Subimos al
Land Rover, donde apenas si hay sitio para nada. En él se apelotonan todos los
trastos necesarios para acampar (tiendas, mesas, sillas, utensilios de cocina),
además de los equipajes de los tres viajeros, el de nuestro driver
Gerald y el de nuestro nuevo acompañante, Arguiñano Martin, un negro de
baja estatura, regordete, sonriente, callado y tierno, quien a partir de este
momento será el encargado de que nuestros estómagos vivan contentos, de
que nuestros paladares se deleiten con
su cocina de autor y de que las fuerzas no nos abandonen en la sabana tanzana.
El pobre se acomoda como puede entre tanto bulto en la tercera fila de asientos
del todoterreno.
La expedición
ya está al completo y partimos camino de algo nuevo y distinto para los tres
amigos que iniciamos este viaje. Como dice Javier Reverte “Una sola pregunta
puede justificar un gran viaje y el viaje está hecho para aquellos que no saben
muy bien hacia donde se dirigen ni conocen con exactitud lo que buscan. Este
hecho para los que intuyen que encontrar no es lo importante y que cumplir un
sueño puede ser, sobre todo, darse de bruces con la aventura”. Estábamos a
punto de experimentar esa sensación.
Tarangire se
halla a algo más de cien km de Arusha en dirección suroeste. Sin embargo, hasta
la misma entrada del parque vamos a disfrutar de carretera asfaltada, lo que no
deja de ser un lujo en Tanzania. El paisaje se va ofreciendo a nuestros ojos a
través de suaves colinas sobre las que se dispersan fundamentalmente espinos entre grandes masas herbáceas y, aunque
es un territorio poco poblado, jamás se halla desierto. Siempre aparece algún
rebaño, una caseta que muestra señales de vida, una pareja de hombres camino a
ninguna parte, un masai que destaca a lo lejos con su inconfundible manta roja,
alguien sentado o de pie al borde de la carretera, haciendo un alto o esperando
no se sabe qué.
Makuyuni, a
unos 75 km de Arusha, es un cruce de carreteras. A la derecha, el desvío lleva,
primero al Lago Manyara y después a Serengheti y Ngorongoro; a la izquierda,
que es el camino que ahora tomamos nosotros, se encuentra a poco más de 30 km
Tarangire. A primera hora de la tarde, por fin, llegamos al campamento, a las
puertas de Tarangire.
El lugar donde está instalado es un
espacio rectangular cerrado por una poco tupida cortina de setos semisecos. Descargamos
el Land Rover y Gerald nos dice que mientras Martin prepara la cena nosotros
iremos a hacer una primera incursión por el parque nacional. Revisamos el
equipo: pantalones, camisas y chalecos de safari, protector solar, repelente de
insectos, cámaras fotográficas, prismáticos y, sobre todo, tabaco –éramos
fumadores empedernidos–. Antes de partir varias fotos que inmortalicen el
momento, como es preceptivo. Formamos un trío excepcional para visitar un
parque temático.
El río
Tarangire da nombre y vida a este parque que se abre entre más de 2.500 km2,
sobre un cielo azulado que contrasta con los amarillos tostados de la hierba
quebradiza y de árboles cuyas sombras cobijan a los miles de animales que se
protegen así del implacable sol. Es un paisaje interminable que abre tu alma al
infinito.
La
primera sensación que nos asalta transitando por los caminos polvorientos del
parque es la de la soledad en el silencio de una extensión llena de suaves
ondulaciones con cielos que escapan a su propia inmensidad. Durante todo el
recorrido no nos cruzamos con ningún ser humano.
La
segunda, los gritos que como niños nos lanzamos unos a otros cada vez que vemos
un animal, a pesar de que estamos tan próximos que podemos oír el roce de nuestras
camisas. Tratamos de no perder la verticalidad ante los continuos botes que
provoca el vaivén del tránsito por un irregular camino.
El
cielo azul y profundo se ve surcado de nubecillas, pequeñas acacias tratan de
sobrevivir a la estación seca e imponentes baobabs se radiografían sobre el
horizonte. Unas veces aislados y otras formando grupos no muy numerosos, como
si los dioses de la sabana hubieran tomado forma e inauguraran una danza
iniciática, estos gigantes de la sabana representan en cierta forma el alma
africana: una presencia antigua que atesora vida en su interior, viviendo la
imposibilidad de reinar definitivamente sobre su propia tierra de la que son
testigos mudos pero de la que jamás serán sus dueños. Dice una leyenda que el
diablo plantó los baobabs bocabajo, de ahí la forma de raíz que presentan sus
ramas.
