lunes, 19 de agosto de 2013

MERCADOS EN MARRAKECH

Pocas cosas definen a un pueblo como sus mercados. En el caso de los países árabes aún más. Si hablamos de los zocos de Marrakech, nos referimos a un ejemplo superlativo de un  carácter que combina elementos marroquíes y bereberes. No se entiende nada de este mundo si uno no se abandona un poco entre artesanos, vendedores, compradores y curiosos.
Como dice Elías Canetti, “en una sociedad que tanto oculta, que esconde celosamente a los extraños el interior de sus casas, la figura y el rostro de sus mujeres e incluso sus lugares de santos, esa progresiva apertura de todo cuanto se elabora y vende, resulta atrayente en doble medida”. Y es que no hay nada tan estimulante como perderse por los distintos rincones de los zocos, que no son, en parte, más que reminiscencias  de los antiguos gremios medievales. Así, pues, el paseo supone hacer un viaje en el tiempo para regresar a aquellas épocas en las que cada grupo de artesanos compartía ciertos espacios –¡como si la especialización por secciones que hoy presentan los grandes almacenes fuera un invento actual!–.

Además, en una sociedad como la nuestra en la que los productos, incluso aquellos más cotidianos o simples, proceden de lugares remotos y desconocemos cómo y con qué se han elaborado, es muy sugerente poder contemplar a los artesanos domeñando los materiales más elementales, como el barro, la madera, el metal…; moldeando lo deforme,  templando la demasía, haciendo mesurado lo excesivo, y al fin, creando objetos útiles y al mismo tiempo marcados por el genio creador del hombre. En cada cual queda la opción de considerar a esa transformación, a veces más cerca de la estética que de la practicidad, como arte o como artesanía, que habrá gustos para una u otra consideración.
El suq es consustancial a las ciudades árabes como lo era la plaza a los pueblos castellanos. En ellos se entreteje una parte importante de la vida de sus habitantes. Tal vez por ello, es recomendable acercarse a alguno de estos zocos sin ningún interés por la compra, como mero espectador, aunque finalmente es difícil que alguien se escape sin regresar con algo que ni siquiera había imaginado que pudiera adquirir. Y eso es lo que hice luciendo ropas musulmanas que había comprado dos días antes; a saber, pantalón afgano, camisola blanca y taqiya, un gorro de ganchillo tejido en algodón más grande que la quipá hebrea . De esta guisa y con el ánimo relajado, iba dispuesto  a disfrutar de ese mundo que se desarrolla entre sol y sombra, en las penumbras del zoco.
Lo primero que cabe decir, cuando uno se pasea por estos gigantescos mercados en parte cubiertos, es que son un verdadero atracón para los sentidos. Pocos lugares  existirán en el mundo en donde se estén sobreexponiendo estos a un grado tan intenso de sensibilización.
Se suceden los incontables colores con que se exhiben cientos de  babuchas, los tejidos, las lámparas creadoras de un universo de farolillos de cristales, las pequeñas montañas de sustancias de las que desconocemos su uso, aunque son tan atractivas que nos las comeríamos… Los sonidos de caldereros, herreros, latoneros, carpinteros, o marroquineros,  se multiplican entre los susurros de quienes conversan, entre las voces de aguadores o de vendedores que buscan captar clientes o anunciar sus mercaderías, entre los saludos fugaces de cuantos viven en movimiento en este hormiguero. Y qué decir de los aromas que se desprenden a cada paso, unos propios de la aglomeración de seres humanos que pueblan los zocos; otros, anunciadores de la novedad en nuestro recorrido anárquico, ya sea ésta  la presencia de peleteros, guarnicioneros, perfumistas o pasteleros… Son delicias las obras de estos artistas del pequeño dulce árabe pintado  de miel y adornado de frutos secos, con nombres que nos trasladan a los cuentos orientales, como barazek, warda, daftar, suara, hariza…, y se nos deshacen en la boca acompañados del tan afamado té moruno. También queda espacio para el tacto, el roce de nuestra piel cuando testamos la finura de una chilaba o una gandora, cuando apreciamos el pulido  acabado de una caja de madera con incrustaciones, el anudado de una alfombra o el vidriado recubrimiento de un tajim de barro. Todo se incorpora a esa otra  memoria  creadora de  un mapa de sensaciones que tarde o temprano evocarán un instante único, un rincón especial, una imagen irrepetible…
Uno se va perdiendo en este laberinto sin el hilo que sea capaz de rescatarlo y en el  que se van sucediendo los puestos grandes o pequeños, pero siempre asociados por el producto que ofertan. “Hay un bazar de especias y otro de artículos de piel. Los cordeleros tienen su sitio y los cesteros el suyo. Entre los vendedores de tapices algunos poseen grandes y amplios almacenes; se pasa por delante de ellos como si constituyesen una ciudad aparte, en la cual se nos invita enfáticamente a entrar. Los joyeros se disponen alrededor de un patio propio, en muchas de cuyas estrechas tiendas pueden verse hombres trabajando. Se encuentra de todo, pero siempre repetido.” Lo describe Canetti al recordar alguno de sus paseos por los suqs de Marrakech.
Supongo que aunque no se refiera a ello, también se habrá convencido de la capacidad de adaptación al cliente que poseen los vendedores de estos zocos, cómo conocen al ser humano, qué pronto son capaces de determinar con qué tipo de persona deben lidiar para tratar de vender sus productos.
Resulta sorprendente la facilidad con qué te abordan para, chapurreando en distintos idiomas, conocer el lugar del que procedes. Y enseguida, te abordan con chascarrillos que, inevitablemente, provocan tu sonrisa:
