miércoles, 26 de diciembre de 2012

LA CIUDAD ROJA. XEMAA-EL-FNA


La ciudad roja, la puerta del desierto, la capital bereber del sur… son muchos los apelativos que ha recibido esta enorme ciudad desde hace tiempo. Marrakech es una ciudad muy viva y con mucha historia.
Parece ser que un cabecilla almorávide, Abu Bakr, mandó construir  el Qasr al-Hajar o Castillo de Piedra, en 1062 en este lugar. Su primo Yusuf Ibn-Tashfin lo derrocó y llegó a dominar el norte de Marruecos y media España, aunque sería el hijo de éste quien fundó verdaderamente la ciudad, en torno a un palacio –bajo la mezquita de la Koutoubia–, a una mezquita –bajo la actual medina– y sobre una vasta red de jetara  –canales de riego subterráneo–.
Los almohades, en 1197, destruyeron los edificios de sus antecesores y levantaron la primera mezquita de la Koutoubia , con posterioridad van ampliando la ciudad, mediante distintas edificaciones, y con ella crecen sus murallas. Pero la ciudad pierde su poder en el siglo XIII y no lo recupera hasta el XVI, cuando los saadíes la convierten en capital de su imperio; finalizan, con Ahmed al-Mansur, algunas obras como la medrasa de Ben Yusuf; y erigen el palacio de Al-Badi, con sus mármoles italianos y una necrópolis real que constituye el último ejemplo importante de arquitectura hispanoárabe.
Como suele suceder en estos casos, en el siglo XVII, suben al poder los alaníes y trasladan su centro de poder a Meknès y hasta allí se llevan los mármoles del palacio que queda convertido en una ruina, tal y como se ve hoy. Marrakech pasa a convertirse en el centro de comercio de esclavos subsaharianos y así se va recomponiendo, poco a poco, hasta la llegada del protectorado francés, momento en el que se recupera la jetara y las huertas de la llanura de Haouz suponen el desarrollo de la agricultura y del comercio con el fronterizo desierto del Sahara y, con ello, el aumento de la población. 
Lo cierto es que la actual Marrakech es una mezcla de pasado y presente de la que pocas ciudades pueden presumir de una manera tan formidable. Dentro de ella conviven al menos dos ciudades: la nueva, construida con un tiralíneas a través de grandes avenidas, con una estructura europea y un constante crecimiento. Su punto neurálgico es la plaza del 16 de noviembre, donde confluyen, entre  otras, la avenida de Hassan II y la avenida de Mohamed V. Precisamente,  siguiendo esta última llegamos a la plaza de la Libertad. A partir de aquí, la prolongación de esta avenida, flanqueada por jardines, nos conduce a la otra ciudad, la de la historia, la de abigarrados callejones y rincones imposibles, la de la medina y la de los cuentos de las mil y una noches.
Podría contar los atractivos arquitectónicos de esta metrópoli imperial, pero cualquier guía resultaría más rigurosa y mejor documentada. Además, si algo recuerdo de ella con nostalgia –el indicador más  fiable para valorar cualquier viaje–, es recorrer durante el día el bazar y, al atardecer, la plaza de Xemaa-el-Fna.

DE FEZ A MARRAKECH-2004




Son poco más de las ocho de la mañana cuando salimos de Fez en este día de verano que promete ser abrasador.
El paisaje, poblado de polvorientos olivos y encinares, recuerda mucho a ciertas zonas de Andalucía, si no fuera por algunos puestos que, junto a la carretera, ofrecen fósiles y amatistas. Sin embargo, es un día festivo y así lo atestiguan ciertos grupitos de niñas descubiertas pero vestidas como de domingo y que acompañan su paso con el ritmo monótono de  las palmas. Con frecuencia adelantamos a borriquillos que transportan paja o hierba y cuyos jinetes, a veces, presentan una mayor envergadura que los sacrificados animales.
Enseguida la altitud aumenta y cambia el entorno. A nuestra izquierda se descuelga en terrazas Imouzzer Kandar, sobre un bosque arbolado. A sus pies, por debajo de la carretera que transitamos, la vega con su río que, incluso en pleno agosto, lleva agua. Como decía, en toda la comarca, están de fiesta. Así lo indican las múltiples banderas del país que ondean desde los mástiles que flanquean las calles. No son todavía las nueve y las terrazas de los cafés están atestadas.
Apenas media hora después, llegamos a Ifrane, población fundada por los franceses en la segunda década del siglo XX. Con su reconocible urbanismo centroeuropeo (plantas rectangulares, tejados de dos vertientes con ángulos muy pronunciados, zonas ajardinadas…), esta zona es conocida como la Suiza marroquí, aunque ahora el sol comience a castigarnos y la nieve, que en invierno congrega a las clases adineradas de Marruecos, no parezca más que un sueño o un espejismo.
Cerca del centro pero lo suficientemente diferenciado se levanta, entre zonas ajardinadas y bosquecillos lo que bien podría ser un conjunto residencial hotelero en algún punto de los Pirineos, una especie de cinco estrellas. Se trata de Al Akhawayn, una de las universidades más elitistas del país, en la que sólo estudian los hijos de altísimos funcionarios y, sobre todo, de grandes fortunas. Aquí, además entrenan mediofondistas como Said Aouita o El Guerrouj, por citar un par de ejemplos.
Continuamos adelante, bordeando el Atlas Medio, a la altura de Azrou, un lugar de contrastes entre pedregosas montañas y bosques de cedros, materia prima para los artesanos locales. Puestos de frutas apostados junto a la carretera nos indican que el calor estival precisa de hidratación y, de paso, colorean la monotonía seca del verano.
Tarchi, el conductor, hace una pequeña parada cerca de la presa de Ahmed El Hansal, nombre perteneciente al considerado uno de los héroes de la resistencia frente a Francia, previa a la independencia del reino marroquí.
Ladrillos de adobe, colores ocre y el nombre francés de la población tachado dan la bienvenida al lugar, mientras nos adelanta la policía de tráfico.