La primera
cebra, el primer impala, ese ñu que surge desde detrás de una acacia disparan
el entusiasmo. Varios avestruces corretean entre las siluetas falsamente
amenazantes de los baobabs y unas fantasmales formas rojizas que se levantan
caprichosas y casi irreales a ambos lados de nuestro vehículo. Son termiteros,
como si la tierra, envidiosa del mundo vegetal, se hubiera puesto de acuerdo
con las hormigas para simular troncos arcillosos que trataran de competir con
la originalidad irregular de los centenarios árboles.
Momentos
después, Gerald apaga el motor. Una pequeña familia de elefantes se interpone
en el camino tratando de obtener de varias acacias una parte de su dieta diaria.
Están a tres o cuatro metros de nosotros y en plena libertad. Incluso podemos
oír el sonido de sus enormes orejas que no paran de batirse al viento mientras
sus ágiles trompas se ocupan de las ramas de las acacias, ajenos a nuestra
presencia, como si no existiéramos. En este mutismo de roces y de señas, nos
damos cuenta de que, ahora, por fin, sí que somos esos viajeros que comienzan a
dar forma al sueño que desde hace tiempo deseábamos compartir. Comprobamos de
verdad que “el aire de África parece tener dedos –en palabras de J. Reverte– ,
te toca y te sensualiza […] como si el aire fuera una mano invisible capaz de
acariciarte y apoderarse poco a poco de tu voluntad”.
Los elefantes
continúan con su diaria recolección y se van alejando a la búsqueda de otros
árboles y otras ramas más tiernas y el ruido de nuestro motor nos indica que
continuamos la marcha. El camino va serpenteando en un ligero descenso y,
apostada en un lateral, la sombra de un árbol de gran estampa sirve de patio de
juegos a un grupo de monitos que se zarandean, se persiguen, se gritan y,
finalmente, ante nuestra presencia se dispersan: unos se encaraman hacia las
ramas más altas del árbol; otros, se pierden tras un ligero promontorio que se
inclina hacia el río. Volvemos a detenernos y, desde aquí, observamos un recodo
del río al que apenas unos rayos de sol pintan de plata y donde decenas de feos
marabúes parecen asistir a una asamblea.
Por un tiempo, avanzamos paralelos al río
Tarangire, al que acuden aves y algún que otro viejo elefante, pero las luces
de la tarde sirven a Gerald como señal y nos indica que debemos regresar al
campamento. En este camino de vuelta asistimos a nuestra primera puesta de sol
africana, pintada con la evocadora paleta de los colores de la tarde y con el contrapunto
de las siluetas de numerosos árboles de los que ni siquiera sabremos nunca el
nombre pero que ahora resultan imprescindibles para disfrutar de la belleza sin
paliativos que ofrece este aterciopelado atardecer tanzano del que nuestras
miradas, que de vez en cuando se cruzan, nos hacen sentir cómplices, puesto que
hasta el polvo que vamos dejando atrás se nutre de la sosegada emoción con que
se moldean, efímeros, los sueños.
Temprano nos levantamos a la mañana
siguiente, pero ya el diligente Martin ha puesto la mesa del desayuno,
compuesta de frutas frescas, café con leche, huevos fritos y tostadas con
mantequilla y mermelada. Un desayuno de lujo para un lugar de ensueño.
Este día en que parece que
estrenamos el sol, volvemos a adentrarnos en Tarangire, cuya puerta de entrada
está custodiada por un pequeño conjunto de baobabs. Al poco tiempo de iniciar
el sosegado recorrido, vemos un francolin,
ave parecida a la perdiz pero de cuello más largo y plumas decolores más
vistosos, oscuros y brillantes, atropellado. Aquí resulta fácil experimentar la
sensación de recorrer un territorio especial, como si usurpáramos algo ajeno,
rompiendo el mismo encanto que nos atrapa por todos los sentidos.
Unos minutos después, recuperamos
una preciosa panorámica del río Tarangire, a estas horas con su tinte dorado.
Una columna de elefantes desciende por una ladera hasta esa pulimentada
serpentina de vida y, junto a ella, a mi mente, de forma casi inconsciente, tonta,
retorna la inevitable imagen de las películas de Tarzán.
Descendemos por un camino, que cada vez se estrecha más,
cruzamos el río por un puentecillo sin pretiles por el que apenas pasa nuestro vehículo.
