domingo, 28 de diciembre de 2014

INICIO DE SUEÑO EN TANZANIA

Todo comenzó como una especie de reto tras la lectura del libro de Javier Reverte, El sueño de África, y ante la tesitura de si tres amigos –desde ahora Bagamoyo, Imba y Rafiki–  seríamos capaces de emprender un viaje de este tipo, un poco a nuestro aire, sin que surgieran problemas entre nosotros. Así llegamos a julio de 2002 y, desde Nairobi, hasta Tanzania, donde transcurre nuestra aventura.
Estamos en Arusha, adonde hemos llegado por carretera desde la capital de Kenia. El paso fronterizo daría para una nueva narración, pero no es este el momento. “Arusha –escribe Javier Reverte– es un pueblo alargado con centro formado por una geometría de calles trazadas a cordel. Es una ciudad de paso, la capital de los safaris del norte de Tanzania”.

Arusha es a cualquier hora, pero especialmente mientras luce el sol, como el cuerpo humano que aparece en esos documentales de televisión en los que multitud de elementos vivos vistos a través del microscopio se mueven incansablemente de un sitio para otro sin que sepamos muy bien  cuál es su cometido, pero que nos transmiten la certeza de que gracias a ellos ese cuerpo tiene movimiento, se desarrolla, crece.
Toda la destartalada ciudad es un mercado: todos  en ella parecen haber respondido a una tumultuosa cita cuyo objetivo es la actividad. Coches, animales, bicicletas, mirones, paseantes, ociosos, vendedores, curiosos...componen un mosaico multicolor y efervescente que contagia optimismo, aunque la realidad lo desmienta.
Según nos indica Gerald, el conductor de nuestro todoterreno, antes de partir debemos hacer una parada técnica para comprar agua, pues en hacia donde vamos  será difícil hallarla y si la encontramos será mucho más cara. Pero la necesidad de avituallamiento nos va a permitir observar más detenidamente todo este fantástico revoltijo que bulle por entre las calles de esta ciudad que pasa por ser la más importante del norte del país.
La calle principal que también hace las veces de carretera es transitada y cruzada al mismo tiempo por coches, camiones, carromatos, bicicletas, animales y personas de todo género y condición. En esta situación, una bicicleta se puede convertir en el mejor transporte para una carga que difícilmente cabría en un furgón, cualquier vehículo de ruedas sirve para que uno o varios individuos acarreen troncos, cañas, enseres o ropa.
Aquí y allá se suceden tenderetes inverosímiles en los que se exponen desde un escaso catálogo de frutas o verduras hasta varias docenas de zapatos viejos, algunos de los cuales sólo permiten calzar a un pie. Las mujeres, especialmente, arrastran pesadas bolsas en las manos mientras sobre sus cabezas portan con circense equilibrio,  que resultaría elegante si no fuera por tratarse de verdadera necesidad, cubos de plástico rebosantes de productos; además, sus kangas –palabra de swahili que significa envolver– constituyen verdaderos arcoiris de tela, las cubren de arriba abajo, y las dotan de un colorido increíble.
Frente a una mezquita de paredes desconchadas se detiene una furgoneta Nissan que descubre su techo para permitir que más pasajeros, de pie, puedan acceder a su interior; algunos simplemente se agarran a cualquier sitio y se apoyan como flamencos con un solo pie en el estribo. Aunque parece que la capacidad de la Nissan está sobrepasada, nuevos pasajeros se arraciman en un interior que parece, desde nuestra perspectiva, el camarote de los hermanos Marx. Apenas quince metros más adelante una madre con un pequeño medio dormido improvisa en la cuneta un área de descanso abriendo una sombrilla multicolor, mientras que, a su lado, pasa un grupo de cuatro o cinco mujeres musulmanas cubiertas íntegramente con velos de colores oscuros que tan sólo dejan al descubierto sus profundos ojos negros.
Hemos parado en lo que se supone que es el almacén donde compraremos el agua embotellada. A su derecha, sobre una pequeña y polvorienta explanada hay un negocio de Coca-Cola –ya sabemos que está en todas partes-. La inversión de su dueño es mínima puesto que únicamente necesita una esterilla para sentarse a la puerta del contenedor metálico que el camión del reparto habrá dejado y que volverá a reponer cuando se termine el producto. Mientras en un lateral se apilan las cajas con las botellas vacías; en el otro, las que el comerciante sigue vendiendo. Su única herramienta de trabajo es el quitachapas que cuelga de una cuerda y que gira orgulloso en su mano.

Al otro lado, una caseta de madera de apenas metro y medio, incluido porche, es la improvisada oficina de un negocio de venta de ladrillos. A su puerta se ha detenido una aparente anciana –es difícil establecer la edad aproximada de una mujer africana–,  adornada con todos los aderezos y atavíos de la etnia masai: collares rígidos a modo de bandejas compuestos de miles de cuentas de colores, pulseras, pendientes que se ensartan en enormes agujeros practicados en las orejas que han adquirido una forma caprichosa, vestido multicolor y la inconfundible manta masai llevada con la elegancia de una pasarela de moda.
Finalmente, después de pasar por la oficina de Fernando –un español establecido aquí y que nos permite ir realizando un viaje a la carta–, subimos al Land Rover (pretendemos realizar una incursión de varios días por el PN de Tartangire), donde apenas si hay sitio para nada. En él se apelotonan todos los trastos necesarios para acampar (tiendas, mesas, sillas, utensilios de cocina), además de los equipajes de los tres viajeros, el de nuestro driver Gerald y el de Arguiñano Martin, un negro de baja estatura, regordete, sonriente, callado y tierno, quien a partir de este momento será el encargado de que nuestros estómagos vivan contentos, de que  nuestros paladares se deleiten con su cocina de autor y de que las fuerzas no nos abandonen en la sabana tanzana. El pobre se acomoda como puede entre tanto bulto en la tercera fila de asientos del todoterreno.
La expedición, ya con el agua, está al completo y una vez que hemos repostado gasolina, abandonamos la población con la mirada atenta y la curiosidad en guardia. Vamos saliendo de Arusha mientras en las cunetas se multiplican los carteles publicitarios de todos los tamaños en árabe, inglés o swahili, indistintamente. Las más de las  veces ofertan productos como móviles o electrodomésticos, lo que constituye una paradoja para un pueblo que carece en la mayoría de las ocasiones de productos de primera necesidad. Pero, a pesar de todo, ante nosotros se abre el cielo de África, ese cielo  (creamos a J. Reverte) “noble, luminoso y libre”. Allá vamos, a la búsqueda de un sueño en Tanzania.








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