miércoles, 28 de agosto de 2013

BUENOS AIRES-CORRIENTES

Como dice Tomás Eloy Gonzalo, en un artículo publicado en El País, nada es tan difícil como abarcar un país con palabras. Hay demasiadas cifras, demasiadas historias, demasiadas preguntas condenadas a no tener respuesta. Estoy totalmente de acuerdo con él y más aún después de visitar la Argentina dos veces con un intervalo de diez años entre una y otra visita.
Y qué decir de Buenos Aires, una ciudad interminable, más de diez millones de habitantes en el Gran Buenos Aires, más de cien kilómetros entre los arrabales extremos del Tigre y de Quilmes. Imposible plasmar mínimamente todo un universo en tan poco espacio. Por eso ahora comienzo una serie de artículos en torno a esta urbe y sus rincones, con la certeza de que son impresiones fugaces de una ciudad inasible.
Dicen que el tango es la banda sonora de Buenos Aires...Las letras de sus canciones deberían estar escritas por la prensa porque ni el lunfardo es capaz de expresar los  desgarros que sufrió este país y el escaparate de su capital, “la Nueva York frustrada de Roberto Arlt”, a decir de Olivier Rolin cuando habla de Buenos Aires. No hay más que ver los rascacielos que se elevan hoy en Puerto Madero, poco más que una cloaca que se ha ido convirtiendo en la city. Porque esta ciudad tiene alma porteña y vocación parisina pero sus deseos se parecen más a los del amigo norteamericano.

“En las estaciones de Retiro, de Once, de Constitución, de Federico Lacroce, se mezclan el sueño caído de una nueva América blanca, vertiente latina, “al sur del sur”, de los Estados Unidos anglosajones, y la ascendente realidad del tercer mundo. Presidio cosmopolita, literario y decadente, refinado y cruel, asido al flanco de un continente al que desearía ignorar, Buenos Aires tiene algo de la Alejandría del Cuarteto” (Sigo citando a Rolin y así ha de entenderse cada vez que abra comillas).
Sin embargo, en su propia decadencia hay algo que resurge  en esta ciudad como si la rebeldía retórica  y vehemente de todo argentino se concentrara, negándose a aceptar un papel secundario en el mapa del poder y resulte imposible retornar a los tiempos en que Argentina presumía de  disfrutar de  más teléfonos que Francia y más automóviles que Japón. En eso es infatigable, aunque peque un poco de ciertas virtudes que se transforman en defectos a poco que no se preste la debida atención, como si Borges fuera el paradigma de lo porteño, siempre dispuesto a descubrir mundos recónditos, perdidos en la nada e ignorante de cuanto acontece en lo más próximo, incapaz de adelantarse  a la fatalidad  que se le echa encima.
Pero para las penas, nada como el tango, reconfortante dolor que se transforma en bálsamo cuando hay un trago y alguien con quien compartirlo:
Tango argentino.
¡Sos el himno del suburbio
Y en jaranas o disturbios,
siempre supiste tallar!
¡Y en los patios,
con kerosén alumbrados,
los taitas te han proclamado
el alma del arrabal       (Tango argentino, de Alfredo Bigeschi)
Si todavía quedan ganas de desbocar pasiones, siempre nos queda el fútbol, o lo que es lo mismo de la Bombonera, donde jugó Maradona, quien cuenta con su propia secta. No  debe resultar extraño que tropecemos con algún cartel donde se dice que los tres pilares de Argentina son: la Virgen de Luján, San Martín y Maradona.
Si de política casi todo el mundo opina y es capaz de resolver la crisis mundial, el fútbol es una cruzada religiosa donde siempre hay un enemigo que no puede salir indemne. Aunque no preguntes ni opines alguien te abordará con tono de guasa: ¿Saben por qué a los hinchas del Boca les llaman huevos fritos? …porque están debajo de la gallina y están calentitos. ¿Y saben por qué les llaman dulce de leche? …porque todos le meten el dedo.
Charlar  y, sobre todo, despotricar contra alguien por el fútbol sí que es el verdadero deporte nacional. En la radio pude oír el siguiente comentario ante la alegría por la victoria del equipo: ¡Pierden  veinte mil veces, ganan dos y ya están de tocapelotas!
Mientras tanto, el mundo gira. “Las seis y media de la tarde, en el centro. Los rótulos de los cines se encienden en la calle Lavalle, el sol poniente forma, por las avenidas que descienden del oeste –Santa Fe, Corrientes, Córdoba–, largas franjas de luz en la sombra rutilante que invade Nueve de Julio, asciende como un líquido en torno al obelisco de la plaza de la República”. Siempre me ha impresionado esta  gigantesca avenida, como un exceso que te complace aunque no te acostumbras a él y debes darle tiempo antes de regresar.
La muchedumbre a esta hora invade los pasos de peatones de los semáforos apresurada como un camino de hormigas  obreras. En las pausas, resuena el parloteo innumerable de las fórmulas que riman la conversación porteña, macanudo, che, boludo, mirá vos, qué pelotudo, qué pavada, bárbaro..., la música bastante cómica de ese español modulado a la italiana”.
Cerca, en Corrientes, una vez atravesada Callao, termina el carnaval. Un grupo de comparsas populares se despide hasta el próximo año con un tono vocinglero que no oculta el cansancio. Resulta un tanto patético pero es esta una tradición que tiene raigambre y aguanta el paso del tiempo.

Tengo la idea no sé si equivocada, de que la calle Corrientes es un espejo de lo mejor y de lo peor de Buenos Aires. Recorrerla es todo un placer, no siempre dulce. No hay muchos lugares con tanto espectáculo teatral en el mundo hispano, el Brodway porteño se anuncia en gigantescos lienzos y luces de neón mientras el subte vomita a un gentío de noctámbulos y engulle a cuantos regresan de las compras o del laburo. Riqueza y pobreza unidas por unas horas en las aceras, en las librerías de segunda mano que no cierran, en los establecimientos de comida rápida que aguardan la salida de las salas de cine o teatro, gente que toca en la calle la siempre triste melodía del fracaso, vendedores de camisetas de imitación, de enchufes universales o de cualquier chuchería en esos quiosquillos casi improvisados que también se recogen llegada la hora… Toda la fauna humana en la calle  “más plebeya, más nocturna: cines, pizzas, bares, revistas de desnudos, puestos de periódicos, librerías y vendedores de cassettes, quioscos de cigarrillos, bombones y porquerías diversas, abiertos hasta el alba para los noctámbulos; Corrientes, la italiana cuyos brillos fluorescentes recortaron, noche tras noche, durante años, el rostro anguloso, sarcástico, de un intrigante anónimo entre la multitud de los inmigrantes, pobre como ellos, amargo como ellos, habitando como ellos la triste habitación de un conventillo, un amueblado, el Palomar, en el número 1258. El café Rex donde Gombrowicz jugaba al ajedrez, intentaba hacerse pasar por un conde polaco y traducía  Ferdydurke al español con una pandilla de amigos, el café Rex sigue allí, junto a la gigantesca sala cinematográfica. Diario, 1 de enero de 1955: “Bajo por la avenida Corrientes, solo y desesperado”. Tan solo como mucha de la gente que seguirá paseando por esta calle tan emblemática de Buenos Aires.







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