martes, 7 de abril de 2020

EL VOLCÁN, LA LEYENDA Y...


Los huevos fritos y el beicon son hoy más necesarios que nunca porque, si la subida al volcán Pacaya es tal y como nos han dicho, hay que llenar el depósito de combustible para no desfallecer. Hoy, además, llevamos unos bocadillos de jamón, y agua, elementos imprescindibles para afrontar la subida con garantías, aunque Cris no las tiene todas consigo y recela, aún antes de enfrentarse directamente con el perfil del monstruo. Antes de salir de casa, aquí queda el titular de la jornada: “Integrante de la Mara Salvatrucha relata su vida en la pandilla: Si uno no mata, lo matan.” No es que anime mucho, pero este tipo de noticias es el pan nuestro de cada día en la capital.
Javier, conocedor de la zona, maneja el coche hasta abandonar la carretera, mientras la vegetación se va haciendo cada vez más espesa y un camino de tierra roja nos conduce hasta le minúscula población de San Francisco de Sales, lugar donde está ubicada la entrada para realizar la ascensión. En cuanto entramos en la aldea un niño se pega al coche ofreciendo parqueo, mulas para subir al volcán... Es un fenómeno curioso el de este muchacho indígena, pues resulta ser albino, lo que marca y deforma sus rasgos genuinos –apenas puede abrir los ojos, molesto ante la luz–, su piel rosácea, su pelo totalmente blanco. Dejamos el coche sobre la tierra que parecen estar allanando, como si tuvieran intención de construir un parqueo, ante la creciente afluencia de turistas, aunque ahora seamos los únicos visitantes. Pagamos la entrada y el muchacho queda controlando el auto, contento por la propina recibida.


El volcán de Pacaya es un macizo relativamente complejo de explorar y recorrer. De estructura muy fracturada y con muchas fallas. En la actualidad, la zona sur del volcán es la que se encuentra más activa. En el sector noroeste existió hace tiempo una gran actividad, ya que allí se encuentran los enormes cráteres en donde se fundó la población de San Vicente. Justamente, sobre uno de estos cráteres se formó también la laguna de la zona, el lago Amatitlán, considerado parte integrante de las actividades del Pacaya, ya que fue originado por el hundimiento de placas tectónicas. Actualmente, la actividad del volcán tiene periodos de variada intensidad,  pero sus efectos fumarólicos son constantes. De vez en cuando siguen surgiendo pequeños afluentes de lava, más o menos vistosos, que se deslizan cono abajo.


Dado que esta es tierra de volcanes y que a sus pies  es frecuente la existencia de un lago, me parece oportuno resumir brevemente la leyenda del volcán que recoge Miguel Ángel Asturias:
Se dice que seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles. Tres provenían eran bien del viento y tres del agua. Aquellos que venían en el viento corrían a despertar a la tierra antes de que saliera el sol. Y, al anochecer, los que procedían del agua acostaban a la tierra antes de que despertara el sol
La selva, humedad pura,  prolongaba el mar en tierra firme  y continuaba hacia el volcán sin detenerse, pero algo que se quebró en las nubes sacó a los hombres de su deslumbramiento. Fue cuando que dos montañas movían los párpados a un paso del río.
Una era Cabrakán, quien escupió fuego hasta encender la tierra. La otra  se llamaba Hurakán, montaña de nubes, quien subió al volcán a pelar el cráter con las uñas.
El cielo se nubló y todo ser vivo, hombres y animales, huyó asustado. También las piedras comenzaron a saltar para huir. Cayeron las ceibas, los jaguares y la lava quemante borraba sus huellas. A las  estrellas, que cayeron en manos de la tierra, esta, para no quemarse, las apagó.
Se dice que hubo un siglo en un día que duró muchos siglos. Un día que fue todo mediodía, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora. El único hombre que se salvó fue Nido, quien empezó por poblar los primeros árboles. Pero cuando el volcán se apagó después de que la tierra lloró lágrimas que había tomado del lago, fundó un pueblo con unas cien casitas, alrededor de un templo, el de la Trinidad.

Dudo sobre la posibilidad de subir a lomos de una mula, tal y como nos han ofrecido, pero aconsejo a Cris que ella la tome. Así pues, Javier  y yo subimos caminando y Cris sube sobre una mula, conducida por Carlos, el hombre que nos acompaña. Por lo que nos dice, tan sólo la puede conducir hasta la plataforma al pie del cono volcánico, pues a partir de ese punto tan sólo se permite la ascensión a pie.
Las primeras rampas son empinadas en extremo, tanto que doscientos metros después de la partida ya me he arrepentido de no aceptar el ofrecimiento de la cabalgadura. Javier y yo necesitamos respirar y eso que no hemos hecho más que empezar. A Cris el caballo, los aperos, le quedan grandes; los estribos cuelgan por debajo de sus pies. El dueño del animal, un hombre con aspecto de campesino pobre y rasgos indígenas,  lleva las riendas  y dice que hasta la plataforma son unos diez minutos. ¡Mentira! Más de media hora. Hicimos dos  o tres paradas intermedias para que Javi y yo bebiéramos agua y recobráramos el resuello; vamos empapados de sudor y menos mal que no hace sol. Una de los altos nos ofrece una panorámica, entre la espesa vegetación, sobre un lago que ocupa lo que debió ser sin duda el cráter de un antiguo volcán. Carlos nos señala el lugar donde se ha instalado una central eléctrica, entre árboles y cafetales.

