Una
chica se acerca, nos deja una carta y nos pregunta qué deseamos para desayunar.
Le pedimos omelette, french toats, zumo de mango y café con leche. Nos dice que
el café y el té son free, pero que la
leche hay que pagarla aparte. Nos deja asombrados, pero insistimos en que
queremos café con leche.
Como
tardan en servirnos, aprovecho para salir a la calle y respirar el aire del
entorno. Lo cual es contraproducente porque hay un ir y venir de vehículos,
muchos de los cuales hacen tiempo que no pasaron una revisión, que
contaminan bastante en un ambiente algo
fresco para ser África. Pero no debemos olvidar que Addis Abeba es la tercera
capital de un estado en cuanto a altitud sobre el nivel del mar. Estamos a 2400
metros.
Por
fin, aparece el ansiado desayuno que tomamos con gusto. Hacemos tiempo para que
llegue Sandra, entre otras cosas porque debe pagar el desayuno cuya factura nos
ha pasado el “contable” y no tenemos ni un birr,
la moneda local de la que se dan más o menos 30 unidades por un euro. Finalmente, aparece Sandra
para alivio de todos. No obstante, se enfada bastante con la camarera por el “impuesto lácteo” que nos acaba de cobrar y sobre el cual no sabe qué decir, tan sólo que se lo comunicará al manager. Desde luego, personal hay trabajando para el establecimiento como para que averigüen de dónde sale la dichosa tasa.
para alivio de todos. No obstante, se enfada bastante con la camarera por el “impuesto lácteo” que nos acaba de cobrar y sobre el cual no sabe qué decir, tan sólo que se lo comunicará al manager. Desde luego, personal hay trabajando para el establecimiento como para que averigüen de dónde sale la dichosa tasa.
Tomamos
las maletas y vamos a comenzar nuestra aventura en un 4x4 blanco, conducido por
un muchacho joven, de veintipocos años, llamado Yxared (Jared para nosotros).
Como en las presentaciones parece que es seguidor del Barça, surge un
hermanamiento instantáneo. Sobre todo porque, además, es un chico amable,
discreto y risueño.
Antes
de nada, debemos hacernos con dos elementos imprescindibles en cualquier viaje
por África: dinero y agua. Su búsqueda nos permite, además, crearnos una
primera imagen de esta ciudad de
reciente fundación (la creó Menelik II en 1887) y de más de tres
millones de habitantes.
Distintos
viajeros a lo largo del siglo XX han tenido la misma sensación de ciudad sin terminar que es la marca
distintiva de la capital. Así, Evelyn Waugh, en los años treinta, la define así: “De hecho, es hacia Alicia en el país de las maravillas
adonde recurren mis pensamientos buscando algún paralelo histórico para la vida
en Addis A. Únicamente es en Alicia
donde uno encuentra el sabor particular de la realidad transformada, donde los
animales llevan relojes en los bolsillos de los chalecos… ¿Cómo recapturar,
cómo retener, el loco encanto de aquellos días etíopes? Addis Abeba es una
ciudad nueva; tan nueva de hecho que parece que no hay un solo edificio que
esté realmente terminado. El gran Menelik eligió el emplazamiento hace cuarenta
años y lo llamó, cuando todavía no era más que un campamento en la colina, “la
nueva flor”.
Kapuściński, en los años sesenta y setenta, da un esbozo bastante deprimente del lugar: “En aquella ocasión [1963], reinaba una gran actividad en las calles principales. Por sus bordes rodaban pesadamente gigantescos bulldozers arrasando las casuchas de barro más próximas a la calzada, abandonadas ya, pues el día anterior la policía había expulsado de la ciudad a sus moradores. Luego, unas brigadas de albañiles habían levantado un muro alto con el objeto de tapar las demás chabolas. Otras brigadas habían pintado el muro con motivos nacionales. La ciudad olía a hormigón y a pintura fresca, a asfalto recién puesto y al aroma de las hojas de palma que habían adornado los arcos de bienvenida. [...] En el césped de la calle principal, Churchill Road, pastaban rebaños de cabras y vacas y los coches debían detenerse cada vez que los nómadas cruzaban la calzada con sus numerosos y asustados camellos. Llovía. En los callejones adyacentes los coches se atascaban en el barro pegajoso y pardo...”
Ya en el 2000, Javier
Reverte redondea la crónica de esta
curiosa ciudad: “Una ciudad sin terminar, repleta de edificios a medio
construir, con los hierros de sujeción de hormigón al aire y sin obreros a la
vista. Los destartalados camiones y los viejos autobuses de color rojo y
naranja se abrían camino, con furor, entre los rebaños de cebúes y de cabras
que invadían las avenidas principales. Hileras de burros de corta alzada,
cargados de sacos de paja o hatos de leña, trotaban a paso veloz sorteando
taxis, furgonetas y minibuses. De cuando en cuando, un vehículo averiado paraba
el tráfico y Addis quedaba paralizada en un endemoniado atasco, sumida en una
escandalera de cláxones, rebuznos, balidos y mugidos, a la que se unían las
estridentes músicas surgidas de los casetes de los automóviles. Olía a gasolina
y a estiércol de cuadra. Y el eco de la algarabía trepaba ciudad arriba, hacia
los altos de Entoto, hacia las lomas desforestadas y pintadas por un mortecino
verdor de desesperanza. Sobre el cielo de Addis planeaban los milanos.”
