
Javier, conocedor de la zona, maneja el
coche hasta abandonar la carretera, mientras la vegetación se va haciendo cada
vez más espesa y un camino de tierra roja nos conduce hasta le minúscula
población de San Francisco de Sales, lugar donde está ubicada la entrada para
realizar la ascensión. En cuanto entramos en la aldea un niño se pega al coche
ofreciendo parqueo, mulas para subir al volcán... Es un fenómeno curioso el de
este muchacho indígena, pues resulta ser albino, lo que marca y deforma sus
rasgos genuinos –apenas puede abrir los ojos, molesto ante la luz–, su piel
rosácea, su pelo totalmente blanco. Dejamos el coche sobre la tierra que
parecen estar allanando, como si tuvieran intención de construir un parqueo, ante la creciente afluencia de
turistas, aunque ahora seamos los únicos visitantes. Pagamos la entrada y el
muchacho queda controlando el auto, contento por la propina recibida.
El volcán de Pacaya es un macizo relativamente complejo de explorar y recorrer. De estructura muy fracturada y con muchas fallas. En la actualidad, la zona sur del volcán es la que se encuentra más activa. En el sector noroeste existió hace tiempo una gran actividad, ya que allí se encuentran los enormes cráteres en donde se fundó la población de San Vicente. Justamente, sobre uno de estos cráteres se formó también la laguna de la zona, el lago Amatitlán, considerado parte integrante de las actividades del Pacaya, ya que fue originado por el hundimiento de placas tectónicas. Actualmente, la actividad del volcán tiene periodos de variada intensidad, pero sus efectos fumarólicos son constantes. De vez en cuando siguen surgiendo pequeños afluentes de lava, más o menos vistosos, que se deslizan cono abajo.
Dado que esta es tierra de volcanes y que a sus pies es frecuente la existencia de un lago, me
parece oportuno resumir brevemente la leyenda del volcán que recoge Miguel
Ángel Asturias:
Se dice que seis hombres poblaron la Tierra de los
Árboles. Tres provenían eran bien del viento y tres del agua. Aquellos que
venían en el viento corrían a despertar a la tierra antes de que saliera el
sol. Y, al anochecer, los que procedían del agua acostaban a la tierra antes de
que despertara el sol

