Avanzada la tarde, nos detenemos en la entrada de P. Valdés , situada en el istmo que la une al resto del continente y donde se halla un decrépito museo que en sí mismo supone una reliquia de lo que debió ser cuando se inauguró. Además, desde su azotea cubierta tenemos ocasión de otear las dos grandes bahías que acoge la península, así como la llamada Isla de los Pájaros. La franja del tierra que las separa vista desde aquí es realmente estrecha, pero tenemos intención de subir hasta una de las “pirámides” entre las que se sitúa nuestra aldea antes de que anochezca y continuamos nuestro itinerario.
Tras remontar el camino zigzagueante nos detenemos en un promontorio que domina todo el golfo nuevo. Hacia el interior apenas si hay matorrales que desaparecen cuando el terreno se corta abriéndose en escarpada caída sobre el océano. La piedra calcárea se tiñe de miel a medida que el sol va descendiendo en este atardecer sereno y que se intensifica por el contraste con el azul turquesa del agua entre los brillos dorados con que el sol se resiste a ocultarse. Cormoranes y gaviotas parecen quedar suspendidos sobre un punto de encuentro de corrientes de aire o se encaraman en las paredes agujereadas e inaccesibles del acantilado. El panorama es deslumbrante. Abajo, casi a la altura del agua la naturaleza ha esculpido una pequeña y ahora pulida plataforma en la que un macho y una hembra de leones marinos copulan ajenos a nuestra indiscreta mirada. El macho, mucho mayor, acomete poderoso a la aparentemente indefensa hembra y, sin embargo, las escena tiene más de dulzura que de violencia. Todo parece responder a un instante de sosegada belleza.
En este lugar privilegiado, La Lobería, nos encontramos con Jorge, uno de los guardas del parque, hombre de casi sesenta años, curtido por la climatología y por la vida. Su cara surcada de profundas arrugas desprende, no obstante, un halo de calma y tranquilidad, como si hubiera alcanzado un punto de equilibrio que le impidiera envejecer más. Compartimos, a falta de mate, cigarros y conversación con él. Es ya todo un veterano por estas tierras. De origen italiano, llegó a Puerto Madryn en 1969 buscando la manera de ganarse la vida y lo consiguió a base de trabajo en la entonces pujante ciudad que vivía fundamentalmente de la extracción del aluminio que luego partía de grandes barcos. Como dice, aunque le costó trabajo y tiempo descubrirlo –estuvo muy vinculado a movimientos políticos de izquierda pero acabó un tanto decepcionado– , al final todo se reduce a conseguir un techo bajo el que vivir y poder sacar adelante a la familia. Él lo logró pero le quedó un poso de insatisfacción, pues como la mayoría del país vivió ajeno a los avatares de la historia que se les echaba encima como una losa demasiado pesada.
- Creíamos que no nos iba a tocar nunca. Veíamos las crisis económicas, las guerras en otros países... y pensábamos que nosotros nunca lo íbamos a tener, hasta que nos ha llegado y entonces nos violaron por todas partes.
Respira con la tranquilidad del que consiguió sobrevivir y refugiarse en una especie de paraíso pero con la finísima pena del que no ve fácil ninguna solución para el país.
- Dudo que salgamos de esta crisis. Si se fijan en los pocos autos que vienen de turismo son buenos carros, con poca gente y de dinero. La clase media desapareció de la Argentina, se empobreció.
Su análisis certero no le impide disfrutar de cuanto se abre frente a nosotros. La naranja del sol perdiéndose en el horizonte, las olas batiendo suaves y algunos pingüinos hipnotizados por la espectacular puesta de sol.
Son ya más de las ocho y cuarto y Jorge sigue confiándonos su reflexiones que parece haber ido acumulando a base de tiempo y de ver acabar los días durante inviernos menos tibios y en soledad.
- Es una lástima la Argentina. A todos los políticos se les llena la boca con la patria y, sin embargo, todos quieren sacarle algo. Mi trabajo aquí es de ocho a ocho, pero me quedo, como hoy, hasta que se va el último visitante. Es mi forma de patriotismo –sentencia y añade una coletilla que deja asomar una tenue nostalgia de tango junto al mentado idealismo, sin despegar su vista de las manchas violáceas que van ganando terreno al anaranjado que huidizo se va ocultando en la lejanía–. Los días se hacen largos cuando nadie viene.
Por la noche, en el ACA, otros argentinos, los de la 11, comentan con una visión muy próxima a Jorge el pesimismo sobre la situación de la patria, aunque lo hacen de una forma mucho más enconada:
- ¡Como ciudadanos somos una cagada...! Vendían las empresas y nos conformábamos con mirar por el televisor como si no fuera con nosotros. ¡Somos la gran cagada!
Pero estos no se conforman con ese análisis y pretenden condena sin ninguna compasión para quienes consideran culpables. Resulta gracioso para alguien que los escucha y al que no le ha tocado vivir el constante deterioro por donde se despeñó buena parte de los ciudadanos del país, que además, en cierto sentido viven cargando con un marcado sentimiento de culpabilidad compartida:
- Quiero que Menem viva 138 años –dice la mujer – para que pague lo que hizo. Si hay Dios, que creo que lo hay, tiene que castigarlo; no con la muerte sino viviendo muchos años aquí, para que sufra todo lo que merece, todo lo que nosotros, una cagada, no fuimos capaces de hacerle.
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