Pocas
cosas definen a un pueblo como sus mercados. En el caso de los países árabes
aún más. Si hablamos de los zocos de Marrakech, nos referimos a un ejemplo
superlativo de un carácter que combina
elementos marroquíes y bereberes. No se entiende nada de este mundo si uno no
se abandona un poco entre artesanos, vendedores, compradores y curiosos.
Como
dice Elías Canetti, “en una sociedad que tanto oculta, que esconde celosamente
a los extraños el interior de sus casas, la figura y el rostro de sus mujeres e
incluso sus lugares de santos, esa progresiva apertura de todo cuanto se
elabora y vende, resulta atrayente en doble medida”. Y es que no hay nada tan
estimulante como perderse por los distintos rincones de los zocos, que no son,
en parte, más que reminiscencias de los
antiguos gremios medievales. Así, pues, el paseo supone hacer un viaje en el
tiempo para regresar a aquellas épocas en las que cada grupo de artesanos
compartía ciertos espacios –¡como si la especialización por secciones que hoy
presentan los grandes almacenes fuera un invento actual!–.
Además,
en una sociedad como la nuestra en la que los productos, incluso aquellos más
cotidianos o simples, proceden de lugares remotos y desconocemos cómo y con qué
se han elaborado, es muy sugerente poder contemplar a los artesanos domeñando
los materiales más elementales, como el barro, la madera, el metal…; moldeando
lo deforme, templando la demasía,
haciendo mesurado lo excesivo, y al fin, creando objetos útiles y al mismo
tiempo marcados por el genio creador del hombre. En cada cual queda la opción
de considerar a esa transformación, a veces más cerca de la estética que de la
practicidad, como arte o como artesanía, que habrá gustos para una u otra
consideración.
El
suq es consustancial a las ciudades
árabes como lo era la plaza a los pueblos castellanos. En ellos se entreteje
una parte importante de la vida de sus habitantes. Tal vez por ello, es
recomendable acercarse a alguno de estos zocos sin ningún interés por la
compra, como mero espectador, aunque finalmente es difícil que alguien se
escape sin regresar con algo que ni siquiera había imaginado que pudiera
adquirir. Y eso es lo que hice luciendo ropas musulmanas que había comprado dos
días antes; a saber, pantalón afgano, camisola blanca y taqiya, un gorro de ganchillo tejido en
algodón más grande que la quipá
hebrea . De esta guisa y con el ánimo relajado, iba dispuesto a disfrutar de ese mundo que se desarrolla
entre sol y sombra, en las penumbras del zoco.
Lo
primero que cabe decir, cuando uno se pasea por estos gigantescos mercados en
parte cubiertos, es que son un verdadero atracón para los sentidos. Pocos
lugares existirán en el mundo en donde
se estén sobreexponiendo estos a un grado tan intenso de sensibilización.
Se
suceden los incontables colores con que se exhiben cientos de babuchas, los tejidos, las lámparas creadoras
de un universo de farolillos de cristales, las pequeñas montañas de sustancias de
las que desconocemos su uso, aunque son tan atractivas que nos las comeríamos… Los
sonidos de caldereros, herreros, latoneros, carpinteros, o marroquineros, se multiplican entre los susurros de quienes
conversan, entre las voces de aguadores o de vendedores que buscan captar
clientes o anunciar sus mercaderías, entre los saludos fugaces de cuantos viven
en movimiento en este hormiguero. Y qué decir de los aromas que se desprenden a
cada paso, unos propios de la aglomeración de seres humanos que pueblan los
zocos; otros, anunciadores de la novedad en nuestro recorrido anárquico, ya sea
ésta la presencia de peleteros,
guarnicioneros, perfumistas o pasteleros… Son delicias las obras de estos
artistas del pequeño dulce árabe pintado
de miel y adornado de frutos secos, con nombres que nos trasladan a los
cuentos orientales, como barazek, warda,
daftar, suara, hariza…, y se nos deshacen en la boca acompañados del tan
afamado té moruno. También queda espacio para el tacto, el roce de nuestra piel
cuando testamos la finura de una chilaba
o una gandora, cuando apreciamos el
pulido acabado de una caja de madera con
incrustaciones, el anudado de una alfombra o el vidriado recubrimiento de un tajim de barro. Todo se incorpora a esa
otra memoria creadora de
un mapa de sensaciones que tarde o temprano evocarán un instante único,
un rincón especial, una imagen irrepetible…
Uno
se va perdiendo en este laberinto sin el hilo que sea capaz de rescatarlo y en
el que se van sucediendo los puestos
grandes o pequeños, pero siempre asociados por el producto que ofertan. “Hay un
bazar de especias y otro de artículos de piel. Los cordeleros tienen su sitio y
los cesteros el suyo. Entre los vendedores de tapices algunos poseen grandes y
amplios almacenes; se pasa por delante de ellos como si constituyesen una
ciudad aparte, en la cual se nos invita enfáticamente a entrar. Los joyeros se
disponen alrededor de un patio propio, en muchas de cuyas estrechas tiendas
pueden verse hombres trabajando. Se encuentra de todo, pero siempre repetido.”