El Tarangire no para de serpentear y en
la orilla opuesta se levanta una cárcava de casi dos metros sobre el nivel actual de las
aguas, cubierta de plantas que aquí conservan, gracias a la humedad, todo su
verdor. Nos detenemos para disfrutar, con la calma que requiere, el espectáculo
grandioso de una manada de más de cien búfalos que desciende por la suave
inclinación, abriéndose paso, camino del agua. Estos temibles animales, desde
nuestra segura posición, ofrecen una imagen relajante.
Desde aquí comprobamos que el río ha
convertido un hundido meandro en un espléndido vergel sobre el que surge un
bosquecillo de palmeras como una colonia de setas que crecieran tras el periodo
de lluvias. Me resulta extraño verlas aquí; salvo en los oasis, me cuesta
trabajo imaginar las palmeras en lugares distintos a las costas mediterráneas o
del Caribe. Posiblemente se lo deba a la “cultura” televisiva.
Aunque nos llaman más la atención
los animales, lo cierto es que la variedad arbustiva y arbórea es tan
impresionante como la zoológica. Por eso no puedo dejar de mencionar otro árbol
que, como neófitos, llama poderosamente nuestra atención. No es otro que el Sausage Tree (árbol de la salchicha),
llamado así porque sus frutos, que cuelgan como si hubieran sido atados con
cuerdas a sus ramas, tienen una forma que recuerda a las frankfurt, pero del
tamaño de un gran calabacín. Estos ejemplares expanden sus ramas desde un
enorme tronco y su copa se extiende en una decena de metros a su alrededor. Las famosas salchichas, que
cuelgan como farolillos de una verbena, son un fruto muy apreciado por algunos
animales.
Cerca de uno de estos gigantes,
irguiendo el cuello hasta las ramas más elevadas de una gran acacia, se
encuentra una jirafa. Su silueta junto a la de la acacia parecen superpuestas,
como un recortable, sobre la acuarela de la sabana. A pesar de la longitud de
sus extremidades, pocos animales como ella ejecutan movimientos tan elegantes
desde la aparente lentitud. Y cuando son varias, el movimiento se convierte en
danza.
Nos hallamos apenas a un par de metros
de varias jirafas y Gerald aprovecha para explicarnos las diferencias entre los
dos tipos que generosamente parecen posar para nosotros. Una presenta las
manchas oscuras con los contornos bien delineados: la otra, con los contornos
más irregulares y más distantes entre sí (son la jirafa de Rothschild y la
jirafa masai, respectivamente).
Volvemos a cruzar el río por otro
lugar, el terreno se empina y nos encaramamos hasta una plataforma arbolada a
unos veinte o treinta metros sobre el cauce del Tarangire que corre tranquilo y
sinuoso a los pies de un barranco que se ha ido construyendo a fuerza de tiempo
y erosión. Escondidos dentro del aparente silencio, los sonidos se repiten como
ecos caleidoscópicos desde la inmensidad de la sabana. Esta impresionante
terraza da a un pequeño paraíso desde el que, como olas que vienen y van, un
mar de cantos de pájaros se armoniza con los roces del vaivén que provoca el
viento meciendo las hojas de los árboles y que sirven de contrapunto al cielo
que como una promesa se pierde sin abandonarnos.
A lo lejos, el horizonte parece
indicar que la vida no termina donde la vista no alcanza y cierro los ojos,
recargando el alma, permitiendo la entrada de aquello que la llena, de lo
intangible, de lo que carece de fin. Me invade un potentísimo aroma a tierra, a
vida.
Este es un buen momento para dedicar
a unas líneas a nuestro driver. Gerald es una persona tranquila y paciente. Como
la mayoría de los tanzanos sabe darle el tempo adecuado a la vida; eso no
significa, en absoluto, que sea lento. Si se pudiera comprobar como ejecuta
cada acción, compromiso, favor o respuesta, en el tiempo preciso –ni más ni
menos que el necesario –, entonces, tal vez, podríamos afirmar que es uno de
los hombres más veloces del mundo, sin duda alguna.
El color de su piel de masai es de
una negrura achocolatada profunda, tersa y pulida, brillante. Dan ganas de
lamerla como si fuera un huevo de Pascua. Sus ojos dicen más que sus labios
cuando emite palabras con esa voz que se impregna de calidez. Parece haber
entendido el sentido de la vida; pero es la suya una sabiduría antigua, no
aprendida, mediante la que transmite placidez y armonía. También es la
prudencia, esa que va ofreciendo confianza a medida que se le conoce. Pero es a
través de sus ojos cómo se va produciendo ese cambio que termina expresando con
un brillo especial y cambiante, desde la expectativa hasta el ofrecimiento.