        ¡Más barato que en “Día”! El Carrefour marroquí. 
El primer paso ya está dado, el hielo se ha roto y el paso siguiente es introducirte en su espacio. Para ello te invitan a entrar, te acompañan tomándote con el brazo por encima de los hombros como a un viejo amigo, mientras te insisten en que no es necesario que compres nada, que sólo quieren enseñarte su negocio y nada más. Este juego se repite en cada suq por el que pasas: enjass (caldereros), lablari (babuchas), sherratín (marroquinería), smarin (textiles), esrabi (alfombras), savarín (tintoreros), dabalsh (joyeros)…
Te pierdes por entre los olores y colores que distinguen a las especias, los herbolarios, con ese aire de medicina antigua y ancestral y se te engancha alguien al brazo, y te ofrece con gracia como en una confidencia:
-          El “Viagra” natural, amigo.
Y le contesto, socarrón y en un alarde de falsa fanfarronería:
-          No lo necesito. No ves que pantalones más amplios me pongo.
Pero él, finalmente, le da una vuelta más a la bravuconada para continuar en su intento de vender lo que tiene:
-          También tengo Antiviagra natural…para los que son demasiado fuertes.
Se ríe de su salida y me arrastra hacia otro rincón en el que entre la penetrante mezcla de aromas, vuelve a hacerme un nuevo ofrecimiento:
-                 ¿No te interesa un matamosquitos natural? –señala frente a nosotros a unos enormes camaleones con esos ojazos de resignación que los caracterizan, como si estuvieran ya aburridos de que su dueño los ofreciera  una y otra vez sin resultado alguno.
Me río y mi nuevo amigo aprovecha para llevarme hasta otro lugar en donde me acerca a la nariz un olor penetrante que también me ofrece. Se trata de almizcle y pretende que me lleve un perfume elaborado con él, entre otros ingredientes. Después, cuando ya desiste de poder convencerme, se despide de mí como “amigo” y vuelve a esperar hasta que pase delante de su tienda otro extranjero para repetir parecida estrategia persuasiva.
Cerca, en un patio de los muchos que se crean en este entramado de no previstas callejuelas, alguien parece rezar. La luz que entra en diagonal porque el entramado de cañas que protege este rincón del sol únicamente cubre una parte del espacio da una dimensión más íntima al instante. Lo abandono en silencio y acabo desembocando en un lugar alargado, de unos diez metros, y en cuya espina dorsal, amparadas por unos toldos, exponen sus trabajos una serie de mujeres cubiertas de pies a cabeza, salvo los ojos y las manos. Aquí compré mi taqiya. La mujer que me lo vendió, me reconoce y en un perfecto castellano, tras su velo me espeta:
-          Fuiste un bereber en la compra del gorro.
Parece ser que los bereberes tienen fama de ser duros de roer, incluso cuando se regatea. Y hablar de los zocos árabes es hablar de regateo, una manera olvidada de interpretar el comercio que nos remonta a otros tiempos. Hoy es un juego en el que el extraño tiene como objetivo acabar satisfecho con lo que paga, pues, evidentemente, el principal beneficiario es el vendedor. En cualquier caso, se trata de entender que esa simulación de alternativas para acordar el dinero que pagarás por lo que adquieres debe diferenciar entre el valor que tu estimes sobre el producto que pretendes y el precio finalmente abonado. A mí, desde luego, me divierte. Tanto que, a veces, he llegado a porfiar durante un buen rato por unos céntimos. Pero así es el juego.
Al otro lado de esta apertura que permite ver el cielo pero también sufrir los rigores del sol, se abren como flores sobre las paredes  o las vigas de madera cestas, cestillos, canastas… mimbre, en cualquier forma y tamaño, teñido de colores o natural. Y desde detrás de la estera o la cortina, sale alguien con una oferta inigualable:
-¡Todo gratis! ¡Todo gratis!
A pesar de ello, te resistes y crees haber vencido al vendedor y a tu propio impulso. Aunque siempre te recuerdan lo que has comprado y te lanzan alguna andanada de dudas. Señalando mi ropa, un vendedor me pregunta por el precio que he pagado por ella y, como cometo el error de decírselo, sin más, intenta introducirme en su comercio, al mismo tiempo que farfulla con una sonrisa en la boca:
-¡Muy caro! Yo vendo por la mitad!
Esto es otra de las lecciones que uno aprende cuando adquiere algo en el zoco. Jamás vuelvas a pedir precio por un artículo similar porque siempre lo  hallarás a un precio inferior al  que pagaste por él por muy bajo que hubiera sido el montante de tu compra. En cualquier caso, ve con despreocupación y disfruta de la experiencia, sabiendo que son especialistas en la zalamería y el camelo. Y ahí va un ejemplo que ilustra lo que digo.
Antes de llegar a la altura de un comercio de bolsos de piel y mientras mis compañeros de paseo se paraban a curiosear en otro negocio, alguien  me vuelve a tratar como a un íntimo, me abraza y “me invita” a entrar en su casa que es “tu casa”. Mientras pregunta si soy seguidor de algún equipo de fútbol de la liga española. Cuando descubre que sigo al Barça, en un gesto de aparente euforia me lleva hasta uno de los muchos recovecos de su negocio en donde sólo queda espacio, en la pared y entre los cientos de bolsos, para un póster de “nuestro equipo”. Sabe y canta la alineación completa mientras ofrece bolsos “para tu mujer. Precio especial Barça”.
Finalmente, cuando llega a la conclusión de que no voy a comprar nada, me lleva agarrado por los hombros, con camaradería, hasta otro habitáculo más escondido dentro del laberinto de su negocio y también en un hueco de la pared reconozco al Real Madrid. El ríe, mientras me acompaña a la salida y dice:
-Vienen de Real Madrid y tengo que llevar pan a mis hijos. Pero soy de Barça, amigo.


