Acabamos de atravesar Sololá, el mayor de los
pueblos que se asienta junto al lago Atitlán. Desde aquí se inicia un
pronunciado descenso a través de una carreterita que bordea las montañas
circundantes a la gran bolsa de agua. Las curvas se suceden casi interminables.
En un punto, al borde de un saliente que se asoma al lago, nos detenemos para
realizar un pequeño descanso. Las vistas
son impresionantes y los pueblos de sus orillas se nos muestran como desde una
avioneta. Destaca, por su proximidad y su tamaño, Panajachel. Se siente cierta
ansiedad por el reencuentro que nos espera, pues esa es una belleza de la que
los ojos nunca se cansan.
Estos han sido los días de los volcanes y de las
leyendas. Desde que llegamos a Guatemala, durante la época de lluvias, el cielo
tiende a encapotarse a cualquier hora y, especialmente, por la tarde. Sin
embargo, el día amaneció radiante,
apenas hay nubes y los volcanes se muestran en todo su esplendor.
Camino de Antigua, hemos visto el Pacaya
con su constante bocanada de humo y, ya a la altura de la ciudad colonial,
divisamos con nitidez los tres volcanes que la rodean; el impresionante volcán
Agua, y más retirados, el de Fuego y el Acatenango. Sus perfiles se imponen al
azul del cielo con una nitidez de troquel.
Ahora, al llegar a Pana, los tres de acá
–Tolimán, Atitlán y San Pedro– también parecen haber sido aseados de las
neblinas que en estas fechas, generalmente, flirtean con ellos parcialmente,
hasta que por la tarde los toman bajo ese manto fluido como si quisieran
resguardarlos de cualquier peligro hasta el día siguiente.