lunes, 27 de agosto de 2018

FARANGI EN LA CARRETERA: DE ADDIS ABEBA A ZIWAY


Una chica se acerca, nos deja una carta y nos pregunta qué deseamos para desayunar. Le pedimos omelette, french toats, zumo de mango y café con leche. Nos dice que el café y el té son free, pero que la leche hay que pagarla aparte. Nos deja asombrados, pero insistimos en que queremos café con leche.
Como tardan en servirnos, aprovecho para salir a la calle y respirar el aire del entorno. Lo cual es contraproducente porque hay un ir y venir de vehículos, muchos de los cuales hacen tiempo que no pasaron una revisión, que contaminan  bastante en un ambiente algo fresco para ser África. Pero no debemos olvidar que Addis Abeba es la tercera capital de un estado en cuanto a altitud sobre el nivel del mar. Estamos a 2400 metros.
Por fin, aparece el ansiado desayuno que tomamos con gusto. Hacemos tiempo para que llegue Sandra, entre otras cosas porque debe pagar el desayuno cuya factura nos ha pasado el “contable” y no tenemos ni un birr, la moneda local  de la que se dan  más o menos 30 unidades por un euro. Finalmente, aparece Sandra 

para alivio de todos. No obstante, se enfada bastante con la camarera por el “impuesto lácteo” que nos acaba de cobrar  y sobre el cual no sabe qué decir, tan sólo que se lo comunicará al manager. Desde luego, personal hay trabajando para el establecimiento como para que averigüen de dónde sale la dichosa tasa.
Tomamos las maletas y vamos a comenzar nuestra aventura en un 4x4 blanco, conducido por un muchacho joven, de veintipocos años, llamado Yxared (Jared para nosotros). Como en las presentaciones parece que es seguidor del Barça, surge un hermanamiento instantáneo. Sobre todo porque, además, es un chico amable, discreto y risueño.
Antes de nada, debemos hacernos con dos elementos imprescindibles en cualquier viaje por África: dinero y agua. Su búsqueda nos permite, además, crearnos una primera imagen de esta ciudad de  reciente fundación (la creó Menelik II en 1887) y de más de tres millones de habitantes.
Distintos viajeros a lo largo del siglo XX han tenido la misma sensación  de ciudad sin terminar que es la marca distintiva de la capital. Así, Evelyn Waugh, en los años  treinta, la define así: “De hecho, es hacia Alicia en el país de las maravillas adonde recurren mis pensamientos buscando algún paralelo histórico para la vida en Addis A. Únicamente es en Alicia donde uno encuentra el sabor particular de la realidad transformada, donde los animales llevan relojes en los bolsillos de los chalecos… ¿Cómo recapturar, cómo retener, el loco encanto de aquellos días etíopes? Addis Abeba es una ciudad nueva; tan nueva de hecho que parece que no hay un solo edificio que esté realmente terminado. El gran Menelik eligió el emplazamiento hace cuarenta años y lo llamó, cuando todavía no era más que un campamento en la colina, “la nueva flor”.

Kapuściński, en los años sesenta y setenta, da un 
esbozo bastante deprimente del lugar: “En aquella ocasión [1963], reinaba una gran actividad en las calles principales. Por sus bordes rodaban pesadamente gigantescos bulldozers arrasando las casuchas de barro más próximas a la calzada, abandonadas ya, pues el día anterior la policía había expulsado de la ciudad a sus moradores. Luego, unas brigadas de albañiles habían levantado un muro alto con el objeto de tapar las demás chabolas. Otras brigadas habían pintado el muro con motivos nacionales. La ciudad olía a hormigón y a pintura fresca, a asfalto recién puesto y al aroma de las hojas de palma que habían adornado los arcos de bienvenida. [...] En el césped de la calle principal, Churchill Road, pastaban rebaños de cabras y vacas y los coches debían detenerse cada vez que los nómadas cruzaban la calzada con sus numerosos y asustados camellos. Llovía. En los callejones adyacentes los coches se atascaban en el barro pegajoso y pardo...”
