domingo, 8 de febrero de 2015

TOMA DE AIRE AFRICANO EN TARANGIRE


Subimos al Land Rover, donde apenas si hay sitio para nada. En él se apelotonan todos los trastos necesarios para acampar (tiendas, mesas, sillas, utensilios de cocina), además de los equipajes de los tres viajeros, el de nuestro driver Gerald y el de nuestro nuevo acompañante, Arguiñano Martin, un negro de baja estatura, regordete, sonriente, callado y tierno, quien a partir de este momento será el encargado de que nuestros estómagos vivan contentos, de que  nuestros paladares se deleiten con su cocina de autor y de que las fuerzas no nos abandonen en la sabana tanzana. El pobre se acomoda como puede entre tanto bulto en la tercera fila de asientos del todoterreno.
La expedición ya está al completo y partimos camino de algo nuevo y distinto para los tres amigos que iniciamos este viaje. Como dice Javier Reverte “Una sola pregunta puede justificar un gran viaje y el viaje está hecho para aquellos que no saben muy bien hacia donde se dirigen ni conocen con exactitud lo que buscan. Este hecho para los que intuyen que encontrar no es lo importante y que cumplir un sueño puede ser, sobre todo, darse de bruces con la aventura”. Estábamos a punto de experimentar esa sensación.

Tarangire se halla a algo más de cien km de Arusha en dirección suroeste. Sin embargo, hasta la misma entrada del parque vamos a disfrutar de carretera asfaltada, lo que no deja de ser un lujo en Tanzania. El paisaje se va ofreciendo a nuestros ojos a través de suaves colinas sobre las que se dispersan fundamentalmente  espinos entre grandes masas herbáceas y, aunque es un territorio poco poblado, jamás se halla desierto. Siempre aparece algún rebaño, una caseta que muestra señales de vida, una pareja de hombres camino a ninguna parte, un masai que destaca a lo lejos con su inconfundible manta roja, alguien sentado o de pie al borde de la carretera, haciendo un alto o esperando no se sabe qué.
Makuyuni, a unos 75 km de Arusha, es un cruce de carreteras. A la derecha, el desvío lleva, primero al Lago Manyara y después a Serengheti y Ngorongoro; a la izquierda, que es el camino que ahora tomamos nosotros, se encuentra a poco más de 30 km Tarangire. A primera hora de la tarde, por fin, llegamos al campamento, a las puertas de Tarangire.
El lugar donde está instalado es un espacio rectangular cerrado por una poco tupida cortina de setos semisecos. Descargamos el Land Rover y Gerald nos dice que mientras Martin prepara la cena nosotros iremos a hacer una primera incursión por el parque nacional. Revisamos el equipo: pantalones, camisas y chalecos de safari, protector solar, repelente de insectos, cámaras fotográficas, prismáticos y, sobre todo, tabaco –éramos fumadores empedernidos–. Antes de partir varias fotos que inmortalicen el momento, como es preceptivo. Formamos un trío excepcional para visitar un parque temático.
El río Tarangire da nombre y vida a este parque que se abre entre más de 2.500 km2, sobre un cielo azulado que contrasta con los amarillos tostados de la hierba quebradiza y de árboles cuyas sombras cobijan a los miles de animales que se protegen así del implacable sol. Es un paisaje interminable que abre tu alma al infinito.
La primera sensación que nos asalta transitando por los caminos polvorientos del parque es la de la soledad en el silencio de una extensión llena de suaves ondulaciones con cielos que escapan a su propia inmensidad. Durante todo el recorrido no nos cruzamos con ningún ser humano.
La segunda, los gritos que como niños nos lanzamos unos a otros cada vez que vemos un animal, a pesar de que estamos tan próximos que podemos oír el roce de nuestras camisas. Tratamos de no perder la verticalidad ante los continuos botes que provoca el vaivén del tránsito por un irregular camino.
El cielo azul y profundo se ve surcado de nubecillas, pequeñas acacias tratan de sobrevivir a la estación seca e imponentes baobabs se radiografían sobre el horizonte. Unas veces aislados y otras formando grupos no muy numerosos, como si los dioses de la sabana hubieran tomado forma e inauguraran una danza iniciática, estos gigantes de la sabana representan en cierta forma el alma africana: una presencia antigua que atesora vida en su interior, viviendo la imposibilidad de reinar definitivamente sobre su propia tierra de la que son testigos mudos pero de la que jamás serán sus dueños. Dice una leyenda que el diablo plantó los baobabs bocabajo, de ahí la forma de raíz que presentan sus ramas.
