Es temprano. Desde la terraza del comedor del ACA (Asociación de Conductores Argentinos), la luminosa mañana tiene cierto aire de agradable desolación. No aparece nadie a la vista, el sol ya refulge y convierte en espejo efímero las aguas que las olas abandonan con suavidad sobre la arena de la cala, mientras quedan todavía a la sombra los rincones del acantilado que la cierra por el este. Nada perturba su suavidad desierta, batida por una ligera brisa. Unas nubecillas planas rompen la monotonía de un cielo azulísimo. Es un día un tanto especial, pues hoy tenemos intención de tomar un barco para ir al avistaje de ballenas.
Salimos del hotelito y a mano derecha, bajando una cuestecilla que llega hasta la arena, se encuentran varias pequeñas empresas relacionadas con todo tipo de actividades marítimas. Hay unos cuantos coches y uno de ellos luce una pegatina que parece anunciar la condición orgullosa, un tanto “cancherita”, como dicen acá, de los que organizan las salidas: “Los buzos lo hacemos mejor y más profundo”. Sobran los comentarios.
La ballena franca austral, que es la especie que más se prodiga por esta área desde junio a diciembre, mide entre 12 y 16 metros, y suele pesar alrededor de cincuenta toneladas. Es fácil reconocerlas por la presencia de unas callosidades características en la parte superior de su cuerpo y a los costados de la cabeza. Estos callos están cubiertos por miles de crustáceos parásitos, a los que se los conoce con el nombre de "piojos de las ballenas”. Nacen, crecen, se reproducen y mueren sobre el cuerpo de las mismas. A estas alturas de año suelen quedar ya pocos ejemplares, pero no perdemos la esperanza de poder asistir a lo que, sin duda, debe ser un espectáculo único y maravilloso.
Contratamos el avistaje con Hydro Sport, una empresa vinculada con Walter Ernesto, aunque encontraremos dos o tres barcos más. No hay tanta gente pernoctando en Puerto Pirámides por lo que es fácil suponer que se trata de excursiones que llegan desde Puerto Madryn para realizar el avistaje y, una vez vueltos a tierra, regresan de nuevo a esa ciudad. Los hechos demuestran que así es.
El hombre que se encarga de Hydro Sport es un argentino bastante corpulento que luce unas gafas de sol de espejo. Le pregunto sobre el extraño Arcón de los Recuerdos y dice que es una historia que inventaron para que cada cual escribiera una carta que abrirán en 2050. Pero su manera de verlo refleja un poco ese carácter sarcástico, mezcla de nostalgia con ciertas dosis de amargura, tan frecuente en los argentinos, especialmente en estos tiempos que corren:
- ¡Para hacerse mierda! ¡ Dejáte de joder...! Gente que no tiene nada que hacer y cuando lo abran, si están vivos, será para echarse a llorar...Que si la vieja no está...,que si estamos con achaques...¡Para hacerse mierda!
Después, ya más en serio, se queja del desarrollismo turístico que está promoviendo el nuevo intendente en Puerto Madryn, en Rawson... Piensa que si siguen por ese camino van a terminar con todo lo que hace de ese lugar un sitio especial.
Afortunadamente, en nuestro barco vamos bastante desahogados y nos podemos mover con comodidad, no llegaremos a veinte personas. Pero lo que nos resulta más curioso es la manera en que los barcos se hacen a la mar.
Tras colocarnos el correspondiente chaleco salvavidas y acercarnos hasta la playa comienza la maniobra. Aparece un tractor con unas ruedas enormes que remolca sobre un ligero armazón metálico el barco sobre el que subimos. Marcha atrás se va introduciendo en el agua –la altura que permiten las gigantescas ruedas del tractor impiden que el agua llegue a la altura del motor– hasta que el barco, de poco calado, puede mantenerse a flote. El tractor sale del agua y ya estamos preparados para nuestro periplo por las aguas de Península Valdés . Sencillo pero ingenioso, y sin necesidad de cegar la playa con un dique de cemento.
Los tripulantes de nuestra embarcación se llaman Sofía y Sergio, dos jóvenes de aspecto atlético venidos a menos o castigados por la resaca. Son conscientes de que en esta época es difícil encontrar ejemplares, si los hay son ejemplares rezagados que responden a razones que nadie es capaz de explicar. En septiembre, sin embargo, deben ser tantos los ejemplares que no es necesario ni tomar barcos pues se van perfectamente desde cualquier punto sobre los acantilados de la costa.
El barco se va desplazando próximo a la línea de tierra y de esa manera al menos tendremos la oportunidad de ver lobos marinos. No obstante, existe a bordo una extraña sensación expectante pues en el fondo todo el mundo ha venido a ver a esos gigantes cetáceos que han creado una imagen casi mítica en el subconsciente colectivo. Por mucho que los hayamos visto en reportajes televisivos, avistarlos in situ tiene algo de mágico.
De momento, cuando nos acercamos hacia uno de los acantilados rocosos y áridos que flanquean la enorme bahía a partir de la cual se crece el vaivén de las olas, asistimos al chapoteo de decenas de lobos marinos que saltan desde la orilla hacia el agua y, tras el chapuzón, se encaraman a un minúsculo islote de piedra pulida y brillante, confundiéndose en mimetismo con la desnudez de sus cuerpos. Sobre ella emiten sus peculiares chillidos como si de una animada charla se tratara y ajenos a la indiscreción de nuestra presencia que pretende retratarlos a escasos metros de sus circenses evoluciones.