Ya en el 2000, Javier Reverte redondea la  crónica de esta curiosa ciudad: “Una ciudad sin terminar, repleta de edificios a medio construir, con los hierros de sujeción de hormigón al aire y sin obreros a la vista. Los destartalados camiones y los viejos autobuses de color rojo y naranja se abrían camino, con furor, entre los rebaños de cebúes y de cabras que invadían las avenidas principales. Hileras de burros de corta alzada, cargados de sacos de paja o hatos de leña, trotaban a paso veloz sorteando taxis, furgonetas y minibuses. De cuando en cuando, un vehículo averiado paraba el tráfico y Addis quedaba paralizada en un endemoniado atasco, sumida en una escandalera de cláxones, rebuznos, balidos y mugidos, a la que se unían las estridentes músicas surgidas de los casetes de los automóviles. Olía a gasolina y a estiércol de cuadra. Y el eco de la algarabía trepaba ciudad arriba, hacia los altos de Entoto, hacia las lomas desforestadas y pintadas por un mortecino verdor de desesperanza. Sobre el cielo de Addis planeaban los milanos.”
Por apuntar algo nuevo, aunque básicamente las cosas no han cambiado demasiado, más que milanos podría tratarse de aves carroñeras. Porque, la verdad, no se sabe muy bien si, realmente, es una ciudad en fase de construcción o, por el contrario, se han propuesto destruirla y nos hallamos en pleno proceso de acoso y derribo. Lo cierto es que, en parte posiblemente por necesidad, se vive en la calle. Todo tiene lugar aquí, lo mejor y lo peor.
Y este espacio es compartido por animales, vehículos, máquinas y personas. Todos tienen su espacio y a veces se producen tensiones entre ellos, pero la sangre no llega al río. Eso, quizás, también propicie esa sensación de que siempre falta o sobra algo en cada lugar: en la calzada llena de coches llaman la atención una cabra, un cebú o un camello; en un solar, donde la mayor parte de la población camina descalza, no parece que puedan instalarse, como así ocurre, varios limpiabotas; en el bulevar de una nueva avenida, destacan un par de infraviviendas, donde hacen vida aparentemente normal algunas familias; se agolpan construcciones de manera abigarrada en espacios reducidísimos, mientras los descampados son más frecuentes que los espacios urbanizados… En fin, algo no parece cuadrar y sin embargo es tan real como el hecho de que aunque pasan las décadas, este conglomerado resiste sin aparentes cambios en el resultado que aprecia cualquiera que llegue a Addis Abeba.
Un guardia con uniforme blanco y azul, botas de cuero negro y gorra de plato con visera blanca pasea por entre los vehículos sin que parezca atender mucho al tráfico, pero el silbato no se le cae de la boca. Nos  dirigimos a comprar agua embotellada mientras hemos avisado en una oficina de banco para que nos preparen el dinero aproximado que pretendemos cambiar. Nos extraña, pero Sandra conoce mejor los procedimientos que son comunes en este lugar. Cuando volvemos y nos dan el dinero, nos quedamos asombrados: nos entregan varios fajos de billetes agrupados por su valor y con su debida fajilla de papel con el distintivo del banco. Unas monedas ajustan el cambio.
La salida de la ciudad resulta un poco pesada debido al tráfico tan caótico que recorre sus calles. En algunos lugares, el atasco es permanente debido a la cantidad de gente que se mueve entre puestecillos y pequeñas tiendas donde se compra y se vende de todo. Se ven barrios protegidos con cerramientos de chapa; no parecen barrios residenciales pero más que por los robos, que también, lo que creemos que quieren evitar es que ocupen el espacio con chozas o chabolas.
Las nuevas edificaciones se van levantando –conviven viviendas de diez y doce plantas junto con chozas, los característicos tukals  y los andamios, siempre de pértigas de madera, recubren como jaulas los edificios en construcción. De hecho son frecuentes, ya fuera de Addis Abeba, los almacenes de  este tipo de andamiajes, cuya sola vista produce vértigo, pues debe ser bastante peligroso encaramarse y permanecer en equilibrio sobre ellos.

Nos dirigimos hacia el sur, siguiendo en cierta medida el Gran Valle del Rift. Se trata de la mayor fosa tectónica de África y vamos a recorrerla en parte. Es, dentro de Etiopía, la parte más baja y cálida –sin tener en cuenta el Danakil– ,  la más poblada, cubierta de bosques abiertos de acacias y salpicada de lagos, algunos de los cuales servirán de parada y fonda en nuestra ruta. Concretamente, son seis los lagos que marcan el camino hacia Kenia: Ziway, Abiata, Shala, Langano, Abaya y Chamo. Cuando uno piensa en África, esta es la imagen de su territorio que se instala en nuestra mente: llanuras y pequeñas colinas, extensiones enormes de bosques de árboles que invitan a los animales a su sombra, arbustos, lagos o lagunas sazonadas de aves, la sábana en todo su esplendor.
