
Estamos en Arusha,
adonde hemos llegado por carretera desde la capital de Kenia. El paso fronterizo
daría para una nueva narración, pero no es este el momento. “Arusha –escribe
Javier Reverte– es un pueblo alargado con centro formado por una geometría de
calles trazadas a cordel. Es una ciudad de paso, la capital de los safaris del
norte de Tanzania”.
Arusha es a
cualquier hora, pero especialmente mientras luce el sol, como el cuerpo humano
que aparece en esos documentales de televisión en los que multitud de elementos
vivos vistos a través del microscopio se mueven incansablemente de un sitio
para otro sin que sepamos muy bien cuál
es su cometido, pero que nos transmiten la certeza de que gracias a ellos ese
cuerpo tiene movimiento, se desarrolla, crece.
Toda la
destartalada ciudad es un mercado: todos
en ella parecen haber respondido a una tumultuosa cita cuyo objetivo es
la actividad. Coches, animales, bicicletas, mirones, paseantes, ociosos,
vendedores, curiosos...componen un mosaico multicolor y efervescente que
contagia optimismo, aunque la realidad lo desmienta.
Según nos
indica Gerald, el conductor de nuestro todoterreno, antes de partir debemos
hacer una parada técnica para comprar agua, pues en hacia donde vamos será difícil hallarla y si la encontramos
será mucho más cara. Pero la necesidad de avituallamiento nos va a permitir observar
más detenidamente todo este fantástico revoltijo que bulle por entre las calles
de esta ciudad que pasa por ser la más importante del norte del país.

Aquí y allá se
suceden tenderetes inverosímiles en los que se exponen desde un escaso catálogo
de frutas o verduras hasta varias docenas de zapatos viejos, algunos de los
cuales sólo permiten calzar a un pie. Las mujeres, especialmente, arrastran
pesadas bolsas en las manos mientras sobre sus cabezas portan con circense
equilibrio, que resultaría elegante si
no fuera por tratarse de verdadera necesidad, cubos de plástico rebosantes de
productos; además, sus kangas –palabra
de swahili que significa envolver– constituyen verdaderos arcoiris de tela, las
cubren de arriba abajo, y las dotan de un colorido increíble.

Hemos parado
en lo que se supone que es el almacén donde compraremos el agua embotellada. A
su derecha, sobre una pequeña y polvorienta explanada hay un negocio de
Coca-Cola –ya sabemos que está en todas partes-. La inversión de su dueño es
mínima puesto que únicamente necesita una esterilla para sentarse a la puerta
del contenedor metálico que el camión del reparto habrá dejado y que volverá a
reponer cuando se termine el producto. Mientras en un lateral se apilan las
cajas con las botellas vacías; en el otro, las que el comerciante sigue
vendiendo. Su única herramienta de trabajo es el quitachapas que cuelga de una
cuerda y que gira orgulloso en su mano.

Finalmente, después
de pasar por la oficina de Fernando –un español establecido aquí y que nos
permite ir realizando un viaje a la carta–, subimos al Land Rover (pretendemos realizar
una incursión de varios días por el PN de Tartangire), donde apenas si hay
sitio para nada. En él se apelotonan todos los trastos necesarios para acampar
(tiendas, mesas, sillas, utensilios de cocina), además de los equipajes de los
tres viajeros, el de nuestro driver Gerald y el de Arguiñano
Martin, un negro de baja estatura, regordete, sonriente, callado y tierno,
quien a partir de este momento será el encargado de que nuestros estómagos
vivan contentos, de que nuestros
paladares se deleiten con su cocina de autor y de que las fuerzas no nos
abandonen en la sabana tanzana. El pobre se acomoda como puede entre tanto
bulto en la tercera fila de asientos del todoterreno.

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