“Bahr Dar –cito a Javier Reverte– tendida en las orillas del sur del lago Tana, más que una ciudad parece un jardín, y pese a la miseria que atenaza los barrios del interior de la urbe, pese a las legiones de hambrientos y limosneros que se hacen allí inevitables como en cualquier otro lugar de Etiopía, resulta, en cierto modo, una ciudad altiva, a causa tal vez de la hermosura que le concede una naturaleza portentosa. Su nombre significa en amárico ´cerca del mar´ y no tiene más historia que la que le brinda el lago […] Junto al lago, corre la arteria principal de Bahr Dar, una amplia avenida sombreada de rumbosas palmeras. Apenas hay tráfico y los taxis son muy escasos. La mayoría de los habitantes de la ciudad se desplazan a pie, o en minibuses públicos y, sobre todo, en bicicleta. A unos mil ochocientos metros de altura sobre el nivel del mar, la fresca brisa de Bahr se empapa durante las noches con los olores de las flores del frangipani, una especie de magnolio tropical.”. Estoy plenamente de acuerdo con el maestro, salvo en la afirmación final: Bahr Dar sí que posee más historia, además de la multitud de iglesias, aquí se encuentran las fuentes del Nilo Azul, de las que ya hablaré más adelante.
Lo cierto es que las comunicaciones fluviales de esta bella ciudad
explican muchas de las vinculaciones entre este país y el mundo antiguo. Así,
no nos extraña que las barcas tradicionales de papiro (tankwa), que todavía hoy se ven navegando por el lago, recuerden a
las del Antiguo Egipto. Es desde tiempo inmemorial la tierra tradicional de los
cristianos amhara, también lo fue de
los falasha, judíos escindidos del
dogma ortodoxo desde el 650 a.C. y de los que apenas quedan descendientes,
pues, para salvarles de la guerra fueron trasladados a Israel por aviones fletados
por el propio gobierno israelí. Después, durante el siglo XVII fue el lugar
preeminente donde se estableció el destacamento portugués a cuyo frente se
encontraba Cristóbal da Gama. Y entre ellos, el jesuita Pedro Páez llegó hasta
aquí en 1.604, durante el reinado del emperador etíope Za Dengel,
al que convirtió al catolicismo. Esto produjo una guerra civil y el emperador
fue ejecutado, pero Páez logró que el nuevo emperador, Susinios, permitiera una
misión jesuita en las orillas del Tana. Su don de gentes y su conocimiento del
idioma lo convirtieron en una especie de asesor permanente del mandatario.
Surcar con una pequeña embarcación con motor el mítico lago Tana constituye en sí mismo un placer. Sus aguas ocres se hallan pobladas de vida y uno tiene una sensación de libertad y de paz difícilmente explicables. Hemos tomado la barca desde los jardines de nuestro hotel y una luz tamizada por las nubes convierte cada zona en una experiencia diferente, las islas se levantan a lo lejos como grandes lomos de hipopótamos –que también los hay–, las orillas están cubiertas por vistoso arbolado y las aves parecen ajenas a nuestra presencia. Nos dirigimos a la península de Zege, una de las escalas de los ferrys de pasajeros que surcan el lago con paradas tanto en las islas como en las pequeñas poblaciones que se asientan cerca de las orillas.
En la travesía, nos
encontramos con dos islotes forrados de frondoso boscaje, Entons y Kibran. En
el segundo, se encuentra uno de los monasterios más famosos del lago Tana, no
por sus pinturas sino porque aquí se asentó el primer monasterio en el siglo
XIII y reconstruido en el XVII. Fundado por un ermitaño que le dio el nombre de
la pareja que lo trasladó desde la orilla hasta el lugar (Gebriel y Kibran),
contiene una importante colección de libros religiosos antiguos, muchos de
ellos con formidables ilustraciones.
Tras algo más de media
hora surcando las aguas del Tana con un gorro de nubes cada vez más denso,
llegamos al embarcadero de la pensínsula de Zege. Se trata de la mayor
extensión de bosque autóctono que queda vivo en todo el lago. El sol se alterna
con las nubes en una lucha como la que se produce entre el bien y el mal y que,
como veremos, queda perfectamente reflejada en las pinturas murales de la
iglesia del monasterio Ura Kidane Mihret. Los árboles llegan hasta la misma
orilla y resulta difícil saber qué esconde en su interior la frondosidad del
lugar.