De momento, no obstante, vamos a ir deteniéndonos en cuanto nos ofrece la carretera –sí, carretera asfaltada, aunque a veces presente baches–. Lo primero que confirmamos es que Etiopía es un país  de una  economía netamente agrícola. Su base es, allí donde es posible,  el cultivo de cereales, en especial el teff, elemento indispensable de la comida etíope. Se trata del cereal de grano más pequeño del mundo, de ahí su nombre (en amárico se podría traducir por “perdido”). Con él se elabora la injera, especie de torta fina de pan, casi como una enorme crêpe, que sirve como fuente sobre la que se presentan la mayor parte de las comidas. Por ello es  también el sustituto del cubierto pues se va cortando con la mano en trozos sobre los que se envuelven las salsas y demás alimentos cocinados y servidos sobre ella en enormes bandejas.
De hecho, en los primeros kilómetros observamos que estamos en el proceso de arar la tierra, una tierra negruzca que se sigue removiendo con los mismos procedimientos de hace siglos. Son innumerables las parejas de cebús que arrastran el arado para crear esas cenefas tan reconocibles sobre el terreno. Y es que en este lugar siguen teniendo una importancia capital los animales en las labores del campo. No sólo los cebúes, como seguimos observando a ambos lados de la carretera, sino también, en gran medida, los burros, unos burrillos de escasa envergadura pero de una fuerza descomunal, muy aptos, por lo que se ve, para acarrear todo tipo de cargas, especialmente agua, paja, cereal… se los ve con más facilidad que a los coches por los arcenes de las carreteras etíopes, cuando no por las propias calzadas. Incluso su muerte, como tendremos ocasión de comprobar casi de inmediato, ayuda a conservar el ciclo de la vida animal.
En un momento determinado, nos detenemos ante una verdadera bandada de enormes buitres que nos impiden ver qué animal muerto sirve de banquete para estas aves carroñeras. Se trata de uno de los burrillos a los que hacía referencia antes. Alrededor de veinte buitres de gran tamaño tratan de hacerse hueco sobre el cadáver, mientras un perro intenta participar del festín. Hay algún que otro transeúnte que, incluso acompañado de otro burrito, pasa de largo, incrédulo ante nuestra curiosidad por algo tan común como lo que vemos. Sin embargo, ciertos buitres, erguidos y desconfiados nos miran con ojos desafiantes. Estamos a escasos dos o tres metros de ellos y tampoco nosotros nos fiamos.
No podemos detenernos demasiado, pero vivimos en una tentación continua. El camino es tan entretenido debido a la gran cantidad no de vehículos sino de personas y animales que lo recorren. Además, las chozas que siguen conviviendo con otras nuevas viviendas de difícil catalogación salpican los campos o los lados de la carretera formando pequeñas aldeas o pueblos. En uno de los cuales nos detenemos nuevamente ante la enorme aglomeración de burros que se arraciman en un lateral dentro de un enorme barrizal y en la cuneta frente a unas casas bajo grandes árboles donde hacen cola un numeroso grupo de hombres, aunque también aparecen mujeres. Hay un enorme trasiego ya que los burrillos y sus dueños vienen y van con sacos. Estamos ante un molino que debe prestar sus servicios a las poblaciones de la  zona. Nosotros nos convertimos por un rato en un espectáculo para los naturales del lugar que se ríen mientras hacemos fotos a los animalitos y, más aún cuando debemos escapar de las salpicaduras que produce uno de los burrillos que persigue desaforado a una hembra para montarla. Incluso las caras de extrañeza muestran ahora abiertamente unos dientes que resaltan su blancura de manera especial en unos rostros negros, pero también maltratados por la vida. La mayor parte de las cabañas que vemos están hechas con ramas y adobe. Los techos son de palma o de chapa, pero no se descarta ningún material. Nada se desecha. Mientras, en el molino, cada cual, incluidos niños, espera su turno para partir con sus sacos preñados de alegría y, sobre todo, de  harina, de comida.