La cuestión es que, como suponía, acabé comprando algo, algo verdaderamente inútil para mí que tengo más oreja que oído. Todo sucedió, como todo lo que acontece en el zoco, de manera natural, sin que te des cuenta. Pasando por una de las muchas galerías en que se apiñan los vendedores de instrumentos musicales, acabé tomando asiento junto a una de las muchas tiendas que se suceden como clones, aunque no haya dos iguales. Sentado, junto a dueño, que me sirve un té que agradezco, tras tanto tiempo sin parar por este maravilloso termitero, me habla en un castellano casi perfecto, pues sólo arrastra la r como los franceses. La cordialidad me lleva a comentarle que tengo un amigo músico, que, además, colecciona instrumentos musicales y comienza a enseñarme unos instrumentos, para mí tan extraños como bellos. Me comenta que no pretende vendérmelos y me indica lo prohibitivo de su precio. Así va transcurriendo el tiempo entre charla y té. Reconozco que resulta agradable pasear por el zoco, que disfruto pero que, precisamente, tengo unas dificultades tremendas para la música, una actividad fuera de mi alcance. Entonces toma un instrumento de cuerda y va sacándole sonidos que me sorprenden tanto como me agradan. Me dice que debo acompañarle don un tambor cuadrado bereber. Me enseña cómo hacerlo y lo sencillo que resulta. Es un instrumento curioso que tiene grabada la mano de Fátima, resulta bonito y suena bien cuando lo toca “mi amigo”; no así cuando lo hago yo. Pero ahí estoy tratando de interpretar con el tambor que me llevaré,  con la promesa de nuevas clases para el día siguiente, a pesar de que, como el generoso vendedor acepta cuando se despide de mí hasta el día siguiente, para la música “eres  caso imposible. Pero vuelve que lo intentaremos”.
Es lo que tiene el suq, que pueden vender un instrumento musical a un sordo. Y el sordo, en este caso yo, se va tan satisfecho.
Deambula  cuanto quieras sumergiéndote en el entramado irreproducible de este gran mercado, toma algún tentempié de vez en cuando. No encontrarás muchos lugares tan atractivos en el mundo.

“Muy cerca resplandecen los pinos del Atlas, que alguien podría tomar por la cordillera de los Alpes, si la luz sobre ellos no fuese tan intensa y las palmeras no se interpusieran entre ellos y la ciudad”. Releo a Canetti en la azotea de uno de los cafés que dan a Jamaa el Fna, mientras el sol va cayendo, la plaza va despertando y yo sonrío con mi nuevo instrumento, quizás el verdadero descubrimiento de una vocación y un talento que debo tener bastante ocultos.





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