Una angosta vereda de suelo pedregoso serpentea hacia el monasterio. Alguna mujeruca sentada sobre una piedra parece esperar a alguien. Solo encontramos una casa rodeada por el bosque en nuestro camino, aunque cerca de ella un anciano apoyado sobre un sobado bastón nos ofrece monedas antiguas, y una preciosa mujer está comenzando a preparar café de manera tradicional; un cultivo, por cierto, que se da abundantemente en esta zona.
Llegamos a la escuela
que el monasterio tiene montada próxima a él. Casetas y pequeñas chozas de
barro se cierran sobre una especie de patio donde plantas silvestres dan
frescura a un grupo de niños y jóvenes, algunos cubiertos por mantas para
protegerse del frescor que la noche ha metido en sus endebles cuerpos. Muchos
van descalzos, otros calzan viejas sandalias de plástico. Todos, aislados o en
pequeños grupetos, repiten una monocorde letanía frente a sobados libros que
sostienen entre sus manos. Son, en total, unos setecientos textos los que deben
memorizar, entre los cuales se encuentran pasajes de la Biblia e historias de
santos. Para enfrentarse a semejante tarea, los muchachos comen dos veces al
día, gracias a la caridad de los creyentes de la zona. De los extranjeros
aceptan dinero, pero nunca comida. Sentados por el suelo, entre las miserables
chozas donde duermen, esperan superar los distintos estadios de su tránsito
hacia el mundo eclesiástico. Sus caras reflejan cierta perplejidad ante nuestra
llegada, mientras pinzones de vivos colores picotean el suelo, ajenos a todo.
Poco más arriba, una pequeña puerta de madera abierta en un muro de piedra revestido de adobe da paso al monasterio propiamente dicho. Doce puertas (una por cada apóstol), se reparten por dicho muro. Un ciego, sentado a un lado de la misma, pide limosna como en un cuadro barroco. Dentro, el patio tiene como edificio principal un templo circular sustentado sobre una base de piedras irregulares que forman una escalinata de cuatro escalones.
La pared exterior está compuesta de cañas de bambú y da paso al primer espacio de los tres de que consta, la zona de canto y celebraciones. Cubierta de finas cañas entrelazadas –por lo que hay que descalzarse antes de acceder a ella–, esta corona circular se halla separada del segundo espacio, la zona de comunión, por altas paredes de adobe y tres puertas (custodiadas por San Miguel y San Gabriel; San Miguel y San Rafael; y San Miguel y la Virgen), la principal realizada en una sola pieza de ficus vasta, que es original del siglo XVI. Entre esta zona y el corazón de la iglesia, lugar reservado tan solo a los monjes, las paredes, cubiertas por enormes pinturas murales, realizadas sobre lienzos de algodón, y, posteriormente, adosadas a las mismas, se convierten en una verdadera pinacoteca de arte religioso naif. Aunque el monasterio se fundó en el siglo XVI ha sido objetos de reconstrucciones y restauraciones hasta la actualidad. El monje, que nos instruye durante toda la visita, es serio y culto; luce una barba negra bien recortada y unos modales exquisitos.
Describir todas las pinturas requeriría un trabajo exhaustivo y ocuparía al menos un libro en exclusiva, puesto que en ocasiones recuerda a los cómics, sobre todo porque no queda hueco entre las mismas y nos parece estar ante un conjunto ordenado de viñetas –algunas incluyen textos en amárico–. Lo primero que llama la atención es el colorido que utiliza la gama completa de colores, aunque destacan por encima de los demás los rojos guinda o el azul, del azul intenso al azul cobalto. Pero hay bloques en los que merecen la pena detenerse.
La Virgen es la gran
protagonista de buena parte de las pinturas. No en vano, según la leyenda,
Bertre, un hombre bondadoso que inició la construcción, se encontró a tres
demonios disfrazados de santos, quienes le pidieron que le dieran de comer
carne humana. El hombre, incapaz de negarse, les entrega a su hijo y lo prueba
por sugerencia de los demonios. La gente del lugar, enterada de que Bertre
había perdido la memoria y se había convertido en un antropófago, se aleja del
lugar. Pero un día, este se tropieza con un leproso, quien le solicita agua en
nombre de los santos, los arcángeles y, finalmente, de la Virgen. Entonces el
santo varón recupera la memoria. Reza y se lamenta del gran pecado cometido
antes de morir. Es el momento del juicio final; de ahí que aparezca en una de
las pinturas una balanza, en que la sombra de los dedos de la Virgen, inclina
el platillo hacia la salvación. Son preciosos los estampados del manto de
María. El nombre del templo, no por casualidad, se podría traducir como “Vara
de la Virgen”.