El panorama de nuestro recorrido no responde al estereotipo que tenemos de Etiopía. Todo está verde, parece fértil, al menos durante el tiempo que seguimos paralelos a una zona montañosa. Hay niebla y la lluvia amenaza con aparecer en cualquier momento. Esto es así hasta que dejamos Butajira y tomamos hacia la izquierda, camino de Ziway. Entonces se hace presente una sabana muy humanizada  y más seca.
Ziway es el lago etíope más al norte del Valle del Rift y da nombre también a una populosa localidad de alrededor de 45.000 habitantes que viven, en su mayoría, de la pesca y la agricultura. Aquí hemos conectado con la carretera que desde Addis Abeba, vía Moja, se dirige hacia el sur, hacia Kenia. Y aquí, en la misma carretera, nos detenemos, en un Tourist Hotel. Tampoco es que se hayan complicado mucho la vida para bautizarlo.
Vamos a comer y ya nos advierte Sandra que la comida etíope suele ser picante, así que, desde ahora, siempre advertimos en los lugares donde comemos “No spicy”, aunque la mayoría de las veces con escaso éxito. El lugar es agradable, la temperatura excelente y nos quedamos en una mesa exterior, en un patio bajo algunos árboles que le dan sombra. La especialidad de la casa es la tilapia grillé, un pez plano de tamaño medio y bastante sabroso. No es de extrañar puesto que es la especie que más puebla el cercano lago. La sirven acompañada de ensalada y frita sobre una estructura metálica que la sujeta a una base de madera como si en lugar de comerla quisiéramos colocarla como un trofeo sobre una estantería. Es pescado realmente sabroso, aunque quede siempre flotando un regusto picante. Menos mal que la cerveza St. George ayuda a matarlo como si fuera otro pequeño dragón.
Tras la comida tomamos café. Vamos a iniciarnos en todo un ceremonial del que tendremos el gusto de formar parte a partir de ahora. Porque tomar café en Etiopía se ha convertido en todo un ritual.
En un rincón del patio, bajo un pequeño chamizo perfectamente adornado se encuentra una bellísima joven –ya habrá más adelante tiempo de hablar de la belleza de ciertas etnias que habitan este territorio– como maestra de ceremonias. Dispone de  todo lo necesario, a saber: café en grano crudo, bandeja metálica, infiernillo metálico casero,  molino manual, cafetera de barro, cuenquitos de loza, agua muy caliente y… cariño.
Los granos de café lavados se extienden sobre una bandeja metálica puesta al fuego y se van removiendo mientras se tuestan. Los aromas que va desprendiendo se mezclan con los de las brasas o con otras hierbas como el sándalo o el incienso (parece ser que el origen de esta costumbre se debe a la necesidad de espantar mosquitos u otro insectos). Una  vez tostado el café, se muele con una especie de mortero o por arrastre con un molinillo de piedra. Conseguido el fino polvo, se introduce en una jarra de barro de base ancha y cuello estrecho y se le añade agua. Se sitúa sobre el hornillo  en el que se ha tostado y se hierve. Para que no suelte posos se sirve desde una altura de quince o veinte centímetros sobre las tazas sin asas. Y todo ello acompañado de una enorme sonrisa, en este caso, de una ramita de hierba aromática, que le suma un sabor para nosotros extraño. Un tranquilo placer, pero no como en los anuncios, sino de verdad.
Desde el restaurante, cruzando la carretera principal, nos dirigimos, dando un paseo hacia el lago Ziway. Se encuentra a una altitud de 1.636 metros, rodeado de colinas volcánicas y da vida a esta localidad y sus alrededores. De hecho, parece que el trazado de una amplia avenida que lleva hasta su orilla así lo pone de manifiesta. Sin embargo, al  pequeño bulevar central, dada la anchura del espacio, no se ha añadido el asfaltado, seguramente, por puro despiste. Pero el recorrido es muy agradable, pues todavía apenas si hay construcciones y. además, la vegetación es generosa y hay, de manera más importante, a medida que nos acercamos al lago, una rica y visible población de aves. Y digo visible porque, generalmente, cuando en algún lugar alguien te dice que es un buen punto para avistar aves, debes permanecer en posición hierática y en silencio absoluto, casi escondido, para poder observar cómo un par de patos o pollas de agua se pavonean entre los juncos. No, aquí no ocurre eso. Aquí hay aves y se ven en cada espacio: en el suelo, en los árboles, en pequeñas balsas que también sirven de recreo para los vecinos y, por supuesto, en todo el lago, desde sus orillas.
