Fez ofrece una estampa majestuosa. A lo largo del valle del río Fez, ante una llanura en la que la vista se pierde, se extienden las dos ciudades, la vieja y la nueva (el Bali y el Jedid). La vista hace recordar lo que escribió un antiguo viajero: "¿Cómo resistirse a la atracción de esta ciudad verde y gris, a la seducción de ese rostro de piedra que toma, cuando el cielo se cubre, la palidez de una pasión bruscamente detenida?" La ciudad, fundada a fines del siglo VIII por un descendiente del Profeta, Mulay Idriss, fue refugio de huidos de Al Ándalus desde la época de los Omeyas de Córdoba, capital de los benimerines y centro espiritual de Marruecos a lo largo de los siglos.
Así pinta Fez Lorenzo Silva (Del Rif al Yebala), lo que nos anima al descubrimiento, al paseo. Caminamos hasta la muralla que indica el límite de Fez El Jdid, es decir, entre la ciudad antigua y la ciudad moderna, y que alberga, fundamentalmente, el Palacio Real y el antiguo barrio judío.
Así pinta Fez Lorenzo Silva (Del Rif al Yebala), lo que nos anima al descubrimiento, al paseo. Caminamos hasta la muralla que indica el límite de Fez El Jdid, es decir, entre la ciudad antigua y la ciudad moderna, y que alberga, fundamentalmente, el Palacio Real y el antiguo barrio judío.
Lo primero que hallamos ante nosotros es, al fondo de la enorme plaza de los Alaouites, una serie de cinco grandes puertas de bronce cincelado, conjunto que pasa por ser la entrada más suntuosa del palacio, obra-obsequio de los artesanos hacia el difunto Hassan II.
Paralela a la muralla que aísla al palacio, desciende la calle principal del mellah, el antiguo barrio judío, barrio que ha sido reconstruido por la Unesco, aunque apenas viven judíos en él.
Las casas de dos plantas presentan todas ellas una estructura semejante: la planta baja está constituida por comercios de todo tipo en los que los colores, olores y formas se multiplican y que se abren al público protegidos por unos batientes de madera en acordeón. El piso superior sirve de vivienda oculta tras una balconada en galería, labrada en madera y rematada a veces por forja que protege las ventanas.
En el libro arriba mencionado recogemos este fragmento que explica la extraña existencia de este barrio: "Mellah o mallah significa literalmente lugar de sal, y este toponímico, por el que se conocía el lugar donde se emplazó la de Fez, se aplica en todo Marruecos. Ahora la mayoría de los habitantes de la mellah de Fez son musulmanes, pero en otro tiempo era lugar reservado a los hebreos. Según cuenta el aventurero catalán Domingo Badía o Alí Bey, que entró en Fez a comienzos del siglo XIX fingiendo ser un noble sirio, a los judíos los encerraban de noche en la mellah y les obligaban a andar descalzos por la ciudad [...] En cierta ocasión, Badía, extrañado de que los judíos se avinieran a vivir en tan ásperas condiciones, le preguntó a uno de ellos por qué no se marchaba a otro país. El hebreo le dijo que no podía, pues era esclavo del sultán. Lo cierto es que los judíos venían a ser los protegidos del Majzén, que les amparaba en sus actividades comerciales e incluso les daba concesiones de aduanas. Por eso su barrio, en Marrakech, en Meknés y en Fez, está junto al palacio imperial. Cuando caía un sultán, los desórdenes subsiguientes solían incluir el asalto de las masas a la mellah, donde se liquidaban las deudas asesinando a los acreedores judíos."
En el libro arriba mencionado recogemos este fragmento que explica la extraña existencia de este barrio: "Mellah o mallah significa literalmente lugar de sal, y este toponímico, por el que se conocía el lugar donde se emplazó la de Fez, se aplica en todo Marruecos. Ahora la mayoría de los habitantes de la mellah de Fez son musulmanes, pero en otro tiempo era lugar reservado a los hebreos. Según cuenta el aventurero catalán Domingo Badía o Alí Bey, que entró en Fez a comienzos del siglo XIX fingiendo ser un noble sirio, a los judíos los encerraban de noche en la mellah y les obligaban a andar descalzos por la ciudad [...] En cierta ocasión, Badía, extrañado de que los judíos se avinieran a vivir en tan ásperas condiciones, le preguntó a uno de ellos por qué no se marchaba a otro país. El hebreo le dijo que no podía, pues era esclavo del sultán. Lo cierto es que los judíos venían a ser los protegidos del Majzén, que les amparaba en sus actividades comerciales e incluso les daba concesiones de aduanas. Por eso su barrio, en Marrakech, en Meknés y en Fez, está junto al palacio imperial. Cuando caía un sultán, los desórdenes subsiguientes solían incluir el asalto de las masas a la mellah, donde se liquidaban las deudas asesinando a los acreedores judíos."