También aparecen escenas
muy vívidas de San Jorge y su lucha contra el demonio/dragón, al que da muerte
con una lanza desde su imponente caballo. Se aprecian los verdes de las escamas
del animal vencido, así como el enjaezado del caballo.
Por último, llaman la
atención escenas de batallas, de caza y de usos cotidianos, así como la
presencia de arcángeles que custodian tanto a la Virgen como las puertas de
acceso al corazón del templo.
Para preservar las pinturas –aunque en algunas se aprecia un deterioro importante– enormes cortinones las salvan de los rayos del sol que se cuelan por entre las cañas de bambú y las puertas cuando estas están abiertas.
En el interior del
tercer reducto, al que tenemos vetada la entrada, se encuentra el tabot, elemento fundamental en la
tradición religiosa etíope y al que dedicaré más especio a su debido tiempo. En
el muro hay tres ventanas de madera muy decoradas, y ahora cerradas, que
representan a la Santísima Trinidad. Sólo se abren para que la gente pueda
observar el interior del Santa Santorum el día 17 de febrero.
El monje, muy
ceremonioso, nos lleva hasta un rincón donde yacen como estatuas sedentes
algunos objetos de la liturgia ortodoxa: un báculo, como símbolo del oficiante
y un enorme tambor que representa el cuerpo de Cristo con diferentes
interpretaciones. Así, el tambor sujetado por encima de los brazos se
identifica con la resurrección; si se cuelga al hombro, se asocia al Vía
Crucis, camino del Calvario; si se deja en el suelo, refleja el acto de
postración. De la misma manera, tienen sentidos simbólicos las partes que lo
componen: el cuero es el sudario, las cuerdas constituiría, según este
paralelismo, el látigo del martirio y, finalmente, el golpeo se traduciría como
los latigazos que Cristo recibió.
Una vez fuera del
templo, nos dirige hacia unas rocas casi planas a las que se les ha practicado
dos agujeros para colgarlas de dos estacas a través de sendas cuerdas. Se trata
de las campanas para reunir a monjes y creyentes. Se las laman comúnmente
“piedras sonoras” por su sonido metálico, aunque se trata de una roca de origen
volcánico, la fonolita. De hecho, parece que alguna de las islas que pueblan el
Tana son los restos de extintos conos volcánicos.
Desde aquí, podemos
observar que la estructura circular del templo se remata en la parte superior
con un círculo labrado de metal del que sobresalen siete huevos de avestruz.
Este acabado está apoyado en un pequeño y abierto cono del que penden cadenitas
acabadas en colgantes como un móvil que el viento mece a su merced.
Junto a esta curiosidad,
un edificio próximo, en el mismo patio, expone una serie de objetos históricos
y religiosos entre los que se pueden citar: las túnicas ricamente bordadas
de Negus Tekle Haymanot y su esposa, así como las coronas de
los emperadores Yohannes IV, Tewodros II, Negus Tekle Haymanot
y el emperador Tekle Giyorgis.
Abandonamos el
monasterio con la bendición del monje y tomamos la dirección del embarcadero,
pero en el camino nos detenemos a saborear el café recién hecho que preparaba
la mujer con la que nos encontramos a la ida. Es una joven que bien podría
representar la legendaria belleza de las nativas etíopes “de piel dorada y unos
rasgos de la más absoluta finura” en palabras de Evelyn Waugh. O, como las
pinta Javier Reverte: “de largas piernas, cuello esbelto y rasgos de una
hermosura de corte antiguo”.
Nos dirigimos, ahora, por entre el frondoso arbolado hacia otro de los templos que pueblan la península Zege, Azwa Maryan. Durante el agradable paseo algunas casas parecen haber crecido como setas bajo la umbría del bosque. Algunas están rematadas por una mano que indica el gesto de bienvenida de sus moradores hacia quienes llegan.
Resulta espectacular tanto el templo como el lugar donde se encuentra
ubicado, este tupido bosque en las cercanías del lago Tana. Tanto su planta como
la estructura que lo conforman son similares a las del monasterio anterior. Nos
recibe otro monje, con su característico turbante, una especie de abad que nos
da su bendición y nos explica alguna de las pinturas que vivifican este
edificio del siglo XVIII, así como los años que deben superar mediante el
estudio tanto los diáconos (de 5 a 8 años) como los monjes (10 años).
