“Uno busca lleno de esperanzas/el camino que sus sueños/ prometieron a sus ansias.” (Del tango Uno: Enrique Santos Discépolo.)
“¡Qué noche llena de hastío de frío!
El viento trae un extraño lamento.
Parece un pozo de sombras, la noche;
y yo en las sombras camino muy lento.”
(Del tango Garúa: Domingo Enrique Cadícamo.)
“Todo retorna del recuerdo:
tu pena y tu silencio,
tu angustia y tu misterio.” (Del tango Después, de Homero Manzi)
El edificio del aeropuerto de Trelew es rectangular con un pasillo central a cuyos lados se hallan distintas dependencias, unos cuantos mostradores y un par de cafeterías. A la salida de pasajeros se han habilitado dos pequeño mostradores móviles donde enseguida acuden las veinte o treinta personas que han descendido del avión pues se trata de los puntos donde desarrollan su actividad las empresas de alquiler de automóviles.
Son poco más de las nueve de la noche y en cuestión de minutos uno de los mostradores queda desierto: ya se ha quedado sin autos que alquilar. Nos acercamos al mostrador más pequeño, casi como un viejo carrito de helados. Nos recibe cordial un cincuentón que rápidamente nos ofrece un Gol.
- Será un Golf –apunta Goyo–.
- No, es un Gol, un Volkswagen Gol. Para ustedes fantástico.
Se trata de un modelo parecido al Polo español. Nos es suficiente y no resulta demasiado caro, aunque la fianza es mayor que el precio del alquiler. Por eso Eduardo, el tipo que nos lo alquila, nos advierte de los peligros de los caminos de ripio sobre todo si no se conduce con cierta prudencia, pues resulta bastante común que se rompan los cristales. Después de pagar, nos da las llaves junto con una bolsita de papel dentro de la que hay uno de los dulces típicos de la zona, el pastel galés, una especie de plum cake. Nos desea buen viaje y nos da los datos de su correo electrónico, pues seguramente cuando devolvamos el coche él no se halle presente y dice que su manera de viajar y conocer otros lugares es el contacto que mantiene, a través de Internet, con gentes de distintos lugares del planeta.
Cuando salimos camino de Península Valdés es de noche, pero por primera vez, desde que partimos de Madrid, tenemos una maravillosa sensación de libertad. Nos perdemos la vista de cuanto nos rodea pero se intuye la extensa llanura y las enormes distancias que vamos engullendo con el coche por esta carretera que presenta un buen asfalto. Dejamos a la derecha el desvío a Puerto Madryn y seguimos en dirección norte la famosa Ruta 3 (une Buenos Aires con Ushuaia) unos cuantos kilómetros, para tomar camino de Puerto Pirámides, en el corazón de esta península. Cuando llegamos a la solitaria entrada de acceso a la reserva que es la Península Valdés son más de las once y media de la noche, una noche suave y fresca.
El guarda dormita dentro del quiosquillo escasamente iluminado, con desgana nos cobra los pesos de entrada al parque, anota la matrícula del vehículo, nos despide y regresa a su somnolencia como una polilla que se acurrucara contra el cristal tibio de una lámpara.
No hay ni un alma. Solamente nos cruzamos con algunos conejos y un zorrillo despistado, cuyos ojos brillan en la oscuridad como dos piedras preciosas. Debemos estar atravesando por el pequeño istmo que une la península a la extensión continental. En un cambio de rasante se agiganta una luna que sorprende por su tamaño y su tono sanguino, suspendida como una boya sobre un mar tranquilo, como si no existiera nada más que agua, tierra y la luna tratando de devorarnos en nuestro lento avance. Después, parece cosa de magia pero hemos debido entrar en una pequeña depresión, desaparece de nuestra vista y ya no volvemos a verla.