La primera cebra, el primer impala, ese ñu que surge desde detrás de una acacia disparan el entusiasmo. Varios avestruces corretean entre las siluetas falsamente amenazantes de los baobabs y unas fantasmales formas rojizas que se levantan caprichosas y casi irreales a ambos lados de nuestro vehículo. Son termiteros, como si la tierra, envidiosa del mundo vegetal, se hubiera puesto de acuerdo con las hormigas para simular troncos arcillosos que trataran de competir con la originalidad irregular de los centenarios árboles.
Momentos después, Gerald apaga el motor. Una pequeña familia de elefantes se interpone en el camino tratando de obtener de varias acacias una parte de su dieta diaria. Están a tres o cuatro metros de nosotros y en plena libertad. Incluso podemos oír el sonido de sus enormes orejas que no paran de batirse al viento mientras sus ágiles trompas se ocupan de las ramas de las acacias, ajenos a nuestra presencia, como si no existiéramos. En este mutismo de roces y de señas, nos damos cuenta de que, ahora, por fin, sí que somos esos viajeros que comienzan a dar forma al sueño que desde hace tiempo deseábamos compartir. Comprobamos de verdad que “el aire de África parece tener dedos –en palabras de J. Reverte– , te toca y te sensualiza […] como si el aire fuera una mano invisible capaz de acariciarte y apoderarse poco a poco de tu voluntad”.
Los elefantes continúan con su diaria recolección y se van alejando a la búsqueda de otros árboles y otras ramas más tiernas y el ruido de nuestro motor nos indica que continuamos la marcha. El camino va serpenteando en un ligero descenso y, apostada en un lateral, la sombra de un árbol de gran estampa sirve de patio de juegos a un grupo de monitos que se zarandean, se persiguen, se gritan y, finalmente, ante nuestra presencia se dispersan: unos se encaraman hacia las ramas más altas del árbol; otros, se pierden tras un ligero promontorio que se inclina hacia el río. Volvemos a detenernos y, desde aquí, observamos un recodo del río al que apenas unos rayos de sol pintan de plata y donde decenas de feos marabúes parecen asistir a una asamblea.
Por un tiempo, avanzamos paralelos al río Tarangire, al que acuden aves y algún que otro viejo elefante, pero las luces de la tarde sirven a Gerald como señal y nos indica que debemos regresar al campamento. En este camino de vuelta asistimos a nuestra primera puesta de sol africana, pintada con la evocadora paleta de los colores de la tarde y con el contrapunto de las siluetas de numerosos árboles de los que ni siquiera sabremos nunca el nombre pero que ahora resultan imprescindibles para disfrutar de la belleza sin paliativos que ofrece este aterciopelado atardecer tanzano del que nuestras miradas, que de vez en cuando se cruzan, nos hacen sentir cómplices, puesto que hasta el polvo que vamos dejando atrás se nutre de la sosegada emoción con que se moldean, efímeros, los sueños.
Temprano nos levantamos a la mañana siguiente, pero ya el diligente Martin ha puesto la mesa del desayuno, compuesta de frutas frescas, café con leche, huevos fritos y tostadas con mantequilla y mermelada. Un desayuno de lujo para un lugar de ensueño.
Este día en que parece que estrenamos el sol, volvemos a adentrarnos en Tarangire, cuya puerta de entrada está custodiada por un pequeño conjunto de baobabs. Al poco tiempo de iniciar el sosegado recorrido, vemos un francolin, ave parecida a la perdiz pero de cuello más largo y plumas decolores más vistosos, oscuros y brillantes, atropellado. Aquí resulta fácil experimentar la sensación de recorrer un territorio especial, como si usurpáramos algo ajeno, rompiendo el mismo encanto que nos atrapa por todos los sentidos.
Unos minutos después, recuperamos una preciosa panorámica del río Tarangire, a estas horas con su tinte dorado. Una columna de elefantes desciende por una ladera hasta esa pulimentada serpentina de vida y, junto a ella, a mi mente, de forma casi inconsciente, tonta, retorna la inevitable imagen de las películas de Tarzán.