Estamos ya en plena bahía, en el denominado golfo Nuevo. Todo el mundo está pendiente de cualquier movimiento extraño sobre las olas como niños a la espera de una sorpresa no por esperada menos emocionante. Quien más, quien menos sabe que una de los atractivos de esta zona es asistir a las evoluciones de alguna ballena y, aunque todo el mundo es consciente de que en diciembre ya es bastante improbable su presencia, nadie está dispuesto a renunciar a ver cumplido esa especie de sueño.
Nuestros tripulantes dejan el barco al pairo con la intención de no molestar la posible presencia de algún ejemplar. Las olas baten contra la escasa chapa de la embarcación y las salpicaduras me crean problemas con la cámara en el preciso momento en que emerge un ejemplar de la tan anhelada ballena franca austral. Y no se halla sola. Va acompañando a una cría que no se separa de la madre ni un solo instante, como si tratara de imitar todos sus movimientos en su extraña coreografía de aprendizaje.
A cada momento, aparecen y desaparecen más cerca o más lejos de la embarcación. Todo el mundo quiere la instantánea de la cola levantándose como un resorte para sumergirse de nuevo entre las aguas de este mar de un azulón casi plomizo, mientras una ligera neblina recuerda los brumosos escenarios de tantos relatos que el cine en blanco en negro se encargó de depositar en el bestiario colectivo que todo el mundo recuerda desde la infancia. El capitán Ahab con su mirada obsesiva, su barba de marino curtido y su pata de palo aparece en mi imaginación inevitablemente.
Son impresionantes, de vez en cuando, los espectaculares saltos con esa batida final antes de la inmersión mientras suenan los clics de las cámaras. Parece que Goyo está satisfecho de las fotos que ha tomado, como si hubiera logrado la captura de su particular Moby Dick. En otros momentos, resuena el bufido del agua que se dispara como un sifón desde el orificio superior, mientras algún cormorán picotea los moluscos que han ido poblando las callosidades del animal y que posiblemente favorecieran la idea de que se trataba de verdaderas islas contra las que los barcos sucumbían. Lástima que cada vez queden menos.
Todo el mundo quiere subir al carajo para poder tener una mejor imagen de la pareja de ballenas. Prácticamente todo el mundo pasa por él y termina disparando su cámara con la vana esperanza de conseguir la mejor fotografía, aunque todo el mundo sabe que la mejor fotografía es la que nunca se llega a disparar, la que cada cual se lleva en la retina del cerebro en el momento preciso, con la mejor nitidez y cargada de sensaciones que difícilmente se verían sobre el papel.
Lo que resulta más enigmático es tratar de explicar la presencia de estas dos ballenas solitarias en un periodo tan avanzado del año. ¿Cuál será su historia? ¿Qué justificará la prolongación de su estancia en esta bahía? Quizás resulte más sencillo pensar que no es necesario ningún motivo especial y que, en cualquier caso, es lo de menos, pues nos ha permitido asistir a uno de los sueños que uno siempre tuvo y que no creyó ver cumplido sino a través de la televisión.
Ya de regreso, tan sólo se oye el motor monótono del barco y el viento que, por instantes, emite peculiares sonidos al chocar en un rincón del barco o de un chaleco salvavidas. Todo el mundo se acurruca en silencio como tratando de repasar en cámara lenta cada una de las secuencias de saltos y movimientos de las dos ballenas, sus coletazos, el estallido de expulsión de su curioso sifón, sus lomos sumergiéndose y emergiendo con sus impresionantes moles que se desplazan con una increíble soltura dentro del agua.
El barco aminora su marcha y parece virar de nuevo. Sergio ha visto un grupito de delfines que completan el paseíto antes de tomar tierra de la misma manera que con anterioridad nos habíamos hecho a la mar, a través del remolque del enorme tractor.
En la incompleta o desfigurada ¿calle principal? de Puerto Pirámides encontramos un lugar para comer. Es un edificio de madera como los típicos salones de las películas del oeste. Nos sentamos alrededor de una mesa que se halla sobre los tablones de un porche sombreado desde el que podemos ver el escaso paso de gentes o vehículos que la aldea tiene en estos momentos y oreados por un ligero y agradable vientecillo. La comida sabrosa y a buen precio –paellada de mariscos, vino blanco y flan con dulce de leche– nos la sirve una agradable morena llamada Mariana, que al final se despide agradecida de que recordemos su nombre, no sin ocultar cierto reproche a muchas personas de las que pasan por allí:
- Por fin, alguien sabe cómo me llamo. Toda la gente oye como le cuento mi vida y nadie conoce mi nombre.
Hace mucho que estuve en esa parte de Argentina y casi no me acordaba, me gusta leer lo que escribes porque he recordado algo que me llamó mucho la atención. Me quedé con la sensación de grandiosidad, de naturaleza hermosísima y, como dices, de agradable desolación. Daban ganas de quedarse a mirar allí mucho rato. Seguiremos leyendo y viajando!
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