Llegamos a lo que debe ser Puerto Pirámides que descansa al arrullo del suave oleaje que se oye pero no se ve. Afortunadamente, la población o lo que se ve de ella es pequeña y a la entrada se encuentra el Motel ACA (Asociación de Conductores Argentinos), al que habíamos avisado desde el aeropuerto de nuestra llegada. El edificio es como una ele mayúscula de planta única; aparece desierto y silencioso. Detenemos el coche y tratamos de localizar a alguien. Sobre el cristal de la puerta hay un papel escrito con bolígrafo pero con un mensaje inequívoco: “Francisco Esteban. Habitación 12”. Allí están las llaves y no es necesario que nadie nos meta prisa. ¡Por fin, una cama!
Península Valdés desperezándose por la mañana. |
Paseamos cerca del mar. Donde acaba la arena se va levantando un talud sólido, una formación pétrea en la que se apelmazan los fósiles lavados por las salpicaduras de las aguas que de cuando en cuando sobrepasan la barrera rocosa que lo limita. La marea está subiendo. La cala está flanqueada a ambos lados por enormes promontorios que terminan por elevarse en inclinados paredones como dos grandes pirámides blancuzcas que los rayos de sol parecen haber cubierto de miel. El mar, de un azul turquesa intenso, se repliega ante los dos grandes colosos que parecen los centinelas del pueblo. La marea está bajando.
Península Valdés –debe su nombre a un ministro de marina español– fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO por ser un santuario único en el mundo como hábitat de ballenas; orcas; lobos, leones y elefantes marinos; pingüinos y gran cantidad de aves. Desde siempre han venido aquí para hacer vida social, tener a sus crías o como lugar de paso hacia zonas más australes.
Constituye una enorme estepa que se adentra en el Atlántico y una de cuyas peculiaridades es la de ser una zona muy poco habitada. La única población como tal es el lugar donde nos hallamos, Puerto Pirámides, que tiene alrededor de 300 habitantes; el resto de su territorio –unos 4.000 km2– se presenta desolado, recorrido por caminos de ripio y, diseminadas, se reparten alrededor de veinticinco o treinta estancias dedicadas a la cría de ganado: caballos, ovejas, ñandús “petisos”, guanacos...
Después de llenar el depósito de nafta, pues no hay otro surtidor en toda la península, nos dirigimos hacia el lugar más septentrional de la misma, Punta Norte.
Una vez que remontamos la hondonada en que se resguarda la aldea nos encontramos ante un gigantesco páramo sin más vegetación que pequeños, espinosos y grises arbustos que no levantan más de medio metro del suelo, y de algunos de los cuales penden como distintivos jirones de lana, sin duda de los animales que en pequeños grupos de vez en cuando aparecen y desaparecen a medida que avanzamos, con calma, por los caminos de ripio. Raramente nos cruzamos con algún coche y entonces, con rapidez, subimos los cristales de las ventanillas y cubrimos nariz y boca con un pañuelo para evitar tragar más polvo del necesario.
Los primeros grupos de guanacos, un animal que recuerda a las llamas aunque más chaparro y fuerte, nos hacen detenernos y salir del coche. Apenas si hay variaciones en el terreno, tan sólo alguna mancha de brillo cristalino, correspondiente a las frecuentes charcas salinas que pueblan la península. De hecho esa fue una de las mayores dificultades con que se encontraron los primeros intentos de colonización. Comandaron ésta, en 1779, Juan de la Piedra, quien bautizó el golfo como de San José, en la zona norte, y Basilio Villarino, que tras demasiadas jornadas a la búsqueda de agua dulce –pues se hallaba en peligro la vida de las doscientas personas que conformaban la expedición–, descubrió, junto a un salitral, un manantial que lleva su nombre y que, aún hoy día, provee de agua a Puerto Pirámides. Pero pocos años duró la alegría, pues los nuevos colonos fueron atacados, unos años después, por los tehuelches y tan sólo lograron llegar cinco supervivientes a (Carmen de) Patagones en 1810. No resulta nada extraño que fueran exterminados casi en su totalidad pues no hay dónde refugiarse, la planicie es la única forma de expresión de este territorio.