Hay tramos muy empinados, con rocas o troncos a modo de escalones que a la cabalgadura le cuesta subir... Poco a poco se va notando el descenso de la temperatura y se forman focos neblinosos que aparecen y desaparecen con inusitada rapidez. Por fin, llegamos a la plataforma, un prado verde y mullido, con el cono del  volcán humeante al fondo. Aunque no damos crédito a lo que vemos, nos queda lo más costoso de la subida. Mientras nos despedimos de Carlos y descansamos para afrontar el tramo final que nos espera, surgen dos policías cuya presencia debe ser habitual y que pronto perdemos de vista como   por arte de magia.
Impresiona ver el Pacaya. Parece que se te encogiera todo y te volvieras minúsculo, o que la montaña creciera, más y más, hasta convertirte en un ser insignificante. La pendiente del cono es descomunal, sin nada verde, sin una muestra de vida, como si hubiera un encantamiento o maldición que lo impidiera. Cris me comenta que no tiene claro si subirá, pues no se cree capaz de semejante esfuerzo, pero entre Javier y yo la convencemos para que lo haga, aunque debamos ir más despacio. Sería imperdonable haber llegado hasta aquí y abandonar.
 Vamos a iniciar la subida cuando contemplamos a varias personas que bajan, medio patinando sobre las escorias del volcán. Parece que la bajada si será rápida, pero la subida es pesada. El cono marrón, pedregoso e ingrato, parece no acabar nunca. Cada poco hay que parar a recobrar el aliento. La pendiente sigue siendo terrible y el calzado resbala sobre la tierra desmenuzada o se hunde sobre ella pero, por fin, llegamos a un lugar algo más plano, muy cercano a la cumbre volcánica. El paisaje que se ve es distinto a todo cuanto hasta ahora habíamos presenciado. Hacia el cráter surgen fumarolas de azufre y las rocas se tiñen de amarillos y ocres. Hacia abajo, por una de las laderas, caminos inertes de lava o escorias, negros o rojizos, creando caprichosos dibujos con la  complicidad de las sombras móviles de nubes; muy al fondo, un  paisaje verde intenso con poco arbolado pero lleno de vida. Arriba, la muerte y el infierno; abajo, la vida. ¡Qué contradicción! ¡Qué contraste!
Subo un poco más, mientras Cris y Javier se sientan sobre unas rocas y contemplan el bellísimo panorama. Quiero ver la lava incandescente, pero justo el foco de emisión queda al otro lado y no puede asomarme; tan sólo me acerco a los humos que salen por distintas grietas.
Tomamos el bocadillo acompañados de una perrita que apareció de no se sabe dónde. Le damos algún cuscurrillo de pan... Después, vuelvo a subir por otro lado, atravesando un cartel que pone “prohibido”. Dice Cris que soy muy terco. Sé que le asusta un poco ver los riesgos que tomo, con un pañuelo tapándome boca y nariz para no tragar demasiado el amarillento humo que surge de las brechas que presenta la tierra... Por fin regreso e iniciamos el resbaladizo descenso. Javier y yo  bajamos casi corriendo; Cris, más despacio,  en un par de ocasiones toca el suelo con el culo. Cuando nos reunimos los tres en la base del gigantesco cráter, comprobamos que  las zapatillas y parte de la ropa están cubiertas de polvo volcánico.
El descenso, a partir de la plataforma y a través de una vegetación espesa y húmeda, es relajante y rápido. Llegamos a la aldea y tomamos algo en una tasca al aire libre que forma parte de la entrada al parque. Es agradable y tranquila. Estamos solos, junto con un par de vigilantes que, aburridos, matan el tiempo frente a un tablero de damas. 
Cerca, unos niños juegan despreocupados y la perrita, que ha bajado con nosotros, lame a los dos cachorros que la esperaban. Charlamos un rato, mientras tomamos una cerveza y regresamos con la intención de pasar antes por el lago Amatitlán.
El  Amatitlán es un lago de cráter situado a alrededor de veinticinco kilómetros de la capital y a pocos minutos del Pacaya. Tiene doce kilómetros de largo y tres de ancho. Entre sus características, está su aprovechamiento como centro recreativo y de producción de energía eléctrica. De ahí también el aumento considerable de la contaminación, que supone un enorme riesgo para su supervivencia. Es una pena porque, aparentemente, es tan bonito como el Atitlán o, debió serlo, pero sus orillas son maltratadas, o bien por  asentamientos chabolistas o por casonas de gente adinerada, con embarcadero privado; cada grupo social ocupa algún rincón pero todos contaminan. Aunque la riqueza está mal repartida, parece que nadie es consciente del daño que se le está causando a un tesoro natural que, de seguir así, tiene los años contados. Y es que esta gente utiliza el lago para todo. Se sumergen hasta la cintura para lavar los platos, la ropa y a sí mismos. Las aguas negras, como aquí dicen, vierten en él y las crecidas de las fuentes que lo alimentan en la temporada de lluvias arrastran las basuras hacia su seno. El agua está sucia en algunos lugares, se ve una masa de grasa y desperdicios flotando en las orillas.

Cuando salimos de la cazuela de montañas que encierran el lago Amatitlán, detenemos el coche y, desde una terraza junto a la carretera, divisamos la tormenta que, como una tapadera, va cubriéndolo todo. Desde aquí, la apariencia oculta la suciedad y las montañas tapizadas de verde descienden en aristas hasta las aguas del lago. Uno podría imaginarse que se encuentra ante un paraje alpino que las nubes difuminan con  grises y blancos, suavizando los contornos, reforzando la sensación amable y virgen de un paisaje que ya no lo es.

No hay comentarios:

Publicar un comentario