jueves, 25 de octubre de 2012

IMAGINANDO EN PORTO PIM



Finales de julio de 2012.El pequeño puerto de Madalena –en la isla de Pico, Azores– es la puerta de un hormiguero que barrunta lluvia.
Es  temprano, el día se presenta frío y la gente, todavía con el sueño asomado a los ojos, se acomoda lo menos expuesta posible a la brisa oceánica, para realizar el trayecto de apenas cuatro millas marítimas que nos separan de Horta, en Faial.
Unos islotes de pura piedra parecen la bisagra sobre la que se unieran, bajo el agua, estas dos islas tan próximas y tan distantes. Las gaviotas blanquean los salientes y acrecientan la sensación gélida, como si una escarcha inexistente se hubiera instalado en la arista de cada risco.
Una grisalla se ha parapetado en cielo y agua, oscuros como un mal presagio, con una amenaza nubosa más propia de una tarde otoñal que de una mañana de estío. Aún así, a mitad de trayecto,  en la frontera de la masa amenazante de nubes  se perciben rayos amarillentos que pugnan por vestir de  cálido el tono del día. Una cortina rasgada de oro viejo se cierne en diagonal. El Pico se esconde tras una almohada de nubes y la isla de Sao Jorge se solidifica en el horizonte.
De entre estos  islotes fronterizos uno sobresale y exige de nuestra atención, pues presenta una hendidura estrecha, centrada, nítida, como una cerradura que abriera o cerrara el paso a otro espacio. Desde este punto ya sólo se piensa en Faial como si cuanto hemos visto antes hubiera desaparecido y no abandonáramos nada a nuestra espalda.
Muy pronto se hace presente Horta, parapetada en su dique ilustrado, poblado de mástiles desnudos como un bosque de chopos en invierno. Y es que para los navegantes que recalan en Horta es habitual dejar en el dique del muelle un dibujo, un nombre, una fecha. Es un muro de unos cien metros de largo donde se superponen dibujos de barcos, colores de banderas, números, frases. Recojo una entre otras muchas: “Nat, de Brisbane. Voy donde me lleva el viento. Lo dice Antonio Tabucchi al rememorar un momento de su viaje a esta isla.
Llegamos, por fin, desperezándonos, encogidos por la fría mañana, recelosa en su despertar. Pero el bullicio nos recuerda que este es el puerto más conocido de las Azores.