De vez en cuando, deshace la monotonía plana del paisaje algún molino de viento que se eleva en una torreta esquelética como en las películas del oeste. Son los generadores de electricidad y, al mismo tiempo, sirven como indicadores del punto donde se levanta una estancia. Es esta una granja de cría ganadera donde se arraciman varios edificios de una sola planta (vivienda y galpones) y que impiden pensar que esta tierra está deshabitada. Sus nombres son variopintos (La Chacra, La Ernestina, San Lorenzo, El Milenio, El Quillimbay, La Irma...) y, generalmente, se indican en algún cartel que apenas si sobrevive al paso del tiempo y a las inclemencias climatológicas que deben imponer, sobre todo, los inviernos.
Llegamos a Punta Norte. Sobre un promontorio arenoso se abre una especie de terraza sobre la Playa –playa con mayúsculas–. No es de arena, sino de chinas; no bate el agua, sino un azul turquesa con encajes blancos; no refulge el sol, sino luz vivificante y purísima que lame y hace latir de vida, en reflejos, a las olas que acuden a la llamada de los lobos y elefantes marinos, tumbados a decenas a escasos metros del agua, ajenos a todo menos a ese bautismo vital que se llena de paz, como expuestos para ejemplificar un milagro.
Se mezclan indistintamente los lobos, de color pardo, y los elefantes, más voluminosos y grises. La mayoría se relajan como turistas que hubieran venido a tomar el sol. De vez en cuando, dos machos –mucho más corpulentos que las hembras– se yerguen y enfrentan sus pesados cuerpos, se retan a la vista de las damas tratando de imponer su autoridad; tras alguna embestida, entre amagos y gruñidos que rompen el silencio, vuelve la tranquilidad. Los más pequeños aprovechan para zambullirse próximos a los otros, algunas hembras buscan protección junto a los machos que rulan sobre la superficie blanquecina de la playa. El agua ofrece colores y destellos de folleto turístico.
Hemos permanecido un buen rato disfrutando de todo lo que se ofrecía a nuestros ojos y nos dirigimos hacia donde hemos dejado el coche, pues tenemos intención de bordear la península paralelos a la costa, siguiendo un camino que nos lleva a Caleta Valdés, una larga hendidura del océano (por lo menos quince kilómetros), también paralela, que como una pista de agua se convierte casi en una piscina natural donde cualquiera desearía relajarse con un baño. Pero antes, nos cruzamos con un piche, que así llaman por aquí al armadillo. No sólo no se asusta con nuestra presencia este animalejo con aspecto de viejo, de personaje de otro tiempo, sino que parece posar frente a nuestras cámaras.
A medio camino hacemos una parada frente a esta lengua de agua. Hay una pendiente considerable y desde aquí vemos más leones y elefantes marinos tumbados en la franja de tierra que la separa del mar abierto y que, sin duda, será superada por las olas en la etapa invernal. Pero nos causa una enorme sorpresa comprobar que debajo de donde nos encontramos, al final de la pendiente, hay toda una colonia de estos animales que se solazan junto a las aguas calmas y cristalinas de esta especie de balsa oceánica. Bajamos, prácticamente, arrastrando el culo hasta alcanzar la base plana que nos separa de ella y nos movemos cautos y silenciosos para no perturbar la tranquilidad de estas criaturas. Una sensación de euforia contenida nos invade pues nos movemos a dos o tres metros de ellas. Fotografiamos al grupo de modelos, a alguno de forma individual pues parecen atraer a nuestros objetivos con esos ojos brillantes de azabache, perlas de ternura cuya contemplación te devuelven la confianza en el mundo, el equilibrio interior y la gratitud ante la vida. Tras seguir los baños retozones de estos animales cuya torpeza sobre la tierra contrasta con la elegancia y ligereza que muestran dentro del agua, abandonamos el lugar como hemos llegado, en silencio y agradecidos. Después le diré a Goyo que me llevo unas cuantas piedritas para no olvidar el lugar.
No nos decimos nada: para qué romper el encanto y la sensación que cada cual ha experimentado ante semejante belleza. Los silencios son imprescindibles en un buen viaje, y además, hablar de lo íntimo es un modo de traición.