Descendemos  por un camino, que cada vez se estrecha más, cruzamos el río por un puentecillo sin pretiles por el que apenas pasa nuestro vehículo. El Tarangire  no para de serpentear y en la orilla opuesta se levanta una cárcava de  casi dos metros sobre el nivel actual de las aguas, cubierta de plantas que aquí conservan, gracias a la humedad, todo su verdor. Nos detenemos para disfrutar, con la calma que requiere, el espectáculo grandioso de una manada de más de cien búfalos que desciende por la suave inclinación, abriéndose paso, camino del agua. Estos temibles animales, desde nuestra segura posición, ofrecen una imagen relajante.
Desde aquí comprobamos que el río ha convertido un hundido meandro en un espléndido vergel sobre el que surge un bosquecillo de palmeras como una colonia de setas que crecieran tras el periodo de lluvias. Me resulta extraño verlas aquí; salvo en los oasis, me cuesta trabajo imaginar las palmeras en lugares distintos a las costas mediterráneas o del Caribe. Posiblemente se lo deba a la “cultura” televisiva.
Aunque nos llaman más la atención los animales, lo cierto es que la variedad arbustiva y arbórea es tan impresionante como la zoológica. Por eso no puedo dejar de mencionar otro árbol que, como neófitos, llama poderosamente nuestra atención. No es otro que el Sausage Tree (árbol de la salchicha), llamado así porque sus frutos, que cuelgan como si hubieran sido atados con cuerdas a sus ramas, tienen una forma que recuerda a las frankfurt, pero del tamaño de un gran calabacín. Estos ejemplares expanden sus ramas desde un enorme tronco y su copa se extiende en una decena de metros  a su alrededor. Las famosas salchichas, que cuelgan como farolillos de una verbena, son un fruto muy apreciado por algunos animales.
Cerca de uno de estos gigantes, irguiendo el cuello hasta las ramas más elevadas de una gran acacia, se encuentra una jirafa. Su silueta junto a la de la acacia parecen superpuestas, como un recortable, sobre la acuarela de la sabana. A pesar de la longitud de sus extremidades, pocos animales como ella ejecutan movimientos tan elegantes desde la aparente lentitud. Y cuando son varias, el movimiento se convierte en danza.
Nos hallamos apenas a un par de metros de varias jirafas y Gerald aprovecha para explicarnos las diferencias entre los dos tipos que generosamente parecen posar para nosotros. Una presenta las manchas oscuras con los contornos bien delineados: la otra, con los contornos más irregulares y más distantes entre sí (son la jirafa de Rothschild y la jirafa masai, respectivamente).
Volvemos a cruzar el río por otro lugar, el terreno se empina y nos encaramamos hasta una plataforma arbolada a unos veinte o treinta metros sobre el cauce del Tarangire que corre tranquilo y sinuoso a los pies de un barranco que se ha ido construyendo a fuerza de tiempo y erosión. Escondidos dentro del aparente silencio, los sonidos se repiten como ecos caleidoscópicos desde la inmensidad de la sabana. Esta impresionante terraza da a un pequeño paraíso desde el que, como olas que vienen y van, un mar de cantos de pájaros se armoniza con los roces del vaivén que provoca el viento meciendo las hojas de los árboles y que sirven de contrapunto al cielo que como una promesa se pierde sin abandonarnos.
A lo lejos, el horizonte parece indicar que la vida no termina donde la vista no alcanza y cierro los ojos, recargando el alma, permitiendo la entrada de aquello que la llena, de lo intangible, de lo que carece de fin. Me invade un potentísimo aroma a tierra, a vida.
Este es un buen momento para dedicar a unas líneas a nuestro driver. Gerald es una persona tranquila y paciente. Como la mayoría de los tanzanos sabe darle el tempo adecuado a la vida; eso no significa, en absoluto, que sea lento. Si se pudiera comprobar como ejecuta cada acción, compromiso, favor o respuesta, en el tiempo preciso –ni más ni menos que el necesario –, entonces, tal vez, podríamos afirmar que es uno de los hombres más veloces del mundo, sin duda alguna.
El color de su piel de masai es de una negrura achocolatada profunda, tersa y pulida, brillante. Dan ganas de lamerla como si fuera un huevo de Pascua. Sus ojos dicen más que sus labios cuando emite palabras con esa voz que se impregna de calidez. Parece haber entendido el sentido de la vida; pero es la suya una sabiduría antigua, no aprendida, mediante la que transmite placidez y armonía. También es la prudencia, esa que va ofreciendo confianza a medida que se le conoce. Pero es a través de sus ojos cómo se va produciendo ese cambio que termina expresando con un brillo especial y cambiante, desde la expectativa hasta el ofrecimiento.
