraremos en este parque que recibe el nombre de los dos lagos que, en buena medida, lo ocupan. En los parques, además de pagar las cuotas correspondientes, es obligatorio ir acompañado en todo momento por lo que llaman el scout, o, lo que es lo mismo, el guardia armado que te asignan a la entrada. Por si fuera poco, este parque, que parece ser es uno de los peor tratados, está lleno de poblados y ello lleva aparejado un alto nivel de agresión durante todo el año porque dentro de la zona supuestamente protegida se siguen explotando agricultura y ganadería.

En la primera parte del parque, la más poblada, se no asigna la compañía de Ato, un risueño hombrecillo de barba cana al que le queda algo holgado el uniforme de camuflaje con que se distingue a los scouts. Con él vamos bordeando ciertas aldeas formadas por cabañas de madera, nos apeamos del vehículo y tenemos ocasión de ver algún facóquero y, sobre todo, avestruces, tanto machos como hembras. De ellos estamos apenas a unos metros y, con ciertas precauciones, nos mantenemos paseando en su proximidad sin que huyan o nos ataquen. Después, cambiamos de scout –ahora, Decu, más joven y serio, más conocedor de la flora y de la fauna del lugar– que nos acompañará hasta los lugares de mayor interés del parque, en la proximidad de los lagos.

Vamos atravesando un terreno marcado por las acacias, tan dispersas como aparecen en reportajes y documentales, mientras sorteamos aldeas y una escuela. Los niños y aldeanos nos saludan y siguen con sus rutinas. ¿Cuántos kilómetros deberán recorrer a diario para asistir a ese modesto colegio? ¿Cuántos días deberán faltar porque son necesarios en casa? Hay también, de vez en cuando, enormes cestas cilíndricas suspendidas de las ramas más resistentes de las acacias y que resultan ser colmenas que los oromo, la etnia que habita mayoritariamente esta región, explota. De vez en cuando, se presentan pequeños silos de madera o rebaños pastoreados por apenas chiquillos.

Nos detenemos en una colina que se ha convertido en un magnífico mirador pues se halla en un altozano entre ambos lagos, lo que permite gozar de unas vistas espectaculares de los mismos y de su entorno. El de Shala, al sur, es el mayor (410 km2), el doble de grande que su compañero, el Abiata, al norte, salobre y más explotado por los oromo
. De hecho, desde nuestra situación al borde de esta enorme caldera se pueden observar numerosas cabañas con techos de chapa entre los maizales, y que se asientan cerca del lago. Entre el verde intenso de maizales y pastos, se muestran, majestuosas, las enormes acacias, mientras el lago brilla como un espejo y hasta él llegan los trazos blanquecinos de caminos y veredas. El lago se halla en claro retroceso como lo muestra la enorme capa beige de una orilla cada vez más ancha por la clara desecación a que están contribuyendo los abusos de las gentes que viven por la zona. Según la legislación, no debería vivir gente dentro del parque y, mucho menos, explorar su riqueza natural, pero en un país que ha pasado bastantes hambrunas no podemos condenar que la gente trate de conseguir comida. La miseria y el ecologismo están claramente enfrentados y suelen ser incompatibles en estas latitudes. Por si fuera poco, los numerosos mamíferos de sabana que proliferaban en este territorio han ido desapareciendo, sobre todo, desde que la subida al poder del DERG permitió los asentamientos descontrolados y la explotación de los recursos del parque.Mientras hacemos unas fotos del lugar y otras con el joven scout que nos acompaña, aparecen como si hubieran estado escondidas en algún agujero dos niñas que se ríen compulsivamente, muy vergonzosas, pero que espían todos nuestros movimientos como si tuvieran como objeto realizar con posterioridad un informe exhaustivo. Después también se fotografían con nosotros mientras que yo me inicio en el arte del regateo, pues Decu no sé de dónde ha sacado una casita esculpida en una piedra bastante porosa y una calabaza decorada. Según nos explica, el dinero de la venta irá a parar a una asociación montada por todos los poblados oromo de la zona y tiene como objetivo mejorar sus condiciones de vida. En África siempre te queda la duda de la sinceridad de cuanto te piden o te venden, nunca de su necesidad. Hay una obra social por cada individuo que se acerca a ofrecerte o pedirte algo.

Nos dirigimos, tras tomar durante diez minutos el 4x4, hasta las orillas del lago Shala, un lugar delicioso, paraíso de aves. Desde las inmediaciones de donde nos apeamos, tenemos ocasión de observar muy de cerca los llamados estorninos metálicos de un color azul metalizado increíble o los nidos de golondrinas tejedoras que cuelgan como farolillos de verbena mecidos por una leve brisa que recorre el lugar. Desde aquí, también se ven, más abajo, en la orilla cercana, grupos de flamencos y de pelícanos, además de otras aves en menor cantidad.

Como también ocurre con frecuencia en África, no se sabe de dónde, pero surge un pequeño grupo de niños que se acercan temerosos y que pronto serán expulsados por el scout. Son niñitos que padecen o han padecido lepra, de ahí que sus caras estén comidas por la enfermedad y que en algunos casos apenas se les note la nariz. Es una verdadera pena verlos en este lugar donde nadie les va a hacer caso y que, seguramente, como ha ocurrido ahora, son repudiados incluso por las gentes de su propia etnia.

Nos acercamos hasta el borde del lago, donde flirtean los flamencos en esa actitud un tanto soberbia que a veces muestran. Los pelícanos son más desconfiados y parecen estar alerta pues nuestra presencia la notan como una posibilidad de peligro. Un buen número de diversas zancudas y pajarillos salpican las orillas del Shala. Bordeamos durante un tramo el contorno del lago, mientras algunas bandadas de pelícanos vuelan en formación de boomerang quién sabe hacia dónde. Otros, que llegan, se van dejando caer al agua con una naturalidad sorprendente y con mayor rapidez se alejan de la orilla en la que nos encontramos. El lago está precioso con todo el esplendor que le otorga una intensa luz, impensable hace unas horas, tras el amanecer nuboso. Algunos flamencos, los menos, también emprenden el vuelo.
Según nos dice Decu, muy cerca hay unas fuentes termales. Vamos a verlas.  Al llegar, sorprendemos a algún hombre y a alguna mujer bañándose desnudos en el arroyuelo de agua caliente que surge de la tierra y va a verter sus vaporosos hilillos líquidos en el lago. Sin extrañas vergüenzas, se solazan, aunque seamos nosotros los que creemos romper cierta intimidad. No obstante, unos metros más arriba hay distintos agujeros por los que mana el agua caliente y el vapor subsiguiente. La temperatura en las salidas está cercana a los cien grados y todo el mundo de la zona conoce de las propiedades curativas que posee. De hecho, muchos de los que vienen buscan la curación de ciertas enfermedades o al menos su mejoría. En este momento, nos encontramos con alguien que se cubre con una manta y aguanta, oculto, las emanaciones de vapor y el calor. Se trata de un hombre de cierta edad que repite la acción varias veces.

El lugar no invita al baño, pues las chimeneas de vapor son varias y dispersas, y el agua sale en pequeñas cantidades de manera que no hay ni siquiera una pequeña poza para sumergir el cuerpo a modo de bañera. No padecemos ningún mal para el que sean imprescindibles las emanaciones de estas termas, así es que nos retiramos discretamente, aunque el lugar es bastante transitado por lugareños, sobre todo pastores con media docena de escuálidos cebúes. Pero también llegan quienes buscan remedio a sus males en las inhalaciones de vapor de las termas, quienes pasan en mula o a caballo camino de un destino desconocido o los niños que, una vez que salieron de la escuela, vienen al lugar a chapotear en el lago o a jugar por estos andurriales. Nuevamente, algunos se nos acercan –vestidos o desnudos, que de todo hay–, incluso uno más atrevido y confiado, después de saludarnos, nos pide “money”. Lo suelta sin más y sin siquiera esperar respuesta o reacción se retira uno metros. Según Jared, piden unas monedas y es nuestro conductor quien nos aconseja que no se las demos. “Al principio, -sigue argumentando-, su intención era buena, querían las monedas para ir con garantías al cole, pero ahora ya no es lo mismo. Hay organizaciones, incluso dentro de sus propias aldeas, que, sin excesos, les dan cuanto necesitan para estudiar”. En Ébano, Kapuściński recogía la situación del siguiente modo: “Piden un lápiz. Un bolígrafo. Su precio: diez centavos. Sí, pero ¿de dónde sacarlos? Y a todos ellos les gustaría ir a la escuela, les gustaría estudiar. A veces incluso van a la escuela del poblado (un lugar al aire libre, a la sombra de un gran mango), pero no pueden aprender a escribir porque no tienen con qué hacerlo, no tienen lápiz.” Seguimos sin estar seguro de qué versión es la más próxima a la realidad, pero debemos confiar en Jared, aunque la salida de la escuela que vimos, era como la salida del redil.