Una era Cabrakán, quien escupió fuego hasta
encender la tierra. La otra se
llamaba Hurakán,
montaña de nubes, quien subió al volcán a pelar el cráter con
las uñas.
El cielo se nubló y todo ser vivo, hombres y animales, huyó
asustado. También las piedras comenzaron a saltar para huir. Cayeron las
ceibas, los jaguares y la lava quemante borraba sus huellas. A las estrellas, que cayeron en manos de la tierra,
esta, para no quemarse, las apagó.
Se dice que hubo un siglo en un día que duró muchos siglos.
Un día que fue todo mediodía, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora. El único
hombre que se salvó fue Nido, quien empezó por poblar los primeros árboles.
Pero cuando el volcán se apagó después de que la tierra lloró lágrimas que
había tomado del lago, fundó un pueblo con unas cien casitas, alrededor de un
templo, el de la Trinidad.
Dudo sobre la posibilidad de subir a lomos de una mula, tal y
como nos han ofrecido, pero aconsejo a Cris que ella la tome. Así pues,
Javier y yo subimos caminando y Cris
sube sobre una mula, conducida por Carlos, el hombre que nos acompaña. Por lo
que nos dice, tan sólo la puede conducir hasta la plataforma al pie del cono
volcánico, pues a partir de ese punto tan sólo se permite la ascensión a pie.
Las primeras rampas son empinadas en
extremo, tanto que doscientos metros después de la partida ya me he arrepentido
de no aceptar el ofrecimiento de la cabalgadura. Javier y yo necesitamos
respirar y eso que no hemos hecho más que empezar. A Cris el caballo, los
aperos, le quedan grandes; los estribos cuelgan por debajo de sus pies. El
dueño del animal, un hombre con aspecto de campesino pobre y rasgos
indígenas, lleva las riendas y dice que hasta la plataforma son unos diez
minutos. ¡Mentira! Más de media hora. Hicimos dos o tres paradas intermedias para que Javi y yo
bebiéramos agua y recobráramos el resuello; vamos empapados de sudor y menos
mal que no hace sol. Una de los altos nos ofrece una panorámica, entre la
espesa vegetación, sobre un lago que ocupa lo que debió ser sin duda el cráter
de un antiguo volcán. Carlos nos señala el lugar donde se ha instalado una
central eléctrica, entre árboles y cafetales.
Hay tramos muy empinados, con rocas o
troncos a modo de escalones que a la cabalgadura le cuesta subir... Poco a poco
se va notando el descenso de la temperatura y se forman focos neblinosos que
aparecen y desaparecen con inusitada rapidez. Por fin, llegamos a la
plataforma, un prado verde y mullido, con el cono del volcán humeante al fondo. Aunque no damos
crédito a lo que vemos, nos queda lo más costoso de la subida. Mientras nos despedimos
de Carlos y descansamos para afrontar el tramo final que nos espera, surgen dos
policías cuya presencia debe ser habitual y que pronto perdemos de vista
como por arte de magia.
Impresiona ver el Pacaya. Parece que se
te encogiera todo y te volvieras minúsculo, o que la montaña creciera, más y
más, hasta convertirte en un ser insignificante. La pendiente del cono es
descomunal, sin nada verde, sin una muestra de vida, como si hubiera un
encantamiento o maldición que lo impidiera. Cris me comenta que no tiene claro
si subirá, pues no se cree capaz de semejante esfuerzo, pero entre Javier y yo
la convencemos para que lo haga, aunque debamos ir más despacio. Sería
imperdonable haber llegado hasta aquí y abandonar.

Subo un poco más, mientras Cris y Javier
se sientan sobre unas rocas y contemplan el bellísimo panorama. Quiero ver la
lava incandescente, pero justo el foco de emisión queda al otro lado y no puede
asomarme; tan sólo me acerco a los humos que salen por distintas grietas.




El Amatitlán es un lago de cráter situado a
alrededor de veinticinco kilómetros de la capital y a pocos minutos del Pacaya.
Tiene doce kilómetros de largo y tres de ancho. Entre sus características, está
su aprovechamiento como centro recreativo y de producción de energía eléctrica.
De ahí también el aumento considerable de la contaminación, que supone un
enorme riesgo para su supervivencia. Es una pena porque, aparentemente, es tan
bonito como el Atitlán o, debió serlo, pero sus orillas son maltratadas, o bien
por asentamientos chabolistas o por
casonas de gente adinerada, con embarcadero privado; cada grupo social ocupa
algún rincón pero todos contaminan. Aunque la riqueza está mal repartida,
parece que nadie es consciente del daño que se le está causando a un tesoro
natural que, de seguir así, tiene los años contados. Y es que esta gente
utiliza el lago para todo. Se sumergen hasta la cintura para lavar los platos,
la ropa y a sí mismos. Las aguas negras, como aquí dicen, vierten en él y las
crecidas de las fuentes que lo alimentan en la temporada de lluvias arrastran
las basuras hacia su seno. El agua está sucia en algunos lugares, se ve una
masa de grasa y desperdicios flotando en las orillas.
Cuando
salimos de la cazuela de montañas que encierran el lago Amatitlán, detenemos el
coche y, desde una terraza junto a la carretera, divisamos la tormenta que,
como una tapadera, va cubriéndolo todo. Desde aquí, la apariencia oculta la
suciedad y las montañas tapizadas de verde descienden en aristas hasta las
aguas del lago. Uno podría imaginarse que se encuentra ante un paraje alpino
que las nubes difuminan con grises y
blancos, suavizando los contornos, reforzando la sensación amable y virgen de
un paisaje que ya no lo es.
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