domingo, 20 de abril de 2014

CERROS DE VALPARAÍSO

La plaza Sotomayor sobrevive al tráfico y los autos sobreviven a los trolebuses  que la atraviesan, esquivándolos, junto al Hotel Victoria (1902), el edificio de Intendencia (1910), el Tribunal de Justicia (1939) y, en un rincón, empotrado entre edificios, el pasillo de entrada al ascensor El Peral (1901), que  conecta la plaza de Justica con Cerro Alegre. Este ascensor, por cierto, fue el primero de la ciudad en contar con un motor de vapor.
Cerro Alegre es un barrio que creció gracias a inmigrantes europeos, ingleses principalmente. Ofrece unas vistas espectaculares sobre la bahía, desde el balcón ajardinado y semicircular del llamado Paseo Yugoeslavo, donde se halla el Palacio Baburizza, hoy Museo de Bellas Artes.
El nombre del palacio se debe a su antiguo propietario, un croata enriquecido gracias al negocio del salitre y que adquirió este capricho art decó con referencias visibles a su patria chica y para quien el paseo yugoeslavo se convirtió en terraza privada.

Todo Cerro Alegre hace gala  a su nombre y rebosa vitalidad y encanto desde  sus pendientes e inevitables cuestas. Y también, cómo no, desde un sinnúmero de escaleras escondidas, laberínticas entre los edificios, muchos de los cuales presentan una arquitectura de equilibrio, forma y aspecto imposibles, obligados a ser singulares por el espacio, pero también por la artística indisciplina de sus habitantes, quienes retan cada día  al más original de los urbanistas, de los aparejadores o de los estetas. Porque, como reza en el suelo de uno de sus pasajes vecinales que salva el desnivel entre dos calles superpuestas una a la otra como las curvas de nivel del mapa del Cerro, lo importantes es amar la trama más que al desenlaceY la trama de este Pasaje Bavestrello, desde cuya escalera interior se accede a las viviendas de ambas calles, es mágica. Nada tiene que ver la fachada del edificio de la calle Álvaro Besa  con la calle Miramar y el insólito edificio que la justifica. Su encuentro y la parte de abajo que termina comunicando el pasaje con Urriola, en una curva imposible para sortear la empinada orografía, parece sacada de los intrincados espacios kafkianos.
Varios palacetes se mantienen en pie y han sido restaurados para albergar hoteles o restaurantes, pero otras muchas viviendas que abren sus balcones o galerías a la bahía están habitadas por gente corriente, por vecinos. Parece una zona tranquila y segura, salpicada de vegetación allí donde ha quedado un  hueco sin construir. Y se exhibe cierto aire entre lo decadente y lo postmoderno, entre la degradación a la que somete la pobreza y el empeño por superarla aunque sea a base de imaginación y entusiasmo.
Las calles adoquinadas fluctúan entre casitas agradables, recuperadas para la vida, y el caos en las proporciones, las fachadas y el cablerío que enreda los cielos del barrio y los convierte en un cristal roto en mil pedazos. Este cerro, uno de los que presenta más viviendas con cierto gusto  o estilo, avanza resuelto a recuperar la vitalidad perdida, aunque ahora, ya en otro tiempo, ésta pase por hacer concesiones al turismo, a través de restaurantes, galerías y ciertos oropeles de tendencia naif con que coquetean escaleras y edificios. Cuantas casas se suceden en sus abigarradas calles, que suben hasta la plazuela de San Luis –límite norte del cerro–, han sido acicaladas sobre la chapa ondulada. Lucen coloretes pastel con el aspecto entre colonial y victoriano que debió presentar en su día cada vivienda de esta colonia.
Cerro Ascensión es límite y prolongación de Cerro Alegre y también la zona de mayor influencia inglesa de toda la ciudad, con edificios forrados de fina chapa coloreada, y la presencia de las iglesias luterana y anglicana dentro del barrio. Salva el desnivel de casi cien metros hasta el puerto el ascensor más antiguo de Valparaíso (data de 1883).
Aquí la modernidad y la tradición se dan la mano, casi podríamos decir que se abrazan en la intimidad de los recónditos rincones en que se pierden los recovecos de sus callejas adoquinadas. Fluye la vida del barrio con guiños constantes al turista. De ahí los detalles de la pintura, el parpadeo de la belleza que se asoma en un ángulo oscuro, en la arquitectura insólita de un callejón, en la creativa sugerencia de una fachada.
El barrio parece querer reinventarse para el mundo sin perder su esencia, y lo va consiguiendo poco a poco, a través del entramado de pequeños negocios que aúnan el pintoresquismo y lo cosmopolita en un ambiente distendido, sin estridencias, acogedor como el sofá de nuestra casa a la vuelta de un duro día de trabajo.
Aquí se puede cenar un ceviche o un pescado a la plancha, acompañado de un vino chileno. Así lo hice en el Almacén Nacional, un coqueto y acogedor restaurante en la esquina entre Urriola y Almirante Mont, el lugar donde se hermanan Cerro Alegre y Cerro Concepción, sobre la certeza de la bahía nocturna, abierto a la tibieza que la noche transforma en placentera la velada.

La clientela de este concurrido local consigue mezclar a nacionales y extraños en torno a un agradable ambiente. Así, pues, el lugar perfecto para disfrutar de una cena relajada e íntima en este Alfama de Valparaíso, que de noche, adquiere alma seductora, cuando las parejas acuden a cenar o frecuentan su rinconcito más romántico o más plácido, ahora que el verano aprieta; y acá, arriba, el anochecer es síntoma de liberación de bochorno, de llegada de brisa refrescante… Es como  una película de época, con esos filtros que parecen retrotraernos a otros momentos. O como dice Neruda, describiendo la noche de esta ciudad: Un punto del planeta se iluminó, diminuto, en el universo vacío. Palpitaron las luciérnagas y comenzó a arder entre las montañas una herradura de oro. Esa luminosa herradura es Valparaíso.

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