Lo describe Canetti al recordar alguno de sus paseos por los suqs de Marrakech.
Supongo
que aunque no se refiera a ello, también se habrá convencido de la capacidad de
adaptación al cliente que poseen los vendedores de estos zocos, cómo conocen al
ser humano, qué pronto son capaces de determinar con qué tipo de persona deben
lidiar para tratar de vender sus productos.
Resulta
sorprendente la facilidad con qué te abordan para, chapurreando en distintos
idiomas, conocer el lugar del que procedes. Y enseguida, te abordan con
chascarrillos que, inevitablemente, provocan tu sonrisa:
El primer paso ya está
dado, el hielo se ha roto y el paso siguiente es introducirte en su espacio.
Para ello te invitan a entrar, te acompañan tomándote con el brazo por encima
de los hombros como a un viejo amigo, mientras te insisten en que no es
necesario que compres nada, que sólo quieren enseñarte su negocio y nada más.
Este juego se repite en cada suq por
el que pasas: enjass (caldereros), lablari (babuchas), sherratín (marroquinería), smarin
(textiles), esrabi (alfombras), savarín (tintoreros), dabalsh (joyeros)…
Te pierdes por entre
los olores y colores que distinguen a las especias, los herbolarios, con ese
aire de medicina antigua y ancestral y se te engancha alguien al brazo, y te
ofrece con gracia como en una confidencia:
-
El “Viagra” natural, amigo.
Y le contesto, socarrón
y en un alarde de falsa fanfarronería:
-
No lo necesito. No ves que pantalones
más amplios me pongo.
Pero él, finalmente, le
da una vuelta más a la bravuconada para continuar en su intento de vender lo
que tiene:
-
También tengo Antiviagra natural…para
los que son demasiado fuertes.
Se ríe de su salida y
me arrastra hacia otro rincón en el que entre la penetrante mezcla de aromas,
vuelve a hacerme un nuevo ofrecimiento:
-
¿No te interesa un matamosquitos
natural? –señala frente a nosotros a unos enormes camaleones con esos ojazos de
resignación que los caracterizan, como si estuvieran ya aburridos de que su
dueño los ofreciera una y otra vez sin
resultado alguno.
Me río y mi nuevo amigo aprovecha
para llevarme hasta otro lugar en donde me acerca a la nariz un olor penetrante
que también me ofrece. Se trata de almizcle y pretende que me lleve un perfume
elaborado con él, entre otros ingredientes. Después, cuando ya desiste de poder
convencerme, se despide de mí como “amigo” y vuelve a esperar hasta que pase
delante de su tienda otro extranjero para repetir parecida estrategia
persuasiva.
Cerca, en un patio de los muchos
que se crean en este entramado de no previstas callejuelas, alguien parece
rezar. La luz que entra en diagonal porque el entramado de cañas que protege
este rincón del sol únicamente cubre una parte del espacio da una dimensión más
íntima al instante. Lo abandono en silencio y acabo desembocando en un lugar
alargado, de unos diez metros, y en cuya espina dorsal, amparadas por unos
toldos, exponen sus trabajos una serie de mujeres cubiertas de pies a cabeza,
salvo los ojos y las manos. Aquí compré mi taqiya.
La mujer que me lo vendió, me reconoce y en un perfecto castellano, tras su
velo me espeta:
-
Fuiste un bereber en la compra del
gorro.
Parece ser que los
bereberes tienen fama de ser duros de roer, incluso cuando se regatea. Y hablar
de los zocos árabes es hablar de regateo, una manera olvidada de interpretar el
comercio que nos remonta a otros tiempos. Hoy es un juego en el que el extraño
tiene como objetivo acabar satisfecho con lo que paga, pues, evidentemente, el
principal beneficiario es el vendedor. En cualquier caso, se trata de entender
que esa simulación de alternativas para acordar el dinero que pagarás por lo
que adquieres debe diferenciar entre el valor que tu estimes sobre el producto
que pretendes y el precio finalmente abonado. A mí, desde luego, me divierte.
Tanto que, a veces, he llegado a porfiar durante un buen rato por unos
céntimos. Pero así es el juego.
Al otro lado de esta
apertura que permite ver el cielo pero también sufrir los rigores del sol, se
abren como flores sobre las paredes o
las vigas de madera cestas, cestillos, canastas… mimbre, en cualquier forma y
tamaño, teñido de colores o natural. Y desde detrás de la estera o la cortina,
sale alguien con una oferta inigualable:
-¡Todo gratis! ¡Todo
gratis!
A pesar de ello, te
resistes y crees haber vencido al vendedor y a tu propio impulso. Aunque
siempre te recuerdan lo que has comprado y te lanzan alguna andanada de dudas.
Señalando mi ropa, un vendedor me pregunta por el precio que he pagado por ella
y, como cometo el error de decírselo, sin más, intenta introducirme en su
comercio, al mismo tiempo que farfulla con una sonrisa en la boca:
-¡Muy caro! Yo vendo
por la mitad!
Esto es otra de las
lecciones que uno aprende cuando adquiere algo en el zoco. Jamás vuelvas a
pedir precio por un artículo similar porque siempre lo hallarás a un precio inferior al que pagaste por él por muy bajo que hubiera
sido el montante de tu compra. En cualquier caso, ve con despreocupación y
disfruta de la experiencia, sabiendo que son especialistas en la zalamería y el
camelo. Y ahí va un ejemplo que ilustra lo que digo.
Antes de llegar a la
altura de un comercio de bolsos de piel y mientras mis compañeros de paseo se
paraban a curiosear en otro negocio, alguien
me vuelve a tratar como a un íntimo, me abraza y “me invita” a entrar en
su casa que es “tu casa”. Mientras pregunta si soy seguidor de algún equipo de
fútbol de la liga española. Cuando descubre que sigo al Barça, en un gesto de
aparente euforia me lleva hasta uno de los muchos recovecos de su negocio en
donde sólo queda espacio, en la pared y entre los cientos de bolsos, para un
póster de “nuestro equipo”. Sabe y canta la alineación completa mientras ofrece
bolsos “para tu mujer. Precio especial Barça”.
Finalmente, cuando
llega a la conclusión de que no voy a comprar nada, me lleva agarrado por los
hombros, con camaradería, hasta otro habitáculo más escondido dentro del
laberinto de su negocio y también en un hueco de la pared reconozco al Real
Madrid. El ríe, mientras me acompaña a la salida y dice:
-Vienen de Real Madrid
y tengo que llevar pan a mis hijos. Pero soy de Barça, amigo.
Es lo que tiene el suq, que pueden vender un instrumento
musical a un sordo. Y el sordo, en este caso yo, se va tan satisfecho.
Deambula cuanto quieras sumergiéndote en el entramado
irreproducible de este gran mercado, toma algún tentempié de vez en cuando. No
encontrarás muchos lugares tan atractivos en el mundo.
“Muy cerca resplandecen
los pinos del Atlas, que alguien podría tomar por la cordillera de los Alpes,
si la luz sobre ellos no fuese tan intensa y las palmeras no se interpusieran
entre ellos y la ciudad”. Releo a Canetti en la azotea de uno de los cafés que
dan a Jamaa el Fna, mientras el sol va cayendo, la plaza va despertando y yo
sonrío con mi nuevo instrumento, quizás el verdadero descubrimiento de una
vocación y un talento que debo tener bastante ocultos.
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