Desconozco los nombres de la mayoría de estos pájaros, aunque otros son muy reconocibles por su envergadura y la cantidad de ejemplares que hay: ibis, pájaros martillo, pelícanos, patos…, y otros de picos y plumaje algo más extraño. Pero, ya cerca del lago, al festín del pescado, se arremolinan las cigüeñas marabúes, un ave fea, de gran tamaño y aspecto desgarbado como los muñecos de guiñol. Estas acuden a “pescar” entre los distintos grupos de jóvenes que en las orillas limpian las tilapias para venderlas, después, en el mercado. En cuclillas, sobre una piedra, o sentados en el suelo, junto a las barcas, quitan las tripas y la cabeza a los más grandes y las lanzan al agua, donde los gigantes comensales se frotan las alas a la espera del festín. Los peces limpios, o los lomos ya limpios, se van colocando en cajas que se trasladarán hasta la cercana localidad.
El lago es enorme y luminoso. También es un lugar de encuentro donde se desarrollan todo tipo de actividades, además de la ya comentada. Hay gente que aprovecha el paseo para hacer la colada, otros se bañan y chapotean en sus aguas. Siguen circulando barquitas que lanzan sus redes y otras que trasladan a la gente que vive en las orillas del otro lado  o va al monasterio de una de sus cinco islas. Es una lástima que no dispongamos de más tiempo para visitarlo, incluso solamente por el lugar que ocupa ya merecería la pena tomar el barco.
El sol está en lo más alto y el calor es notorio. Tras disfrutar un rato de las imágenes del lago y sus moradores, regresamos, pero no queremos restar fuerzas en el camino de regreso por lo que contratamos un carro destartalado, con ruedas de moto, del que tira un caballo flaco como Rocinante. En realidad, van camino de sus quehaceres, pero son adolescentes los que lo manejan y así se sacarán un dinerillo. Sorteando  otras carretas, ovejas, marabúes, transeúntes, algún bus que parece fuera de lugar entre los cebúes y las cabras, una vez que atravesamos la carretera, nos deja en un cruce de calles polvorientas desde donde se supone que comienza la zona de merkato.
Llama la atención que aquí, ya próximos al verdadero mercado, los edificios con apariencia de comercios ofrecen en sus repletas puertas –su verdadero escaparate– utensilios de plástico: bolsas, banquetas, barreños, botellas, garrafas, cubos…Se completa la oferta, en menor medida, con enseres de metal, básicamente de aluminio, chapa o hierro. En este caso, el surtido es menos variado y se limita a cacerolas y a cocinas. Sí, sí, cocinas. Se trata de una especie de estufas enanas de metal que permiten prender leña o carbón, o de pequeños braseros con patas que mantienen el fuego y el calor. En cualquier caso, su utilidad es la misma, ser el lugar donde se puede cocinar o calentar agua.
Cuando abandonamos la, llamémosla, zona urbanizada, nos hallamos en un espacio de extensión y formas difíciles de determinar. Lo irregular del terreno, el innumerable número de puestos de todo tamaño y condición, y la mezcla de personas, trastos, productos y animales que aquí confluyen no permite establecer límites, aunque seguro que los tiene.
Parece ser que hemos entrado por un rincón especializado en materiales para poner en marcha y mantener el fuego del hogar. Los puestos, incluso en este tipo de materiales, son increíbles. Desde un simple montoncito de pequeñas teas que apenas si servirá para un solo cliente, hasta una enorme extensión cubierta de lona, rota y mugrienta eso sí, que pretende salvaguardar el carbón de una posible lluvia, aunque no parece que vaya a caer ni gota. Hay carbón vegetal obtenido del tronco de las acacias, mazorcas desgranadas de maíz agrupadas en pequeños montoncitos, hatillos de ramitas secas, troncos  de árbol debidamente partidos, sacos de picón, una especie de tortas de fabricación casera que no consisten más que en el estiércol y las pajas de los establos que se han prensado. Aunque hay hombres, es significativo que la mayoría de la gente que vende o compra sean mujeres, a veces rodeadas de niños pequeños o que son transportados por sus madres, engullidos en sus espaldas por esas enormes telas de las que sacan tanto partido. Vacas de enorme cornamenta y joroba se mueven a su aire o reposan  ajenas al ajetreo del lugar.