Ahora sí, hacemos una parada de las establecidas en el mapa de ruta. A unos cientos de metros de los galpones de la Estancia Valdés y asomada a un terraplén casi vertical está señalada una pingüinera. Corre cierto airecillo que se agradece, pues comienza a hacer calor. Una empalizada de madera nos separa del escarpado donde se mueven en torno a los nidos montones de pingüinos (de Magallanes) con esa aparente y graciosa torpeza, aquí más intensificada por lo dificultoso del terreno. Acostumbrados a ver a estas simpáticas aves a través de reportajes de televisión evolucionando sobre placas heladas, parece irreal contemplarlos sobre la tierra seca e inclinada ocupando pequeños agujeros como si pertenecieran a un hábitat más templado.
Llegan en un par de coches un grupo de personas cuyo elevado tono de voz rompe el encanto del lugar, pero nos dejan un mensaje incierto ahora que se acerca la hora de comer y no creemos que tengamos la posibilidad de encontrar muchos lugares próximos donde saciar nuestro apetito. Uno de ellos, sale del coche con la cámara preparada e indica a los demás que se coloquen con rapidez:
- Corran que si no el gordo se lo come todo.
Pronto llegamos al extremo abierto al mar de la Caleta Valdés. En el punto más alto frente al mar, en el acantilado –aunque toda la península se eleva unos cien metros sobre el nivel del mar como un enorme mirador de piedra– , se encuentra la Estancia La Elvira, sobre el saliente denominado Punta Cantor. Hay un comedor con aroma a carne asada en el que bullen entre quince y veinte personas. Y alrededor una serie de galpones más o menos destartalados. ¿Cuál de ellos constituirá el centro de la falsa leyenda de la casa embrujada?
Parece ser que en el año 1905 la goleta chilena Lolita fue sorprendida por un fuerte temporal y encalló cerca de Punta Cantor, donde quedó a merced de las rompientes que en ese lugar, en invierno, son muy violentas. Tenía una carga completa de vino, harina, yerba y otros productos de consumo. Enseguida se trató de salvar la carga de víveres, se construyó un galpón y se trasladó toda la carga en depósito a dicho galpón. La carga de esta goleta se fue usando entre los pobladores de la Península Valdés que aprovecharon su existencia.
Posteriormente este galpón fue transformado en una vivienda de tres habitaciones con piso de madera y paredes y techo de chapas, y su construcción fue hecha un poco levantada sobre el nivel del suelo.
Durante algunos años vivió la familia Sanguinetti, que fue la que socorrió a los náufragos del incendió del vapor Presidente Roca, acaecido cerca de estas latitudes. Esta familia se fue y la casa quedó abandonada por mucho tiempo. En ese transcurso los pasajeros que pasaban a caballo por ese lugar aprovechaban para hacer noche y descansar los animales. Dormían sobre sus recados que le servían de cama. Pero de noche oían ruido y sus pilchas de cuero las encontraban fuera de su lugar. Así se empezó a correr la voz de que esa casa estaba embrujada y de noche aparecían los duendes que se divertían haciéndoles bromas a los que dormían.
En 1919 una comisión de estudio de la marina, empezó a recorrer las costas de esa península y pidieron permiso para alojar al personal en la casa. Los topógrafos se instalaron cómodos pero con miedo, conocedores de las historias que corrían en boca de los lugareños, y se acostaron vestidos y con el máuser a su alcance; incluso muchos prefirieron dormir afuera, pero otros más corajudos optaron por quedarse en la casa.
Cuando todo era silencio y quietud, comenzaron los ruidos bajo el piso de la vivienda, y como la consigna era no moverse, esperando la aparición de los que hacían ruido, se llenaron de valor hasta escuchar el correteo de los duendes... que al fin resultaron ser unos zorrillos que habían hecho su guarida debajo de la casa y de noche penetraban en las habitaciones buscando alimentos o algún cuero de lanar que había quedado abandonado allí. A la mañana siguiente, con la luz del día levantaron algunas tablas del piso, atraparon algunos zorros y otros huyeron de sus cuevas, donde cómodamente se habían instalado. Así terminó la creencia de la casa embrujada y el mito de los duendes.
