Todo comenzó
como una especie de reto tras la lectura del libro de Javier Reverte, El
sueño de África, y ante la tesitura de si tres amigos –desde ahora
Bagamoyo, Imba y Rafiki– seríamos capaces
de emprender un viaje de este tipo, un poco a nuestro aire, sin que surgieran
problemas entre nosotros. Así llegamos a julio de 2002 y, desde Nairobi, hasta
Tanzania, donde transcurre nuestra aventura.
Estamos en Arusha,
adonde hemos llegado por carretera desde la capital de Kenia. El paso fronterizo
daría para una nueva narración, pero no es este el momento. “Arusha –escribe
Javier Reverte– es un pueblo alargado con centro formado por una geometría de
calles trazadas a cordel. Es una ciudad de paso, la capital de los safaris del
norte de Tanzania”.
Arusha es a
cualquier hora, pero especialmente mientras luce el sol, como el cuerpo humano
que aparece en esos documentales de televisión en los que multitud de elementos
vivos vistos a través del microscopio se mueven incansablemente de un sitio
para otro sin que sepamos muy bien cuál
es su cometido, pero que nos transmiten la certeza de que gracias a ellos ese
cuerpo tiene movimiento, se desarrolla, crece.
Toda la
destartalada ciudad es un mercado: todos
en ella parecen haber respondido a una tumultuosa cita cuyo objetivo es
la actividad. Coches, animales, bicicletas, mirones, paseantes, ociosos,
vendedores, curiosos...componen un mosaico multicolor y efervescente que
contagia optimismo, aunque la realidad lo desmienta.
Según nos
indica Gerald, el conductor de nuestro todoterreno, antes de partir debemos
hacer una parada técnica para comprar agua, pues en hacia donde vamos será difícil hallarla y si la encontramos
será mucho más cara. Pero la necesidad de avituallamiento nos va a permitir observar
más detenidamente todo este fantástico revoltijo que bulle por entre las calles
de esta ciudad que pasa por ser la más importante del norte del país.
La calle
principal que también hace las veces de carretera es transitada y cruzada al
mismo tiempo por coches, camiones, carromatos, bicicletas, animales y personas
de todo género y condición. En esta situación, una bicicleta se puede convertir
en el mejor transporte para una carga que difícilmente cabría en un furgón,
cualquier vehículo de ruedas sirve para que uno o varios individuos acarreen troncos,
cañas, enseres o ropa.
Aquí y allá se
suceden tenderetes inverosímiles en los que se exponen desde un escaso catálogo
de frutas o verduras hasta varias docenas de zapatos viejos, algunos de los
cuales sólo permiten calzar a un pie. Las mujeres, especialmente, arrastran
pesadas bolsas en las manos mientras sobre sus cabezas portan con circense
equilibrio, que resultaría elegante si
no fuera por tratarse de verdadera necesidad, cubos de plástico rebosantes de
productos; además, sus kangas –palabra
de swahili que significa envolver– constituyen verdaderos arcoiris de tela, las
cubren de arriba abajo, y las dotan de un colorido increíble.
Frente a una
mezquita de paredes desconchadas se detiene una furgoneta Nissan que descubre
su techo para permitir que más pasajeros, de pie, puedan acceder a su interior;
algunos simplemente se agarran a cualquier sitio y se apoyan como flamencos con
un solo pie en el estribo. Aunque parece que la capacidad de la Nissan está
sobrepasada, nuevos pasajeros se arraciman en un interior que parece, desde
nuestra perspectiva, el camarote de los hermanos Marx. Apenas quince metros más
adelante una madre con un pequeño medio dormido improvisa en la cuneta un área
de descanso abriendo una sombrilla multicolor, mientras que, a su lado, pasa un
grupo de cuatro o cinco mujeres musulmanas cubiertas íntegramente con velos de
colores oscuros que tan sólo dejan al descubierto sus profundos ojos negros.
Hemos parado
en lo que se supone que es el almacén donde compraremos el agua embotellada. A
su derecha, sobre una pequeña y polvorienta explanada hay un negocio de
Coca-Cola –ya sabemos que está en todas partes-. La inversión de su dueño es
mínima puesto que únicamente necesita una esterilla para sentarse a la puerta
del contenedor metálico que el camión del reparto habrá dejado y que volverá a
reponer cuando se termine el producto. Mientras en un lateral se apilan las
cajas con las botellas vacías; en el otro, las que el comerciante sigue
vendiendo. Su única herramienta de trabajo es el quitachapas que cuelga de una
cuerda y que gira orgulloso en su mano.
Al otro lado,
una caseta de madera de apenas metro y medio, incluido porche, es la
improvisada oficina de un negocio de venta de ladrillos. A su puerta se ha
detenido una aparente anciana –es difícil establecer la edad aproximada de una
mujer africana–, adornada con todos los
aderezos y atavíos de la etnia masai: collares rígidos a modo de bandejas
compuestos de miles de cuentas de colores, pulseras, pendientes que se ensartan
en enormes agujeros practicados en las orejas que han adquirido una forma
caprichosa, vestido multicolor y la inconfundible manta masai llevada con la
elegancia de una pasarela de moda.
Finalmente, después
de pasar por la oficina de Fernando –un español establecido aquí y que nos
permite ir realizando un viaje a la carta–, subimos al Land Rover (pretendemos realizar
una incursión de varios días por el PN de Tartangire), donde apenas si hay
sitio para nada. En él se apelotonan todos los trastos necesarios para acampar
(tiendas, mesas, sillas, utensilios de cocina), además de los equipajes de los
tres viajeros, el de nuestro driver Gerald y el de Arguiñano
Martin, un negro de baja estatura, regordete, sonriente, callado y tierno,
quien a partir de este momento será el encargado de que nuestros estómagos
vivan contentos, de que nuestros
paladares se deleiten con su cocina de autor y de que las fuerzas no nos
abandonen en la sabana tanzana. El pobre se acomoda como puede entre tanto
bulto en la tercera fila de asientos del todoterreno.
La expedición,
ya con el agua, está al completo y una vez que hemos repostado gasolina, abandonamos
la población con la mirada atenta y la curiosidad en guardia. Vamos saliendo de
Arusha mientras en las cunetas se multiplican los carteles publicitarios de
todos los tamaños en árabe, inglés o swahili, indistintamente. Las más de las veces ofertan productos como móviles o
electrodomésticos, lo que constituye una paradoja para un pueblo que carece en
la mayoría de las ocasiones de productos de primera necesidad. Pero, a pesar de
todo, ante nosotros se abre el cielo de África, ese cielo (creamos a J. Reverte) “noble, luminoso y
libre”. Allá vamos, a la búsqueda de un sueño en Tanzania.
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