Finales de julio de 2012.El pequeño puerto de
Madalena –en la isla de Pico, Azores– es la puerta de un hormiguero que
barrunta lluvia.
Es
temprano, el día se presenta frío y la gente, todavía con el sueño
asomado a los ojos, se acomoda lo menos expuesta posible a la brisa oceánica,
para realizar el trayecto de apenas cuatro millas marítimas que nos separan de
Horta, en Faial.
Unos islotes de pura piedra parecen la bisagra
sobre la que se unieran, bajo el agua, estas dos islas tan próximas y tan
distantes. Las gaviotas blanquean los salientes y acrecientan la sensación
gélida, como si una escarcha inexistente se hubiera instalado en la arista de
cada risco.
De entre estos
islotes fronterizos uno sobresale y exige de nuestra atención, pues
presenta una hendidura estrecha, centrada, nítida, como una cerradura que
abriera o cerrara el paso a otro espacio. Desde este punto ya sólo se piensa en
Faial como si cuanto hemos visto antes hubiera desaparecido y no abandonáramos
nada a nuestra espalda.
Muy pronto se hace presente Horta, parapetada en
su dique ilustrado, poblado de mástiles desnudos como un bosque de chopos en
invierno. Y es que para los navegantes
que recalan en Horta es habitual dejar en el dique del muelle un dibujo, un
nombre, una fecha. Es un muro de unos cien metros de largo donde se superponen
dibujos de barcos, colores de banderas, números, frases. Recojo una entre otras
muchas: “Nat, de Brisbane. Voy donde me lleva el viento. Lo dice Antonio
Tabucchi al rememorar un momento de su viaje a esta isla.
Llegamos, por fin, desperezándonos, encogidos por
la fría mañana, recelosa en su despertar. Pero el bullicio nos recuerda que
este es el puerto más conocido de las Azores.