Tal vez el lugar donde pretendemos comer esté construido sobre los restos de la famosa casa embrujada, pero todavía podemos esperar y nos dirigimos hacia el camino marcado que baja hasta el mar serpenteando por una pared rocosa y gris para situarse a escasos metros por encima de la playa en la que centenares de elefantes marinos parecen barcas encalladas en la orilla o los restos de un naufragio que se hubiera tragado un barco y que hubiera escupido todo un grupo informe de paquetes de carga repartidos por la larguísima franja de guijarros y arena que se pierde de vista por ambos lados. Su visión embruja aún más que la leyenda que acompaña al lugar.
El paseo a lo largo de la franja polvorienta que contrasta con el azul marino es precioso. Los lobos y elefantes marinos apilados en su quietud sobre la playa parecen grandes gusanos de seda que descansan entre el agua y las rocas según les place, sin importarles quién los visita.
Regresamos con parsimonia hacia el comedor que se destaca como un faro chato sobre el crespón del acantilado. Allí ya no queda casi nadie. Se trata de una especie de autoservicio en el que únicamente hay que pedir el plato fuerte –cordero asado– que nos sirve, tras un mostrador que nos separa de la parrilla, Paloma, una morena rellenita que junto con su hermana se encarga del comedor. Pedimos una botella de vino de Mendoza y nos sentamos en una mesa. A los pocos minutos somos los únicos comensales y entonces, por fin, conocemos al “gordo”. El tipo, orondo, con un mandil que debió ser blanco hace horas y que ahora muestra los restos de su trabajo junto a las brasas, toma asiento con las dos hermanas en la mesa de al lado y va dando fin a cuanto cae en sus manos. Efectivamente, acabamos de comprender el sentido del grupo que nos cruzamos en la pingüinera, el gordo acaba con todo entre las risas de las muchachas y nuestras discretas pero sorprendidas miradas.
Hemos tomado café y salimos otra vez hacia el camino que se dirige hacia la playa, pero ahora tomamos la dirección contraria. Por este lado, en lugar de descender sigue la línea del acantilado de cuya caída nos separa una especie de quitamiedos de madera. Y es que los caminos patagónicos, y este no podía ser menos, siempre es el mismo pero siempre sorprende porque no tiene límites.
No hay nadie. Un choique, ave que pertenece a una variedad de ñandú enano, merodea junto a sus polluelos que se mueven como los muñecos de cuerda, sin una dirección determinada. Nos hallamos a solas, frente al mar, junto a un cartel que muestra en un panel el lugar donde nos podríamos situar en un mapa y, abajo, un óvalo alargado de agua se ha convertido en la reserva particular de una pareja de lobos marinos que juguetean recorriéndola, sumergidos o en superficie, de un extremo a otro. Nuestra vista casi aérea nos permite disfrutar de este pequeño paraíso que la naturaleza les ha regalado por un tiempo. Tras el juego, arrastran su pesado cuerpo, no sin ciertas dificultades, y recuperan ese estado de aparente somnolencia que hemos terminado denominando “el descanso de las bestias”, más por su tamaño que por su manera de comportarse.
De nuevo en el coche, continuamos recorriendo la península por el inacabable camino de ripio. Todo está absolutamente desierto. La franja que nos separa de la costa es ahora algo mayor, pues hacia allí parece ir elevándose el terreno y decidimos detenernos e ir caminando sobre los arbustos raquíticos que apenas levantan una cuarta del suelo y asomarnos al acantilado que en este punto parece ser más alto y solitario. Además, se adentra un poco más en el océano lo que pronostica unas vistas que no nos defraudarán.
Llegamos hasta el borde del acantilado, un lugar absolutamente pelado, sin una planta, sin nada que haga recordar la existencia de vida. Aquí la brisa es una caricia que alivia los envites del sol. La inmensidad oceánica de la que se pierden sus límites no nos hace olvidar que, frente a nosotros, África seguramente nos saluda y acude en auxilio de nuestra nostalgia –qué será de Imba–. Desde el saliente se abren a ambos lados dos larguísimas playas en bajamar; el agua azul turquesa, el sol resbalando con sus guiños sobre las crestillas de las olas; los lobos y elefantes como adorándolos sin poder resistir tanta belleza. Aunque ambos lados no son exactamente iguales, sí que podríamos decir que desde este punto, sobre el que parece doblarse la línea de costa, la belleza adquiere forma simétrica o se multiplica por dos.
