La plaza Sotomayor
sobrevive al tráfico y los autos sobreviven a los trolebuses que la atraviesan, esquivándolos, junto al
Hotel Victoria (1902), el edificio de Intendencia (1910), el Tribunal de
Justicia (1939) y, en un rincón, empotrado entre edificios, el pasillo de
entrada al ascensor El Peral (1901),
que conecta la plaza de Justica con Cerro Alegre. Este ascensor, por cierto,
fue el primero de la ciudad en contar con un motor de vapor.
Cerro Alegre es un barrio que creció gracias a inmigrantes europeos,
ingleses principalmente. Ofrece unas vistas espectaculares sobre la bahía,
desde el balcón ajardinado y semicircular del llamado Paseo Yugoeslavo, donde
se halla el Palacio Baburizza, hoy Museo de Bellas Artes.
El nombre del palacio
se debe a su antiguo propietario, un croata enriquecido gracias al negocio del
salitre y que adquirió este capricho art decó con referencias visibles a su
patria chica y para quien el paseo yugoeslavo se convirtió en terraza privada.
Todo Cerro Alegre hace gala a su nombre y rebosa vitalidad y encanto
desde sus pendientes e inevitables
cuestas. Y también, cómo no, desde un sinnúmero de escaleras escondidas,
laberínticas entre los edificios, muchos de los cuales presentan una
arquitectura de equilibrio, forma y aspecto imposibles, obligados a ser
singulares por el espacio, pero también por la artística indisciplina de sus
habitantes, quienes retan cada día al
más original de los urbanistas, de los aparejadores o de los estetas. Porque,
como reza en el suelo de uno de sus pasajes vecinales que salva el desnivel
entre dos calles superpuestas una a la otra como las curvas de nivel del mapa
del Cerro, lo importantes es amar la
trama más que al desenlace. Y la trama de este Pasaje Bavestrello, desde
cuya escalera interior se accede a las viviendas de ambas calles, es mágica.
Nada tiene que ver la fachada del edificio de la calle Álvaro Besa con la calle Miramar y el insólito edificio
que la justifica. Su encuentro y la parte de abajo que termina comunicando el
pasaje con Urriola, en una curva imposible para sortear la empinada orografía,
parece sacada de los intrincados espacios kafkianos.
Varios palacetes se
mantienen en pie y han sido restaurados para albergar hoteles o restaurantes,
pero otras muchas viviendas que abren sus balcones o galerías a la bahía están
habitadas por gente corriente, por vecinos. Parece una zona tranquila y segura,
salpicada de vegetación allí donde ha quedado un hueco sin construir. Y se exhibe cierto aire
entre lo decadente y lo postmoderno, entre la degradación a la que somete la
pobreza y el empeño por superarla aunque sea a base de imaginación y
entusiasmo.
Las calles adoquinadas
fluctúan entre casitas agradables, recuperadas para la vida, y el caos en las
proporciones, las fachadas y el cablerío
que enreda los cielos del barrio y los convierte en un cristal roto en mil
pedazos. Este cerro, uno de los que presenta más viviendas con cierto
gusto o estilo, avanza resuelto a
recuperar la vitalidad perdida, aunque ahora, ya en otro tiempo, ésta pase por
hacer concesiones al turismo, a través de restaurantes, galerías y ciertos
oropeles de tendencia naif con que coquetean escaleras y edificios. Cuantas
casas se suceden en sus abigarradas calles, que suben hasta la plazuela de San
Luis –límite norte del cerro–, han sido acicaladas sobre la chapa ondulada. Lucen
coloretes pastel con el aspecto entre colonial y victoriano que debió presentar
en su día cada vivienda de esta colonia.
Cerro Ascensión es límite y prolongación de Cerro Alegre y también la zona de mayor influencia inglesa de toda
la ciudad, con edificios forrados de fina chapa coloreada, y la presencia de las
iglesias luterana y anglicana dentro del barrio. Salva el desnivel de casi cien
metros hasta el puerto el ascensor más antiguo de Valparaíso (data de 1883).
Aquí la modernidad y la
tradición se dan la mano, casi podríamos decir que se abrazan en la intimidad
de los recónditos rincones en que se pierden los recovecos de sus callejas
adoquinadas. Fluye la vida del barrio con guiños constantes al turista. De ahí
los detalles de la pintura, el parpadeo de la belleza que se asoma en un ángulo
oscuro, en la arquitectura insólita de un callejón, en la creativa sugerencia
de una fachada.
El barrio parece querer
reinventarse para el mundo sin perder su esencia, y lo va consiguiendo poco a
poco, a través del entramado de pequeños negocios que aúnan el pintoresquismo y
lo cosmopolita en un ambiente distendido, sin estridencias, acogedor como el
sofá de nuestra casa a la vuelta de un duro día de trabajo.
Aquí se puede cenar un
ceviche o un pescado a la plancha, acompañado de un vino chileno. Así lo hice
en el Almacén Nacional, un coqueto y
acogedor restaurante en la esquina entre Urriola y Almirante Mont, el lugar
donde se hermanan Cerro Alegre y Cerro Concepción, sobre la certeza de la bahía
nocturna, abierto a la tibieza que la noche transforma en placentera la velada.
La clientela de este
concurrido local consigue mezclar a nacionales y extraños en torno a un
agradable ambiente. Así, pues, el lugar perfecto para disfrutar de una cena
relajada e íntima en este Alfama de Valparaíso, que de noche, adquiere alma
seductora, cuando las parejas acuden a cenar o frecuentan su rinconcito más
romántico o más plácido, ahora que el verano aprieta; y acá, arriba, el
anochecer es síntoma de liberación de bochorno, de llegada de brisa
refrescante… Es como una película de
época, con esos filtros que parecen retrotraernos a otros momentos. O como dice
Neruda, describiendo la noche de esta ciudad: Un punto del planeta se iluminó, diminuto, en el universo vacío.
Palpitaron las luciérnagas y comenzó a arder entre las montañas una herradura
de oro. Esa luminosa herradura es Valparaíso.
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