Pero si el mercado resulta asombroso, lo es más la cantidad de gente que se nos queda mirando. Somos como marcianos que hemos aterrizado en donde no tenían noticias de nuestra existencia. De hecho, una niñita que se encontraba en uno de los tenderetes de carbón vegetal comienza a seguirnos. A veces se acerca a mí y me toca con sus manitas como para cerciorarse de que soy real, de carne y hueso.
Vamos abriendo camino a cuantas miradas se cruzan en nuestro deambular entre los puestos de grano de cereal o su molienda. Se suceden en montoncitos coronados por una lata que sirve de medida el maíz, el mijo, el tej, el sorgo rojo… Los colores son intensos y se unen al de las legumbres, entre las que destaca una variedad de un color naranja intenso, extraña en nuestro país, o la mostaza molida, o el pimentón. No da tiempo a aspirar tantos aromas que se mezclan con el del ambiente y el de los animales. Mientras tanto vendedores como compradores nos miran. Unos con cierta extrañeza inicial y otros con una sonrisa pues parece que les hace gracia vernos tan fuera de lugar. La niñita que se nos pegó sigue ahí aunque no lo parezca. No pide nada, pero de vez en cuando te giras y está detrás observándome con detenimiento. En algún cruce de miradas se ríe en silencio y nos sigue.
A los productos que ya he mencionado le siguen hortalizas (cebollas, ajos, tomates…) y patatas, una enorme cantidad y variedad de patatas. Mientras tanto, otros niños se unen al cortejo y nos siguen, ante la mirada indrédula de algunos viandantes. Algunos rostros llevan reflejada la dureza de la vida que acumulan a sus espaldas. Se nota, sobre todo, en los ojos de ciertas mujeres que sentadas junto a sus productos esperan pacientes a que aparezca un comprador que no se sabe si llegará.
Entre el cortejo, se oye de vez en cuando como los más listos y atrevidos les comentan a los otros farangi, mientras nos señalan. Sonríen o juguetean a nuestro alrededor. Les resulta divertido y también a nosotros.
En un espacio entre dos puestos (entendamos por tales simplemente un par de sacos de rafia desgastados sobre los que se exponen montocitos de cebollas, montañitas de arroz o pequeños sacos de plástico que contienen sal o lentejas), se sienta totalmente desnudo un hombre de alrededor de 30 años, aunque aquí la edad resulta muy difícil d pronosticar, pues la dureza de vida que en general sufre la población provoca un envejecimiento prematuro. En cualquier caso es un hombre relativamente joven y nadie le hace el más mínimo caso. Por lo que nos enteramos, se trata de un loco y como tal se le ignora. Ha venido al mercado porque vive de la caridad ajena, pero salvo para esa cuestión resulta invisible para todos. De hecho, en un momento dado se levanta y se va sin que nadie ni siquiera parezca reparar en él.
Una curiosidad más, de la que tendremos ocasión de volver a ver repetida en algunos lugares más, es la presencia de un futbolín en un rincón abierto del mercado. No es que no tenga dueño, es que no hay un local específico, así que el “emprendedor” que lo rentabiliza tan sólo tiene que exponerlo ahí en medio cada día de mercado.
Cerca se arremolina la gente en torno a un hombre que con un pequeño megáfono se dirige a cuantos quieren oírle para prevenirles sobre las actividades de riesgo por las que se contrae el sida. Se sirve de tres actores improvisados que teatralizan las situaciones que pretende ejemplificar. El auditorio se ríe ante algunas gestualizaciones que inequívocamente expresan prácticas sexuales. Mientras se habla sobre los condones.
Llegamos ante un espacio lleno de vendedores y vendedoras de aceite de palma a granel. Desde enormes bidones de plástico se vierte, sirviéndose de un embudo, la cantidad pedida por la gente en botellas de plástico o de cristal. La gente cada vez más sonriente se nos acerca, quiere tocarnos.