Reemprendemos el camino entre el polvo y una rala vegetación que nos permite ver desde muy lejos la silueta roja del faro de Punta Delgada, nuestra próxima parada. Este lugar, antigua guarnición de la armada argentina, se ha convertido en centro de investigación de animales marinos. El faro fue construido en 1905 y supuso un sinfín de penurias para los obreros que lo levantaron, pues la zona estaba totalmente deshabitada y había que transportar hasta el lugar todo, incluso los materiales de construcción. Hoy día su aspecto es agradable y acogedor, pero algunas fotos que recuerdan su comienzo dan una idea del infierno que debió suponer su inicio para los trabajadores.
Detrás del faro, una desdibujada vereda te asoma a una preciosa panorámica batida por el viento. La marea ha bajado bastante y los lobos marinos han quedado encallados sobre una superficie pétrea y se confunden con ella. Los cormoranes picotean sobre la piedra emergida o planean siguiendo las invisibles corrientes de aire creando un efecto de ligera coreografía aérea.
Por la tarde, ya de nuevo en Puerto Pirámides, tras una reparadora ducha y una no menos necesaria Quilmes, decidimos pasear por la aldea, un puñado de construcciones discontinuas algunas de las que no se sabe si están a medio levantar o a punto de derruirse, sin más orden que su posición frente a la cala. No parecen responder más que a un plan que se improvisara día a día. Pero incluso en este lugar que recuerda un poco a los pueblos del Far West, uno se lleva sorpresas y curiosos hallazgos: La nueva iglesia, una casita que se distingue como tal por la cruz que preside su tejado y su portón frontal doble y sin ventanas que lo flanqueen, aviva nuestra curiosidad. A modo de indicación se ha elevado un pedestal de ladrillo de alrededor de un metro de altura y cuya placa recoge la siguiente y desconcertante leyenda que nos deja boquiabiertos y no admite comentarios:
“Bajo este suelo se encuentra el Arcón de los recuerdos que deberá ser abierto en el año 2050.” Puerto Pirámides, 14-julio-2000.
Deambulamos por entre las casas que se desperdigan sin que parezcan responder a ningún plan previo, colocadas como si fueran las únicas del lugar y que por un extraño azar no se han superpuesto unas a otras. Salvo una especie de calle donde se encuentra la estación de servicio, las construcciones son como los arbustos del resto de la península, crecen allá donde les place, sin más. Salimos de los límites del pueblo casi sin darnos cuenta, sin querer, todavía tratando de recuperarnos de la impresión que nos ha producido el singular mensaje que antecede a la iglesita, y volvemos paseando por la playa en la que todo es serenidad y ausencia.
Oscurece con rapidez y el silencio es reconfortante ante el lamento apagado del agu y las escasas luces que apenas llegan a reflejarse sobre su suave superficie.
Cenamos un bocata y una cerveza en un barcito, posiblemente el único abierto a estas horas y en donde parecen reunirse -literalmente, cuatro- jóvenes de la aldea. Otras mesas las ocupan unos jugadores de cartas, un viejo solitario frente a un vaso de vino y una pareja de extranjeros que pronto se marcha. Nosotros hacemos lo mismo en cuanto damos cuenta de la cena. El día ha sido intenso y agotador, y mañana nos promete nuevas emociones: Iremos a avistar ballenas.
Oscurece con rapidez y el silencio es reconfortante ante el lamento apagado del agu y las escasas luces que apenas llegan a reflejarse sobre su suave superficie.
Cenamos un bocata y una cerveza en un barcito, posiblemente el único abierto a estas horas y en donde parecen reunirse -literalmente, cuatro- jóvenes de la aldea. Otras mesas las ocupan unos jugadores de cartas, un viejo solitario frente a un vaso de vino y una pareja de extranjeros que pronto se marcha. Nosotros hacemos lo mismo en cuanto damos cuenta de la cena. El día ha sido intenso y agotador, y mañana nos promete nuevas emociones: Iremos a avistar ballenas.
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