Retornamos hasta la entrada del parque donde a modo de despedida, Ato se nos cuadra y nos saluda como lo haría ante un general. Tiene cara de borrachín, pero resulta simpático. Había tantos poblados dentro del parque nacional como fuera de él. No es de extrañar que no se vean los mamíferos propios de este habitat: la ganadería y la explotación agrícola ha conseguido acabar con ellos o, como poco, desplazarlos.

En cuanto tomamos la carretera con dirección a Shashemene, lo primero que llama la atención es la gran deforestación a que se ha sometido el terreno. Quedan como testigos, dentro de superficies dedicadas mayoritariamente al pastoreo y en menos medida a la agricultura, unos enormes árboles, los warka. Se trata de un árbol muy grande que puede llegar hasta los 25 m de altura y a tener un diámetro máximo de 20 m en su tronco. Los oromo lo tienen como un árbol ritual al que se acercan una vez al año para pedir lluvias, buenas cosechas…Bajo su gigantesca copa se guarecen del sol los agricultores que aran la tierra en estos momentos y los ganados que encuentra una temperatura más llevadera al amparo de este gigante verde.

Por otro lado, la carretera es una procesión de vehículos, pero en sus arcenes también de animales y personas. A medida que nos aproximamos a Shashemene, la densidad de tráfico humano es llamativa. Como si fueran los caminos que conducen a miles de hormigas al hormiguero. Es curioso comprobar cómo muchos de los viejos autobuses que recorren estas rutas etíopes –como también sucede en algunos lugares de Ámerica del Sur– parezcan tener cara, con sus ojos y su boca bien reconocibles, lo que les imprime cierto carácter individual, cosa que no sucede en el mundo occidental, donde lo autobuses de línea están cortados todos por el mismo patrón y nadie les ha imprimido de un alma que los haga menos inhumanos. A cambio, eso sí, resultan más seguros. 

Shashemene está a la vista. Esta populosa ciudad es un cruce de caminos, pues la carretera por la que hemos llegado y que procede de la capital, en este punto se bifurca o, por ser más exactos, se trifurca. Su trazado natural, una vez atravesada la localidad, continúa hacia el sur, camino de la frontera con Kenia; hacia el oriente se dirige a las Montañas de Bale, en dirección a Somalia; camino de occidente, por donde nosotros seguiremos, se encamina hacia Sodo y Arba Minch. Como cualquier lugar en el que confluyen viajeros y viajantes, camiones y cargamentos, el lugar no deja indiferente a nadie por lo enorme –con más de 100.000 desubicados habitantes, tras un crecimiento incontrolado–, por lo viva que se muestra y por todo el inimaginable caos que tiene lugar cada día en su territorio. Por si fuera poco, es conocida por la comunidad rastafari Jamaica, que tiene su sede aquí, donde además mantienen abierto un museo de homenaje a su “Rey de Reyes y León de Judá, emperador número doscientos veinticinco de la dinastía salomónida, fundada por Menelik I, hijo de Salomón y la reina de Saba, quien nació el 23 de julio de 1892 en Giarsagoro (a 40 km de Harar). Fue bautizado como Tafari, que en amárico quiere decir “Será Temido”. Cuando ocupó el trono en 1939, cambió su nombre por el de Haile Selassie, que significa “Fuerza de la Trinidad”. […]

“Su padre se llamaba Makonnen y ocupaba el cargo de ras, o gobernador, de Harergue. […] Cuando Tafari cumplió los trece años, su padre le nombró ras de Garamullata, y en 1919 pasó a administrar la región de Harer. Ese nombre con el que entonces era conocido, Ras Tafari, sería el que más tarde adoptarían para nombrarse a sí mismos los integrantes de una secta jamaicana-etíope que reivindica la divinidad de Haile y que anuncia su resurrección y acceso al trono: las rastafaris, marihuaneros y creadores del reggae, cuyo más famoso representantes ha sido el cantante Bob Marley. El centro de acción de esta secta en Etiopía, se encuentra en la ciudad de Shashemense, al sur de Addis.” Así resumen Javier Reverte el curioso nacimiento de esta secta que sigue manteniendo la bandera tricolor etíope (El color rojo representa la sangre derramada en defensa de Etiopía, el amarillo representa la paz y la armonía entre los diversos grupos étnicos y religiosos de Etiopía, y el verde, se dice que, simboliza la esperanza, o la tierra y su fertilidad) con el león coronado en su centro –que simboliza a su Dios–, frente a la actual con el escudo o la estrella.

En el interior de la llamémosla ciudad hay verdaderas caravanas no ya de destartalados y cariacontecidos autobuses de viajeros o de camiones, sino sobre todo de carromatos tirados por uno, dos, tres y hasta cuatro burrillos, algunos de los cuales, a los que se les ha otorgado un rato de descanso, merodean y comen hierba del escaso césped de una gasolinera recién abierta. El hecho de que se hayan multiplicado este tipo de carros se debe a la existencia de molinos a los que acuden con su cereal desde muchos kilómetros a la redonda los campesinos de la región. Los sacos se acumulan en los carros y sobre ellos traen a familiares y vecinos que aprovechan para acudir al mercado. A la puerta de los molinos, se observan innumerables colas y, después, aquellos que han obtenido la harina, la dejan extendida sobre trozos enormes de rafia, antes de volver a llenar los sacos, cargarlos de nuevo en el carro y regresar a sus aldeas. En los carros, sobre los sacos, se apiñan grupos enteros que muestran a veces sonrisas y a veces cansancio.  Junto a ellos se acumulan como en las pequeñas guaguas sudamericanas de recuerdo, bidones, cajas, sacos y bolsas y hasta alguna que otra gallina. Por eso no es de extrañar que a la carretera en los tramos iniciales próximos a Shashemene le falten carriles, pues la circulación es lenta y trabajosa. Pero no importa porque, de todas formas, como no tiene pintada ninguna línea, se pueden hacer tantas maniobras como se quiera hasta lograr adelantar e ir avanzando.

Hay una mezcolanza de etnias y religiones increíble. Coinciden en la carretera cristianos con musulmanes –estos, por cierto, con distintos niveles de ortodoxia, como demuestran las ropas de las mujeres– y con miembros sueltos de tribus y de creencias para nosotros inimaginables. En algún carro hemos contado hasta quince personas y cabra. Unos con un pañuelo anudado en la cabeza, otros con gorros musulmanes y otros sin nada que los cubra. Y no digamos la ropa, en su mayor parte desgastada de tanto uso y que no responde a una posible idea romántica que pudiéramos tener sobre los africanos. Al menos de momento, porque más adelante la cosa cambiará.

Cuando abandonamos Shashemene, camino de Alaba Kulito –ya, ya sé que suena a chiste barato, pero así se llama el pueblo– en dirección a Arba Minch, nos sorprende encontrar los primeros tramos de una carretera de menor categoría que la que dejamos, pero con dos carriles por sentido. El asfaltado se debe a los chinos que están haciendo bastante obra pública, sobre todo carreteras, para facilitar el tránsito de mercancías. Es decir, se están haciendo con esta parte del planeta de manera distinta a la que les sirvió para conquistar Europa. Allí consiguieron la producción y venta de productos; aquí buscan materia prima y recursos naturales.

En algún tramo hay un seto central con una valla de madera de eucalipto. Increíble pero cierto. Lo que ocurre es que esto todavía es África para lo bueno y para lo malo, y dado que el tráfico de vehículos no es nada intenso cuando se abandonan las grandes poblaciones, la carretera deja de ser el lugar de paso de vehículos de motor para convertirse en el espacio vital de personas y animales domésticos. No es que se crucen los cebúes, los burros, las cabras o las ovejas; es que, a veces, viven ahí. Todo un espectáculo para los que venimos de fuera porque aquí parece de lo más normal.

Hasta tenemos ocasión de ser testigos de un funeral, que ha abandonado la infravivienda, suponemos que del finado, para ocupar parte de la vía pública. A los asistentes les ofrecen comida servida en bandejas. Las mujeres van cubiertas de la cabeza a la cintura por un enorme pañuelo o manto. Una cinta de colores expuesta sobre la frente es señal de luto. Se trata de un funeral de cristianos ortodoxos puesto que en el caso de los musulmanes tan solo acudirían los hombres.Vamos camino de Sodo, o Walaita; para algunos, una población mediana (unos 50.000 habitantes) que nos explica muy bien lo que hemos hecho cuando abandonamos la carretera principal y descendemos hacia el sur por esta. Lo que ha ocurrido es que hemos dejado el fondo de la depresión del Rift, donde en hilera se suceden los lagos, a los que regresaremos cuando lleguemos a Arba Minch, para encaramarnos hasta lo alto de la zona del Rift, el lugar donde se supone que ha realizado su trabajo la falla. De ahí que todo esté más verde si cabe, el aire es más fresco y la temperatura algo más baja. Sodo se encuentra a unos dos mil cien metros sobre el nivel del mar. Y eso se nota, especialmente por una neblina húmeda que impide que las temperaturas se eleven demasiado. Los maizales que cubren los campos son espectaculares.

Sodo es una ciudad a medio construir, como casi todas las de esta nación, que va creciendo en torno a la carretera que la atraviesa en una prolongada cuesta, lo que permite contemplar el impacto que esta tiene sobre la vida de sus habitantes. Ahora, por cierto, están en obras, mejorando la vía y sus laterales, con lo cual una capa de polvo de color rojo lo tiñe casi todo. Afortunadamente, la humedad ha hecho que dicho polvo se fije a las superficies y no quede suspendido en el ambiente a la espera de que nos lo comamos.

Burros, tuc-tucs y tenderetes se dan codazos para hacerse con un espacio entre la carretera y los arcenes, junto con buses, camiones, transportes exprés, todo ello aderezado por el personal que no para de ir de un lugar a otro como si buscara algo imprescindible para seguir en pie. Eso sí, los desplazamientos se hacen con calma, sin agobios. En los huecos donde no se ha construido o no se está construyendo, en los espacios no tomados por el barro de la obra, todo es verdor. Crecen los árboles, pero también lo hacen la hierba, los arbustos, las flores. El clima parece propicio para el cultivo y… para el comercio. No es extraño que sea la capital de la provincia.

Aunque vamos a comer en el restaurante del Hotel Day Star, que se encuentra en esta calle central, y paramos para encargar la comida, pretendemos darnos un paseíto por los alrededores del mismo. Es fácil, seguiremos la carretera cuesta abajo y cuando lo creamos oportuno regresaremos cuesta arriba. Las calles transversales a esta se van sucediendo y van creando una especie de tela de araña en torno a viviendas, tierra rojiza y una vegetación exuberante que, de paso, oculta parte de las seguras miserias con que cuenta cada rincón del lugar. En cualquier caso, nos parece claro que predominan los que miran, pero no realizan ninguna otra actividad. No hay mucho que hacer, no debe de haber mucho trabajo puesto que los pequeños corrillos, generalmente de hombres, se repiten bastante, ya sea de pie, sentados o en cuclillas. La conversación es una de las mayores ocupaciones de los hombres etíopes.

Nos salimos de la calle principal y vemos a una mujeruca envejecida prematuramente que ofrece, sobre unos sacos extendidos en el suelo, algunos mangos y plátanos. Le compramos un manojo de cuatro plátanos por un birr. Da hasta un poco de vergüenza teniendo en cuenta que un euro son treinta y tantos birr.

Mientras degustamos el delicioso plátano nos internamos en lo que sería la paralela a la carretera principal. Aquí se respira más tranquilidad. Nada hay asfaltado y parece responder más a la vida cotidiana de la gente, aunque hay pocas edificaciones a la vista y se disfruta de una buena cobertura vegetal. Las empalizadas de madera que separan los terrenos con sus respectivas casas nos indican que aquí vive gente, pero el movimiento de los individuos es bastante menos intenso que en la carretera.

Pasan varios hombres con largas estacas de madera,  mientras otros construyen un puentecillo para facilitar la entrada a su propiedad salvando la zanja que recorre la calle a modo de alcantarilla. No hay coches y tan sólo observamos una tienda. En realidad, es un quiosco de adobe y madera, cubierto en buena parte por todo tipo de botellas y garrafas de plástico. Como la mayoría son amarillas, parece que ofreciera globos y estos estuvieran a punto de echar a volar. Dada la importancia de los utensilios de plástico, preguntamos por curiosidad por su precio. La respuesta del vendedor es que por cada litro de capacidad del recipiente el precio es de un birr. Así que, si queremos una garrafa de cinco litros ya sabemos cuánto costará.

Mientras, en un lateral, cuatro niños no nos quitan ojo de encima. Rodean una inestable y vieja mesa de ping-pong, sobre la que se apoyan para charlar porque no tienen ni raquetas ni pelotas. Es un buen símbolo de lo que ocurre en este país: una gran riqueza cultural, paisajística y de recursos, y pocas posibilidades de obtener los beneficios de semejante potencial.

Pero volvamos a los niños. Las miradas de los no jugadores de ping-pong no les son suficientes a otros muchos que van surgiendo de entre los árboles y las cercas. Por un lado, un trío de musulmanas: la mayor, cubierta de la cabeza a los pies salvo el rostro, muestra cierto gesto de sorpresa; la mediana, que va de su mano, lleva un pequeño chal, que solo le sirve para cubrir parte de la cabeza y que apenas si le llega a la cintura,  nos sonríe con una mirada entre divertida y pícara; la pequeña, descalza y apenas con ropa, viaja a lomos de la mayor y parece ajena a la curiosidad de sus compañeras. Nuevos acompañantes se van sumando a esta especie de cohorte que va ganando y perdiendo miembros a medida que avanzamos por la calle de suelo terroso. En muchos casos, los niños, al ver a sus compañeros, se acercan a la carrera, riendo ruidosamente hasta que llegan hasta nuestra altura. Entonces, en su mayoría cambian sus risas por un gesto serio, un tanto desconfiado, como a la expectativa de lo que pudiera ocurrir. Pero, una vez que descubren que no nos comemos a nadie es cuando realmente muestran esa mirada infantil alegre y dichosa, la de quienes disfrutan de la calle y de las sorpresas que esta les pueda ofrecer. La mayoría son bastante guapos; tienen bastante suavizaAlgunos nos saludan dándonos la mano, en un formalismo muy de adulto, quizás también porque es una manera poco atrevida de contacto físico, del que parece que tienen necesidad, como si precisaran de la certeza de que somos de carne y hueso como ellos.

De pronto, llega un trío de niñitos, entre los que destacan dos de ellos. El mayor trae un coche de alambre. Me explico: se trata de lo que sería la estructura de las aristas de un pequeño coche, sin más que líneas, transparente o sin elementos sólidos como puertas o ruedas. Por si fuera poco, lo conduce con un “mando a distancia”; es decir, con un palito que une la zona que ocuparía el volante, si tuviera consistencia, con las manos del chico. ¡Es fantástico! Y, sobre todo, ingenioso, teniendo en cuanta los recursos tan limitadísimos de que disponen.

Ante nuestra grata sorpresa y nuestra evidente curiosidad, nos muestra “el taller” donde se fabrica, escondido entre la maleza y una casucha de la que salen una caterva de pequeños ingenieros. Nos rodean como lo hacen los mecánicos en los boxes cuando aparece el Fórmula 1. Un par de ellos, todavía no se han decidido por el automóvil y siguen practicando con un aro, que tiene menos complicaciones técnicas y es más fácil de manejar por vías tan irregulares como las que patean día a día.

Como las niñas llevan  los cabellos de distinta manera: trenzados, recogidos en moño, en rastas cortas… y los niños en su inmensa mayoría van rapados al uno o, como mucho, dejan un pequeño penacho en la parte delantera de su cabeza,  me parece oportuno citar un pequeño fragmento respecto a este asunto tal y como aparece en la novela Hijos del ancho mundo, de Abraham Verghese: “Dos [niños] corrían con aros de metal rudimentarios, que guiaban y empujaban con un palo, zigzagueando e imitando sonidos de automóvil, mientras un tercero más pequeño, con mocos entre la nariz y los labios, los miraba con envidia. Tenía la cabeza afeitada con un mechón delante como una isla peatonal. Aquel extraño corte de pelo, según le habían contado a ella cuando llegó a Etiopía, era que si Dios decidía llevarse al niño (y la verdad era que se llevaba a muchos) pudiera agarrarlo por aquel mechón y subirlo al cielo.” Doloroso y tierno a un tiempo, como la propia vida en este rincón del mundo, donde los niños juegan cada día con una curiosidad inquebrantable y una alegría contagiosa. Así ocurre, que dos o tres nos acompañan hasta la misma puerta del restaurante donde se despiden de nosotros y se van revoloteando como un grupo de mariposas.dos los típicos y duros rasgos negroides.

El restaurante Day Star es una cosa entre chusca y surrealista. Sin embargo, es el único donde podemos comer con ciertas garantías, según nos comentan, en esta localidad. Se trata de un complejo hotelero asfaltado al que se accede por un portón custodiado por guarda. Una calle, a cuyos lados se levantan distintos edificios que constituyen las habitaciones y demás dependencias del hospedaje, da paso a un pequeño estanque dentro del que se levantan, sobre un pedestal de piedras, tres caballos rampantes de tamaño natural, pintados de purpurina dorada. El lugar está coronado, detrás, por un pequeño escenario para situar a la posible banda o al orador en el caso de que alguien dé discursos aquí.

Dentro del comedor, un descomunal y orondo etíope que, despatarrado, aguarda junto con un compañero la llegada de su comida nos recibe como una visión onírica. Pero lo más sorprendente está por llegar. Mientras nos acomodamos también a la espera de nuestra comida y recordamos lo simpáticos que son los críos que nos han acompañado hasta la puerta, el gigantesco personaje nos habla en castellano, pero en un perfecto castellano con acento caribeño.

Resulta que, con mayores o menores intervalos, estuvo en Cuba durante catorce años, y  allí estudió medicina hace más de 25 años, justo gracias al apoyo de la URSS y del régimen cubano al Consejo Administrativo Militar Provisional (CAMP), más conocido por la transliteración de la primera palabra en amárico de su primer nombre, Derg, una junta militar comunista presidida por Mengistu Haile Mariam, que gobernó Etiopía desde 1974, tras derrocar a Haile Selassie,  hasta la formación de la República Democrática Popular de Etiopía 1987.

Según nos cuenta, fueron a formarse a la isla unos tres mil quinientos etíopes. Y algunos después se repartieron por lugares donde el ejercicio de la medicina les reportara mayores beneficios. “Yo, sin embargo, preferí regresar y quedarme acá. Vivo bien y contribuyo a la mejora de las condiciones de vida de mis compatriotas”.

Nos pregunta sobre Cuba. “¿La han visitado? ¿Qué les parece?” Se le encienden los ojos, con la avidez de al que, de golpe, se le amontonan los buenos recuerdos que la nostalgia siempre idealiza. Parece que siente una ansiosa curiosidad por recibir una opinión externa sobre la sanidad y la educación en la isla caribeña. Al obtener respuestas elogiosas con relación a esos dos aspectos, si se comparan las situaciones de Cuba y de otros países equiparables del entorno, se muestra orgulloso, como si fuera un representante del gobierno cubano en el exterior. De hecho, le traduce a su compañero nuestras palabras con una sonrisa de oreja a oreja y el prurito de formar parte de los elegidos que visitaron la isla. Tanto es así, que también recuerda noches de fiesta en Santa Clara, donde visitaron el “tren revolucionario” que todavía se expone allá.  Su último comentario es sobre las playas de Varadero y queda a medio camino entre pregunta y exclamación. ¡Cómo debió disfrutar de la isla con la juventud que le darían los treinta años menos y sin haber conocido otra realidad que la de la sangrienta Etiopía de entonces!

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