Compramos unos plátanos que son dulcísimos, están en su punto. Nos los vamos comiendo mientras vemos cómo trabaja un sastre frente a nosotros. Con una máquina de coser bastante deteriorada hace todo tipo de arreglos in situ a cuantos requieren sus servicios. Y hacen cola frente a su negocio, tan mínimo como exitoso. Mientras, los farangi son tocados de vez en cuando por manos curiosas y afectivas. Por cierto, parece ser que el término farangi, al menos eso dice Javier Reverte, no es más que una deformación fonética de français y  equivale a muzungu en swahili y a mondele en ligala, palabras todas que nominan al extranjero blanco.
Podríamos permanecer aquí toda una vida pero debemos continuar nuestra ruta, así es que vamos dejando atrás el merkato de Ziway o, dicho de otra manera, regresando a la parte construida del mismo, donde reaparece la cacharrería. Pero como lo abandonamos por otro extremo también topamos con dos de los establecimientos más repetidos en África: las peluquerías (¡Es increíble la atracción que siente por las peluquerías el africano! No hay lugar por muy recóndito que se halle donde no se anuncien los servicios de una. y, por supuesto, numerosas fotografías que recogen las últimas tendencias de cortes de pelo ilustran el local, aunque después el mobiliario y los utensilios ya sean otra cosa.) y los talleres que arreglan pinchazos, hecho cotidiano dado el estado de la red de carreteras, cuando no caminos que recorre esta parte del mundo. Hay muchos talleres y todos ellos siempre tienen trabajo.
Regresamos al 4x4 y emprendemos camino hacia el lago Langano, nuestra primera parada en la larga hilera de lagos que ha ido abriendo la falla del Valle del Rift. La parte correspondiente a Etiopía es la más antigua (hace unos 30 millones de años), de cuando la península Arábiga comenzó a separarse del resto del continente, cosa que logrará definitivamente, según los expertos, dentro de unos cuantos millones de años. Así, pues, con el tiempo esto que recorremos ahora formará parte de una cuenca oceánica y en lugar de con coche habrá que surcarlo con barco. Mientras este continente se divide en dos, disfrutaremos de cuanto vamos encontrando por el camino. Y es que la carretera, aquí, en África, es una experiencia a veces tan intensa como los propios parques nacionales. Como bien dice Ryszard Kapuściński “Viajar en coche por Etiopía es una especie de compromiso que se negocia a cada instante: todos saben que el camino es viejo; estrecho y lleno de gente y vehículos, pero saben asimismo que tienen que caber en él, y no sólo caber sino también moverse, trasladarse e intentar alcanzar sus destinos. A cada momento, ante todo conductor, pastor de ganado o viandante, surge un obstáculo, un rompecabezas, un problema que exige solución: cómo pasar sin chocar con el vehículo que viene en sentido contrario, cómo llegar hasta las vacas, los carneros y los camellos sin pisar a los niños y a los tullidos que andan arrastrándose; cómo pasar al otro lado sin caer bajo las ruedas de un camión, sin ensartarse en los cuernos de un buey, sin arrollar a una mujer que lleva sobre la cabeza un peso de 20 kilos, etc.
Y, sin embargo, nadie  quita a nadie, nadie se enfada, ni maldice, ni blasfema, ni amenaza: todos corren su slalom con paciencia y en silencio, hacen piruetas, esquivan choques y embestidas, maniobran y se zafan del peligro, se agolpan y, sobre todo –lo más importante–, avanzan. Si se produce un embotellamiento, todos, tranquilos y a una, tomarán parte en la operación de desatascado, si se forma una multitud compacta, todos, milímetro a milímetro, acabarán solucionando la situación.”
¡Qué  trasiego el de las rutas etíopes! ¡Qué delicia contemplar bajo las dulces acacias el continuo avance de gentes, vehículos y animales, sin claras jerarquías! El paisaje, que sigue apareciendo verde y luminoso, se halla repleto. Las aldeas y pueblos desprenden y recogen sin descanso el bullicio que supone el regreso al hogar. Algunos parecen satisfechos como si hubieran completado la vuelta al mundo, a su pequeño mundo. Otros regresan con el hatillo de ganado (aquí los rebaños nunca son muy numerosos). Los carros, que se cruzan con ellos y con vehículos de gran tamaño, transportan a grupos completos: familia, clan, vecinos, etc. Todos, tras ocupar su día vendiendo, comprando o mirando, se mezclan y se preparan para recogerse durante la noche. U día más han cumplido la importante tarea de seguir viviendo. Y ese simple hecho ya es motivo de alegría, de alegría compartida en el carro, en el camión o en la carretera.

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