A medida que vamos descendiendo por la ladera que ocupa el barrio, se multiplica el gentío hasta llegar a Bab Smarine (bad significa puerta), una de las múltiples entradas que dan acceso al interior de la muralla y tras la que se asienta un mercado.
Junto a esta puerta se apilan enormes sacas de lana muerta -aquella que se obtiene tras la muerte del animal-, mientras que de la pared exterior cuelgan cascadas de lana viva, procedente de una oveja esquilada.
En la misma esquina detenemos un "petit taxi" que, extramurallas, desciende la empinada cuesta sobre la que se apiña la medina para tomar una carretera que nos lleve hasta la colina de enfrente, una vez atravesado el río Fez.
El pequeño coche se mueve con soltura y ligereza, esquivando transeúntes, burrillos cargados hasta la exageración, tenderetes y todo cuanto le sale al paso. Una vez en la carretera, que sigue paralela al riachuelo durante un trecho y toma la subida de la ladera opuesta, nos situamos enseguida sobre un monte desierto que sostiene un antiguo fortín que ahora mismo está sometido a un proceso de restauración. El sol da de plano pero la vista de la medina es impresionante.
El pequeño coche se mueve con soltura y ligereza, esquivando transeúntes, burrillos cargados hasta la exageración, tenderetes y todo cuanto le sale al paso. Una vez en la carretera, que sigue paralela al riachuelo durante un trecho y toma la subida de la ladera opuesta, nos situamos enseguida sobre un monte desierto que sostiene un antiguo fortín que ahora mismo está sometido a un proceso de restauración. El sol da de plano pero la vista de la medina es impresionante.
Llaman particularmente la atención varias cosas. Los variados minaretes de las mezquitas que sobresalen por distintos puntos de la ciudad; lo monocorde de las construcciones que, sin tejados, monopolizan la estructura abigarrada del urbanismo árabe como una piña de contornos rectilíneas; y, por último, la enorme cantidad de antenas parabólicas que, como chapas conchas gigantes, pueblan las azoteas de las viviendas.
Desde aquí parece que la medina fuera un todo en el que no existieran calles.
Una construcción del siglo XVI está recubierta de andamios y custodiada por un par de policías, uno de los cuales busca la escuálida sombra de un par de arbolitos que, frente al petit taxi, ya casi en el inicio del descenso, son las excepciones de este pedregoso monte. Dos caballos negros acompañan a los guardias y compiten con el primero en la búsqueda de sombra.
Fez, las tres ciudades que la conforman y algún otro barrio que la va engordando como restos de aluvión, rodea tanto la colina sobre la que se asienta esta fortaleza como otra que se halla a su lado, separada por un riachuelo. Resulta curioso que dos islas de tierra baldía hayan sido rodeadas por la ciudad, aunque, seguramente, dentro de unos años, será poco menos que imposible conservar esta misma imagen.
Camino de la salida de Fez hacia Taza, frente a la Bab Ftonh, un torrente humano cruza la carretera y penetra en un gran cementerio. Pero no es un cementerio corriente, sino que, en realidad, "está lleno de vida", pues también es mercadillo.
Se ven distintos tenderetes que se arraciman como en cualquier zoco, pero en lugar de seguir el trazado de las callejas, entre las viviendas, éste ocupa los espacios que dejan las encaladas sepulturas.
Al fin, Fez, en este como en tantos detalles, es una mezcla de mundos, el de la Edad Media y el contemporáneo; el de el mundo occidental y el musulmán; el de los vivos y el de los muertos. Y todos esos mundos tienen cabida en esta ciudad suspendida en el espacio y en el tiempo como un mundo de leyenda.
(08/2004)
(08/2004)
Cierro los ojos y huelo, respiro, siento... Marruecos. Guardo en el fondo de la retina aquella inmensidad de colores, de sorpresas, de increibles mezclas antes no conocidas. Y, aunque hace mucho de aquello, me ayuda el no tener ninguna foto. Sí, sé que parece contradictorio, pero es así. Reconstruir, que es lo que siempre hace la memoria, es más intenso y difícil cuando, por azares de la vida, te pasa como a mí: que te quedaste sin ninguna imagen, sin ninguna foto de entonces. El puzzle debe ser reconstruido, con mil huecos y seguramente mil y una mentiras que dulcifican el alma.
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