Como dice
Tomás Eloy Gonzalo, en un artículo publicado en El País, nada es tan difícil como abarcar un país con
palabras. Hay demasiadas cifras, demasiadas historias, demasiadas preguntas
condenadas a no tener respuesta. Estoy totalmente de acuerdo con él y más aún
después de visitar la Argentina dos veces con un intervalo de diez años entre una
y otra visita.
Y qué decir de Buenos Aires, una ciudad
interminable, más de diez millones de habitantes en el Gran Buenos
Aires, más de cien kilómetros entre los arrabales extremos del Tigre y de
Quilmes. Imposible plasmar mínimamente todo un universo en tan poco espacio.
Por eso ahora comienzo una serie de artículos en torno a esta urbe y sus
rincones, con la certeza de que son impresiones fugaces de una ciudad inasible.
Dicen que el
tango es la banda sonora de Buenos Aires...Las letras de sus canciones deberían
estar escritas por la prensa porque ni el lunfardo es capaz de expresar
los desgarros que sufrió este país y el
escaparate de su capital, “la Nueva
York frustrada de Roberto Arlt”, a decir de Olivier Rolin cuando habla de
Buenos Aires. No hay más que ver los rascacielos que se elevan hoy en Puerto
Madero, poco más que una cloaca que se ha ido convirtiendo en la city. Porque esta ciudad tiene alma
porteña y vocación parisina pero sus deseos se parecen más a los del amigo
norteamericano.
“En las
estaciones de Retiro, de Once, de Constitución, de Federico Lacroce, se mezclan
el sueño caído de una nueva América blanca, vertiente latina, “al sur del sur”,
de los Estados Unidos anglosajones, y la ascendente realidad del tercer mundo.
Presidio cosmopolita, literario y decadente, refinado y cruel, asido al flanco
de un continente al que desearía ignorar, Buenos Aires tiene algo de la
Alejandría del Cuarteto” (Sigo
citando a Rolin y así ha de entenderse cada vez que abra comillas).
Sin embargo, en
su propia decadencia hay algo que resurge
en esta ciudad como si la rebeldía retórica y vehemente de todo argentino se concentrara,
negándose a aceptar un papel secundario en el mapa del poder y resulte
imposible retornar a los tiempos en que Argentina
presumía de disfrutar de más teléfonos que Francia y más automóviles
que Japón. En eso es infatigable, aunque peque un poco de ciertas virtudes que
se transforman en defectos a poco que no se preste la debida atención, como si
Borges fuera el paradigma de lo porteño, siempre dispuesto a descubrir mundos
recónditos, perdidos en la nada e ignorante de cuanto acontece en lo más
próximo, incapaz de adelantarse a la
fatalidad que se le echa encima.
Pero para las penas, nada como el tango,
reconfortante dolor que se transforma en bálsamo cuando hay un trago y alguien
con quien compartirlo:
Tango argentino.
Y en jaranas o disturbios,
siempre supiste tallar!
¡Y en los patios,
con kerosén alumbrados,
los taitas te han proclamado
el alma del arrabal (Tango
argentino, de Alfredo Bigeschi)
Si todavía
quedan ganas de desbocar pasiones, siempre nos queda el fútbol, o lo que es lo
mismo de la Bombonera, donde jugó Maradona, quien cuenta con su propia secta. No debe resultar extraño que tropecemos con algún
cartel donde se dice que los tres pilares de Argentina son: la Virgen de Luján,
San Martín y Maradona.
Si de política casi
todo el mundo opina y es capaz de resolver la crisis mundial, el fútbol es una
cruzada religiosa donde siempre hay un enemigo que no puede salir indemne.
Aunque no preguntes ni opines alguien te abordará con tono de guasa: ¿Saben por
qué a los hinchas del Boca les llaman huevos fritos? …porque están debajo de la
gallina y están calentitos. ¿Y saben por qué les llaman dulce de leche? …porque
todos le meten el dedo.
Charlar y, sobre todo, despotricar contra alguien por
el fútbol sí que es el verdadero deporte nacional. En la radio pude oír el
siguiente comentario ante la alegría por la victoria del equipo: ¡Pierden veinte mil veces, ganan dos y ya están de
tocapelotas!
Mientras tanto,
el mundo gira. “Las seis y media de la tarde, en el centro. Los rótulos de los
cines se encienden en la calle Lavalle, el sol poniente forma, por las avenidas
que descienden del oeste –Santa Fe, Corrientes, Córdoba–, largas franjas de luz
en la sombra rutilante que invade Nueve de Julio, asciende como un líquido en
torno al obelisco de la plaza de la República”. Siempre me ha impresionado
esta gigantesca avenida, como un exceso
que te complace aunque no te acostumbras a él y debes darle tiempo antes de
regresar.
La muchedumbre
a esta hora invade los pasos de peatones de los semáforos apresurada como un
camino de hormigas obreras. En las
pausas, resuena el parloteo innumerable de las fórmulas que riman la
conversación porteña, macanudo, che,
boludo, mirá vos, qué pelotudo, qué pavada, bárbaro..., la música bastante
cómica de ese español modulado a la italiana”.
Cerca, en
Corrientes, una vez atravesada Callao, termina el carnaval. Un grupo de
comparsas populares se despide hasta el próximo año con un tono vocinglero que
no oculta el cansancio. Resulta un tanto patético pero es esta una tradición
que tiene raigambre y aguanta el paso del tiempo.
Tengo la idea
no sé si equivocada, de que la calle Corrientes es un espejo de lo mejor y de
lo peor de Buenos Aires. Recorrerla es todo un placer, no siempre dulce. No hay
muchos lugares con tanto espectáculo teatral en el mundo hispano, el Brodway
porteño se anuncia en gigantescos lienzos y luces de neón mientras el subte vomita a un gentío de noctámbulos
y engulle a cuantos regresan de las compras o del laburo. Riqueza y pobreza unidas por unas horas en las aceras, en
las librerías de segunda mano que no cierran, en los establecimientos de comida
rápida que aguardan la salida de las salas de cine o teatro, gente que toca en
la calle la siempre triste melodía del fracaso, vendedores de camisetas de
imitación, de enchufes universales o de cualquier chuchería en esos
quiosquillos casi improvisados que también se recogen llegada la hora… Toda la
fauna humana en la calle “más plebeya,
más nocturna: cines, pizzas, bares, revistas de desnudos, puestos de
periódicos, librerías y vendedores de cassettes, quioscos de cigarrillos,
bombones y porquerías diversas, abiertos hasta el alba para los noctámbulos;
Corrientes, la italiana cuyos brillos fluorescentes recortaron, noche tras
noche, durante años, el rostro anguloso, sarcástico, de un intrigante anónimo
entre la multitud de los inmigrantes, pobre como ellos, amargo como ellos,
habitando como ellos la triste habitación de un conventillo, un amueblado, el
Palomar, en el número 1258. El café Rex donde Gombrowicz jugaba al ajedrez,
intentaba hacerse pasar por un conde polaco y traducía Ferdydurke
al español con una pandilla de amigos, el café Rex sigue allí, junto a la
gigantesca sala cinematográfica. Diario,
1 de enero de 1955: “Bajo por la avenida Corrientes, solo y desesperado”. Tan
solo como mucha de la gente que seguirá paseando por esta calle tan emblemática
de Buenos Aires.
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