La ciudad roja, la puerta del desierto,
la capital bereber del sur… son muchos los apelativos que ha recibido esta
enorme ciudad desde hace tiempo. Marrakech es una ciudad muy viva y con mucha
historia.
Parece ser que un cabecilla almorávide,
Abu Bakr, mandó construir el Qasr
al-Hajar o Castillo de Piedra, en 1062 en este lugar. Su primo Yusuf
Ibn-Tashfin lo derrocó y llegó a dominar el norte de Marruecos y media España,
aunque sería el hijo de éste quien fundó verdaderamente la ciudad, en torno a
un palacio –bajo la mezquita de la Koutoubia–, a una mezquita –bajo la actual
medina– y sobre una vasta red de jetara –canales de riego subterráneo–.
Los almohades, en 1197, destruyeron los
edificios de sus antecesores y levantaron la primera mezquita de la Koutoubia ,
con posterioridad van ampliando la ciudad, mediante distintas edificaciones, y
con ella crecen sus murallas. Pero la ciudad pierde su poder en el siglo XIII y
no lo recupera hasta el XVI, cuando los saadíes la convierten en capital de su
imperio; finalizan, con Ahmed al-Mansur, algunas obras como la medrasa de Ben Yusuf; y erigen el
palacio de Al-Badi, con sus mármoles italianos y una necrópolis real que
constituye el último ejemplo importante de arquitectura hispanoárabe.
Como suele suceder en estos casos, en el
siglo XVII, suben al poder los alaníes y trasladan su centro de poder a Meknès
y hasta allí se llevan los mármoles del palacio que queda convertido en una
ruina, tal y como se ve hoy. Marrakech pasa a convertirse en el centro de comercio
de esclavos subsaharianos y así se va recomponiendo, poco a poco, hasta la
llegada del protectorado francés, momento en el que se recupera la jetara y las huertas de la llanura de
Haouz suponen el desarrollo de la agricultura y del comercio con el fronterizo
desierto del Sahara y, con ello, el aumento de la población.
Lo cierto es que la actual Marrakech es
una mezcla de pasado y presente de la que pocas ciudades pueden presumir de una
manera tan formidable. Dentro de ella conviven al menos dos ciudades: la nueva,
construida con un tiralíneas a través de grandes avenidas, con una estructura
europea y un constante crecimiento. Su punto neurálgico es la plaza del 16 de
noviembre, donde confluyen, entre otras,
la avenida de Hassan II y la avenida de Mohamed V. Precisamente, siguiendo esta última llegamos a la plaza de
la Libertad. A partir de aquí, la prolongación de esta avenida, flanqueada por
jardines, nos conduce a la otra ciudad, la de la historia, la de abigarrados
callejones y rincones imposibles, la de la medina y la de los cuentos de las
mil y una noches.
Podría contar los atractivos
arquitectónicos de esta metrópoli imperial, pero cualquier guía resultaría más
rigurosa y mejor documentada. Además, si algo recuerdo de ella con nostalgia
–el indicador más fiable para valorar
cualquier viaje–, es recorrer durante el día el bazar y, al atardecer, la plaza
de Xemaa-el-Fna.