Muy cerca, frente al puerto, una casa de tres alturas, fachada azul y blanca, indica en sus cartelones de madera el Café Sport, más conocido como Peter’s Bar y que según Tabucchi es algo intermedio entre una taberna, un lugar de encuentro, una agencia de información y una oficina de correos. Allí se reúnen balleneros, pero también la gente de los barcos que cubren la travesía atlántica u otros recorridos más largos.  Y como los navegantes saben que Faial es un punto de apoyo obligatorio y todos pasan por aquí, Peter’s ha pasado a ser el destinatario de mensajes precarios y venturosos que de otra forma no tendrían otra dirección. Del tablón de madera de Peter’s penden notas, telegramas, cartas a la espera de que alguien venga a reclamarlas.
Hoy el lugar sigue conservando cierta imagen nostálgica pero ha sido herido de muerte por el correr de los tiempos. A falta de baleeiros y navegantes, recibe a turistas y veleros de patrones adinerados, y se va convirtiendo en una franquicia que vive del romanticismo que buscan en otros tiempos  cuantos visitantes recalan en la isla.
No obstante, su interior conserva el legado de cientos de marineros  y hombres de mar que convirtieron el local en una leyenda: banderines, fotografías, objetos de navegación..., recubren paredes y techos, y hacen del local un lugar acogedor que guarda la añorada hospitalidad de los puertos francos de antaño. ¿Cuántas historias se habrán escuchado entre sus añejas paredes? ¿Cuántas se habrán vivido o se habrán soñado en realidad?
Horta está dividida en tres sectores, repartidos al amparo de sus tres parroquias. En el centro,  la llamada iglesia matriz de Sao Salvador se alza tras las primeras calles que discurren paralelas al muelle. Desde cualquiera de sus dos torres gemelas, como desde la marina, junto al Peter’s Bar, se ve perfectamente el trazado rectilíneo del pequeño Forte de Santa Cruz, convertido en la actualidad en uno de los más acogedores hoteles de la ciudad.
La zona más oriental corresponde a la igreja de Nossa Senhora da Conceiçao, parroquia que preside el que pasa por ser el barrio más distinguido y residencial de Horta.
Y, finalmente, en el sector oriental, muy próxima a la estación marítima, se levanta Nossa Senhora das Angustias. Se trata de una construcción sólida, serena, sin alardes, como si conservara la sobriedad de los hombres curtidos por el mar. Tal vez también por ello, en su interior, bajo las losas del suelo, se halle enterrado Jos Van Huertere, un flamenco llegado hasta estos lares y al que se tiene por padre fundador  de la isla, de la cual fue el primer Capitán, allá por 1468.
Desde este templo, él único de la isla con la fachada de espaldas al mar, se extiende el barrio más antiguo de la isla, barrio que ocupa el pequeño istmo que une el interior con un saliente elevado formado por los montes da Guia y Queimado, cosidos por una delgada cinta de playa. Estos sirven de parapeto y hacen posible el resguardo privilegiado del que gozan barrio y puertecito. Parece mentira, que junto a lo favorable del terreno, la única defensa del lugar la constituyera el Forte de Sao Sebastiao, un minúsculo saliente de piedra basáltica volcánica que parece haber ido destiñéndose hasta perder su negrura gracias al sol de poniente y al salitre.
Al otro lado de la ensenada, se extiende, protegida del mar abierto, una recoleta playa, tal vez de las mejores de  Azores, una esbelta franja de arena negra, amparada por los casi noventa metros de pared del monte Queimado, y que va a morir al final un pequeño istmo, al pie de las chimeneas de la antigua fábrica ballenera y bajo la protección de la Senhora da Guia, imagen asociada al mar y venerada en la capilla próxima.
Porto Pim, ¡qué minúsculo puerto! Hoy día sin barcos y tan pequeño que cuando baja la marea se convierte en una playa recoleta, generalmente vacía. Como una miniatura. Sin embargo, custodia los inicios poblados de la isla.
Se accede a él por un portón fortificado como si lo más valioso que proteger fuera el océano y no tierra firme, idea razonable, por otra parte, en un pueblo que ha vivido de la caza de la ballena hasta hace bien poco.

A partir de él, las casas se abigarran en el istmo, forzadas por el mar, los muros rocosos del puerto y monte Queimado. Pero a pesar de ello, se respira una calma impagable. Sigue conservando cierto pintoresquismo no buscado y, a medio día, desde una terraza, se dispone de un espacio perfecto para disfrutar de la bahía, mientras saboreas una cerveza.
En este rincón, ahora desierto, asomado al murete que nos separa del recogido muelle, uno se puede  adentrar en el agua a través de una  rampa de roca en la que no resulta difícil evocar el ajetreo marinero de pequeños barcos de velas arriadas cuando todavía la navegación se asociaba a la aventura. Se observa también, desde dentro, el portón  de Porto Pîm, con su arco de sillares ajedrezados. Es un instante de calma chicha, sin ruido que distraiga, con esa tranquilidad, de tan extraña casi irreal, en la que ni siquiera las olas perturban una somnolienta modorra.

Es ahora cuando puedo imaginarme a la dama de Porto Pim, la protagonista de  ese relato que Tabucchi dice que oyó relatar a un exballenero, quien cambió la aventura cazadora de alta mar para ser la voz que cantaba a los turistas yanquis en locales nocturnos de la isla. Es esa mujer una heroína oscura, víctima y verdugo de un amor violento, apasionado, tan sin concesiones como trágico. Puedo llegar a oír el ruido potente y resuelto y escurridizo, de sus tacones al golpear contra el adoquinado de esta travesía que discurre paralela al muro, al océano. Eso sí, finalmente, se pierde en una esquina, a la vuelta de una calleja, caminando, sin darse la vuelta, como a quien le tiene sin cuidado que le sigan o no, atravesó la puerta de la muralla de Porto Pim y emprendió el descenso de la bahía...

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