Gerard de todo aprende. Es un hombre con una curiosidad nunca satisfecha que desprende serenidad hacia todos los que le rodean, pero, a veces, no puede ocultar –sus ojos le vuelven a delatar –el reflejo del dolor de sentirse limitado en este paraíso, para él cotidiano, al que tanto ama y que tanto le duele: vive en la incertidumbre responsable del que ve cómo su pueblo se va desmoronando, sin alcanzar a comprender por qué.
Es cariñoso como todos los tanzanos, aunque, en ocasiones, le cueste exteriorizarlo, y posee un sentido del humor envidiable que se asoma a sus luminosos dientes cada vez que se ríe, lo que sucede con bastante frecuencia.
Su capacidad para observar cuanto le rodea es prodigiosa. Hoy, sin ir más lejos, conduciendo camino del campamento, en un momento dado, detuvo bruscamente el vehículo y, ante nuestra sorpresa, como única respuesta le oímos Nyoka, mientras bajó y nos invitó a seguirle hasta el centro del camino. Allí tuvimos la oportunidad de ver una serpiente. Tras asegurarse de que ésta abandona ruta tan peligrosa, y esbozando una orgullosa sonrisa, vuelve a su asiento de conductor con la satisfacción de haber conseguido que a cada paso nuestro viaje sea lo que habíamos soñado que fuera.
Tras la cena, nos quedamos los tres viajeros en torno a un botella de whisky que tuve la previsión de traer. Y es que no hay nada mejor para hacer amigos allá adonde vayas y aquí no podía ser de otra forma. Si a estos añadimos la guitarra que acompaña a Imba, no es necesario explicar más.
Aunque no somos cantantes muy buenos, lo suplimos con una voluntad de hierro. Henos aquí, en mitad de la sabana, entonando suavemente un popurrí de canciones. Entonces aparece el vigilante del campamento, un simpático y espigado joven masai cuyo atuendo se compone escasamente de un descolorido pantalón corto, la manta roja característica, una linterna –única señal de progreso –, y un  arco con sus correspondientes flechas. Se acerca tímido pero orgulloso, al fin y al cabo la seguridad del lugar está en sus manos, nos pide un cigarrillo y, tras el intercambio de nombres –él se llama Miria –, nos dice que podemos seguir con la música pero en un tono bajo para no molestar a la noche. Poco a poco, entre canción y canción, va tomando confianza y pidiendo nuevas tonadas. Su cara y, especialmente, sus ojos reflejan la alegría más pura y sorprendida que he tenido ocasión de percibir, como si la música que surgiera de aquel instrumento fuera un nuevo descubrimiento que llenara de plenitud su alma de guerrero, emocionada ahora por la sensibilidad que sólo otorga la calma de espíritu. No obstante, no olvida sus obligaciones y, de vez en cuando, nos pide silencio, pues su oído recoge sonidos de la noche que nosotros somos incapaces de percibir. Ante estos signos sonoros, detiene su relajada actitud, fija sus sentidos proyectando rigidez a su cuerpo, enfoca con la linterna hacia el lugar del que parecen proceder y, una vez comprobada la falsa alarma, vuelve a relajarse y a ensimismarse, sumergiéndose en la música de la guitarra.
Le ofrecemos un whisky que no desprecia y, mientras Bagamoyo se interesa por sus armas, él dice –todas estas transcripciones se deben al nunca bien pagado trabajo de intérprete que asume con naturalidad y por necesidad Imba– que le encanta la música, que tiene un amigo que canta en un coro evangelista. ¡Hasta aquí han llegado!
Poco después, allí está August, entonando canciones de coro. La situación es de lo más hilarante: Imba traduce lo que puede, Miria pide a August que interprete alguna canción; éste con la guitarra, de la que únicamente utiliza dos cuerdas, pretende que Imba desarrolle la música que acompañe adecuadamente sus cánticos. En fin, una atropellada sesión de interpretaciones variopintas que terminan agotándonos. Pronto nos despedimos, no sin antes repetir alguna estrofa del famoso Hakuna matatá. Teníamos que aprovechar la presencia de tan buenos maestros.

Una vez dentro de los sacos, las voces susurrantes traspasan la delgada tela de las tiendas y la conversación se va haciendo queda entre los latidos de la noche en la que el silencio no existe en estado puro, ya que siempre  hay sonidos que expresan de mil formas el bostezo de la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario