miércoles, 29 de agosto de 2012

VIAJE A ARGENTINA. PRESENTACIÓN

¿Qué impulsa a dos “veteranos” a lanzarse sin un guión muy claro a un lugar en donde los mapas pierden su sentido porque no sirven para encontrar sino para situarse, para perderse, allá donde no hay nada? Esta pregunta que me hago para sintetizar las reflexiones que Mempo Giardinelli desarrolla en su excelente libro Final de novela en Patagonia se repite una y otra vez en mi cabeza, de manera machacona, en cuanto me siento para tratar de evocar aquellos días de diciembre de 2003 en que Goyo y yo recorrimos algunos lugares de Patagonia y Tierra de Fuego.
El propio Mempo apunta que el secreto está en que cuanto encuentre le hará feliz, “sobre todo si me abre los ojos aún más”. También Javier Reverte, en este caso en su peor libro de viajes –La aventura de viajar–, afirma que “no existe el gran viaje si cuanto sucede en el camino no te transforma en alguna medida”. Ambas visiones tienen elementos comunes fruto de la experiencia personal y con ambas me siento un poco  identificado.
Para empezar porque unos viajeros como nosotros, lejos del turista convencional, sabemos que esa ilusión que es el viaje, mucho antes de que tenga lugar, es una nostalgia por lo desconocido, una nostalgia que te atrapa y que ya no te suelta, pues su evocación  se transforma en melancolía y ésta en la necesidad de repetir ese viaje que ya no es el mismo como tampoco lo eres tú. Y más que lo intelectual, lo que puedes recorrer a través de cualquier guía convencional, es lo emocional lo que te dirá si lo que has hecho es un viaje o un recorrido turístico.

Todavía hoy no sé muy bien  cómo me “transformó” ese viaje pero sé que lo hizo, de ahí que la nostalgia haya crecido, que mis deseos de seguir abriendo los ojos hayan crecido. Lo sé porque he hecho muchos viajes y ninguno ha dejado en mí sus huellas como este, tal vez también porque cada uno debe hacer su propio viaje allá donde lo lleve y a mí me llevó a las tierras australes, tal vez porque, como dice Alejo Carpentier en Los pasos perdidos, “los mundos nuevos tienen que ser vividos antes que explicados”. Y a pesar de todo, aquí me hallo buscando explicaciones a través de las notas, de los recuerdos, de las imágenes, como si pudiera conseguirlo. Vano intento, me temo, que tan sólo logrará enconar más la brecha que la melancolía sigue abriendo en espera de un imposible reencuentro.

No quisiera acabar este preámbulo sin hacer referencia a algunos libros que contribuyeron a alimentar la nostalgia por los lugares que recorrimos y por los que dejamos por descubrir y con los cuales tenemos una deuda pendiente. Unos, como los de Luis Sepúlveda (Patagonia Express y Mundo del fin del mundo) cayeron en mis manos años antes de emprender el viaje; otros, como En la Patagonia, de Bruce Chatwin, o Tres hombres a bordo del Beagle, de Richard Lee Marks, engordaron mis ilusiones en agosto de dos mil tres. Algunos nos fueron sorprendiendo durante el propio viaje, como el de Benjamín Franklin Bourne (traducido por César Aira), Cautivo en la Patagonia, que me encontró en las desiertas salas del aeropuerto de Trelew, La Patagonia vieja, de Andreas Madsen y La Patagonia rebelde, de Osvaldo Bayer, que capturaron a Goyo en El Calafate, o Patagonia. Territorio de la aventura, de Roberto Hosne, que no recuerdo dónde se tropezó conmigo. Por último, curiosidades de la vida, el libro de Mempo, al que hice referencia más arriba,  fue una sorpresa que me tenía reservada una vieja librería de La Habana.
Después, Goyo, ávido lector de historia y de historias, me prestó Viaje a los Andes Australes, el diario de la expedición que realizó Ramón Lista por aquellos territorios en 1890, y La Patagonia trágica, libro en el que José María Borrero nos cuenta un puñado de sucesos tristes pero que ayudan a comprender las cicatrices que todavía hoy recorren la piel de esas latitudes.
Y es que, como dice Reverte, “El viaje, la aventura y la literatura tienen en su fondo un mismo significado: acercarte al territorio de lo ignorado con el solo bagaje de tu libertad, intentando con ello detener el tiempo”. Sé que sólo es un intento inútil pero, como cuando uno piensa en un viaje, hay que dejarse llevar por la tentación.
Ya habrá tiempo para seguir degustando las pequeñas tentaciones que merecen ser exploradas. Eso sí, poco a poco, como cualquier placer bien entendido.

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