Gerard de todo aprende. Es un hombre
con una curiosidad nunca satisfecha que desprende serenidad hacia todos los que
le rodean, pero, a veces, no puede ocultar –sus ojos le vuelven a delatar –el
reflejo del dolor de sentirse limitado en este paraíso, para él cotidiano, al
que tanto ama y que tanto le duele: vive en la incertidumbre responsable del
que ve cómo su pueblo se va desmoronando, sin alcanzar a comprender por qué.
Es cariñoso como todos los tanzanos,
aunque, en ocasiones, le cueste exteriorizarlo, y posee un sentido del humor
envidiable que se asoma a sus luminosos dientes cada vez que se ríe, lo que
sucede con bastante frecuencia.
Su capacidad para observar cuanto le
rodea es prodigiosa. Hoy, sin ir más lejos, conduciendo camino del campamento, en
un momento dado, detuvo bruscamente el vehículo y, ante nuestra sorpresa, como única
respuesta le oímos Nyoka, mientras
bajó y nos invitó a seguirle hasta el centro del camino. Allí tuvimos la
oportunidad de ver una serpiente. Tras asegurarse de que ésta abandona ruta tan
peligrosa, y esbozando una orgullosa sonrisa, vuelve a su asiento de conductor
con la satisfacción de haber conseguido que a cada paso nuestro viaje sea lo
que habíamos soñado que fuera.
Tras la cena, nos quedamos los tres
viajeros en torno a un botella de whisky que tuve la previsión de traer. Y es
que no hay nada mejor para hacer amigos allá adonde vayas y aquí no podía ser de otra forma. Si a estos añadimos la guitarra que acompaña a Imba, no es
necesario explicar más.
Aunque no somos cantantes muy
buenos, lo suplimos con una voluntad de hierro. Henos aquí, en mitad de la sabana,
entonando suavemente un popurrí de canciones. Entonces aparece el vigilante del
campamento, un simpático y espigado joven masai cuyo atuendo se compone
escasamente de un descolorido pantalón corto, la manta roja característica, una
linterna –única señal de progreso –, y un
arco con sus correspondientes flechas. Se acerca tímido pero orgulloso,
al fin y al cabo la seguridad del lugar está en sus manos, nos pide un
cigarrillo y, tras el intercambio de nombres –él se llama Miria –, nos dice que
podemos seguir con la música pero en un tono bajo para no molestar a la noche.
Poco a poco, entre canción y canción, va tomando confianza y pidiendo nuevas tonadas.
Su cara y, especialmente, sus ojos reflejan la alegría más pura y sorprendida
que he tenido ocasión de percibir, como si la música que surgiera de aquel
instrumento fuera un nuevo descubrimiento que llenara de plenitud su alma de
guerrero, emocionada ahora por la sensibilidad que sólo otorga la calma de
espíritu. No obstante, no olvida sus obligaciones y, de vez en cuando, nos pide
silencio, pues su oído recoge sonidos de la noche que nosotros somos incapaces
de percibir. Ante estos signos sonoros, detiene su relajada actitud, fija sus
sentidos proyectando rigidez a su cuerpo, enfoca con la linterna hacia el lugar
del que parecen proceder y, una vez comprobada la falsa alarma, vuelve a
relajarse y a ensimismarse, sumergiéndose en la música de la guitarra.
Le ofrecemos un whisky que no
desprecia y, mientras Bagamoyo se interesa por sus armas, él dice –todas estas
transcripciones se deben al nunca bien pagado trabajo de intérprete que asume
con naturalidad y por necesidad Imba– que le encanta la música, que tiene un
amigo que canta en un coro evangelista. ¡Hasta aquí han llegado!
Poco después, allí está August,
entonando canciones de coro. La situación es de lo más hilarante: Imba traduce
lo que puede, Miria pide a August que interprete alguna canción; éste con la
guitarra, de la que únicamente utiliza dos cuerdas, pretende que Imba
desarrolle la música que acompañe adecuadamente sus cánticos. En fin, una
atropellada sesión de interpretaciones variopintas que terminan agotándonos. Pronto
nos despedimos, no sin antes repetir alguna estrofa del famoso Hakuna matatá. Teníamos que aprovechar
la presencia de tan buenos maestros.
Una vez dentro de los sacos, las
voces susurrantes traspasan la delgada tela de las tiendas y la conversación se
va haciendo queda entre los latidos de la noche en la que el silencio no existe
en estado puro, ya que siempre hay sonidos
que expresan de mil formas el bostezo de la vida.
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