El hecho de que todas las puertas que separan el santuario propiamente
dicho de las salas circulares que lo rodean estén custodiadas por arcángeles y
las jambas de madera rodeadas de cabezas de angelotes, se debe al
reconocimiento singular y explícito que dicha iglesia reconoce a los siete arcángeles: Miguel
(jefe del ejército celestial), Gabriel (mensajero celestial), Rafael (protector
de los viajeros, de la salud y del noviazgo), Uriel
(encargado de las tierras y de los templos), Jegudiel (patrón de los trabajadores), Sealtiel
(el que guía las almas a su juicio) y Baraquiel (el custodio de la vida familiar). Cada uno posee
su propia iconografía y sus propios seguidores entre los fieles ortodoxos.
Entre las pinturas que
se despliegan en las paredes, me llaman especialmente la atención las de los
arcángeles representados como jinetes a lomos de luminosos caballos y las de un
diablo azul devorando cuerpos humanos. No faltan tampoco escenas de la
intercesión de la Virgen e historias de milagros de Cristo, con una alusión
clara al propio Lago Tana y sus tradicionales embarcaciones o la representación
de los propios monasterios que indican que los artistas se inspiraban en el
entorno cotidiano.
De regreso a la barca,
nos cruzamos con un grupo de mujeres y niñas que han llegado con el ferry.
Desde el embarcadero observamos cómo este parte hacia su itinerario por el
lago. Va atestado, sobre todo de mujeres que lucen sus chales de algodón blanco
con indolente elegancia. Nosotros, ya bendecidos por dos veces, regresamos con
la intención de comer a la orilla del lago.
Cerca de la orilla, los pelícanos se dejan balancear por las ligeras corrientes, al acecho de que de alguna de las redes que los pescadores de los tankwa a los que rodean, les sirva de almuerzo. Seguramente, alguna de las capturas de estos hombres, que apenas si se sostienen en las tradicionales embarcaciones, constituyen nuestro menú de pescado asado en papillote de hojas, junto con una guarnición de verduras al dente. ¡Exquisito!
Aunque en 1.770, el escocés James Bruce se autoproclamó como el “descubridor”, el primer europeo blanco que llegó hasta las fuentes del Nilo Azul, lo cierto es que el jesuita Pedro Páez, sin darse importancia había recorrido estos lares allá por 1.618 tal y como constata y describe en su Historia de Etiopía: “Ya que tratamos de la fertilidad de las tierras que señorea el Preste Juan, no estará fuera de propósito decir alguna cosa de los principales ríos y lagunas que también las fertilizan y las hacen más abundantes. Y el primero, que se ofrece como el más insigne, es el grande y famoso Nilo, que como tienen para sí todos los santos antiguos y casi todos los doctores modernos, es el que la divina Escritura. Génesis 2, llaman Gehan y lo pone en el segundo lugar cuando nombra a los cuatro que salían del Paraíso, diciendo:
Et nomine fluvil secundi Gehon. Ipse est qui circuit onnem terran Ethiopiae. La gente de este imperio lo llama Abaol, y tiene su fuente en el reino de Gojam, en una tierra que se llama Sahala, a cuyos moradores se llaman Agaus. Son cristianos, pero tienen muchas supersticiones gentílicas por el trato y vecindad de otros Agaus gentiles, sus parientes.Está la fuente casi al Poniente de este reino, en la cabeza de un vallecito que se forma en un campo grande, y el 21 de abril de 1.618 que llegué a verlo, no parecía más que dos ojos redondos de cuatro palmos de largo.” Hacia ese punto, precisamente, nos dirigimos con una contenida emoción, pues se trata de un lugar mítico desde la antigüedad hasta hoy. El río nace a pocos kilómetros del lago Tana, hasta donde se llega tras pasar por un puente. Subiendo hasta la colina de Bezawit se tiene una buena panorámica sobre el lago y sobre la ciudad, muy cerca de donde Haile Selassie construyó un palacio –no se puede visitar– en 1.967. En una escasa distancia el río va tomando cuerpo y su cauce se amplía hasta permitir la vida de algunos cocodrilos e hipopótamos, mientras numerosas aves hacen de su cauce su fuente de vida. Pasear tranquilamente por este punto resulta placentero, bajo un sol que de momento se impone a las nubes, pisar por este lugar, cargado de multitud de referencias históricas y legendarias, es un privilegio, pues, es recorrer una multitud de historias. Cuántos intentaron encontrar las fuentes del Nilo Azul y murieron víctimas de enfermedades, de guerreros indómitos, de lo desconocido, y no lo lograron; cuántos desistieron y regresaron sin contemplar este espectáculo inigualable.
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