Por apuntar algo nuevo,
aunque básicamente las cosas no han cambiado demasiado, más que milanos podría
tratarse de aves carroñeras. Porque, la verdad, no se sabe muy bien si,
realmente, es una ciudad en fase de construcción o, por el contrario, se han
propuesto destruirla y nos hallamos en pleno proceso de acoso y derribo. Lo
cierto es que, en parte posiblemente por necesidad, se vive en la calle. Todo
tiene lugar aquí, lo mejor y lo peor.
Y este espacio es
compartido por animales, vehículos, máquinas y personas. Todos tienen su
espacio y a veces se producen tensiones entre ellos, pero la sangre no llega al
río. Eso, quizás, también propicie esa sensación de que siempre falta o sobra
algo en cada lugar: en la calzada llena de coches llaman la atención una cabra,
un cebú o un camello; en un solar, donde la mayor parte de la población camina
descalza, no parece que puedan instalarse, como así ocurre, varios limpiabotas;
en el bulevar de una nueva avenida, destacan un par de infraviviendas, donde
hacen vida aparentemente normal algunas familias; se agolpan construcciones de
manera abigarrada en espacios reducidísimos, mientras los descampados son más
frecuentes que los espacios urbanizados… En fin, algo no parece cuadrar y sin
embargo es tan real como el hecho de que aunque pasan las décadas, este
conglomerado resiste sin aparentes cambios en el resultado que aprecia
cualquiera que llegue a Addis Abeba.
Un guardia con uniforme
blanco y azul, botas de cuero negro y gorra de plato con visera blanca pasea
por entre los vehículos sin que parezca atender mucho al tráfico, pero el
silbato no se le cae de la boca. Nos
dirigimos a comprar agua embotellada mientras hemos avisado en una
oficina de banco para que nos preparen el dinero aproximado que pretendemos
cambiar. Nos extraña, pero Sandra conoce mejor los procedimientos que son
comunes en este lugar. Cuando volvemos y nos dan el dinero, nos quedamos
asombrados: nos entregan varios fajos de billetes agrupados por su valor y con
su debida fajilla de papel con el distintivo del banco. Unas monedas ajustan el
cambio.
La salida de la ciudad
resulta un poco pesada debido al tráfico tan caótico que recorre sus calles. En
algunos lugares, el atasco es permanente debido a la cantidad de gente que se
mueve entre puestecillos y pequeñas tiendas donde se compra y se vende de todo.
Se ven barrios protegidos con cerramientos de chapa; no parecen barrios
residenciales pero más que por los robos, que también, lo que creemos que
quieren evitar es que ocupen el espacio con chozas o chabolas.
Las nuevas
edificaciones se van levantando –conviven viviendas de diez y doce plantas
junto con chozas, los característicos tukals– y los andamios, siempre de pértigas de
madera, recubren como jaulas los edificios en construcción. De hecho son
frecuentes, ya fuera de Addis Abeba, los almacenes de este tipo de andamiajes, cuya sola vista
produce vértigo, pues debe ser bastante peligroso encaramarse y permanecer en
equilibrio sobre ellos.
De momento, no
obstante, vamos a ir deteniéndonos en cuanto nos ofrece la carretera –sí,
carretera asfaltada, aunque a veces presente baches–. Lo primero que
confirmamos es que Etiopía es un país de
una economía netamente agrícola. Su base
es, allí donde es posible, el cultivo de
cereales, en especial el teff, elemento
indispensable de la comida etíope. Se trata del cereal de grano más pequeño del
mundo, de ahí su nombre (en amárico se podría traducir por “perdido”). Con él
se elabora la injera, especie de
torta fina de pan, casi como una enorme crêpe,
que sirve como fuente sobre la que se presentan la mayor parte de las comidas.
Por ello es también el sustituto del
cubierto pues se va cortando con la mano en trozos sobre los que se envuelven
las salsas y demás alimentos cocinados y servidos sobre ella en enormes
bandejas.
De hecho, en los
primeros kilómetros observamos que estamos en el proceso de arar la tierra, una
tierra negruzca que se sigue removiendo con los mismos procedimientos de hace siglos.
Son innumerables las parejas de cebús que arrastran el arado para crear esas
cenefas tan reconocibles sobre el terreno. Y es que en este lugar siguen
teniendo una importancia capital los animales en las labores del campo. No sólo
los cebúes, como seguimos observando a ambos lados de la carretera, sino
también, en gran medida, los burros, unos burrillos de escasa envergadura pero
de una fuerza descomunal, muy aptos, por lo que se ve, para acarrear todo tipo
de cargas, especialmente agua, paja, cereal… se los ve con más facilidad que a
los coches por los arcenes de las carreteras etíopes, cuando no por las propias
calzadas. Incluso su muerte, como tendremos ocasión de comprobar casi de
inmediato, ayuda a conservar el ciclo de la vida animal.
En un momento
determinado, nos detenemos ante una verdadera bandada de enormes buitres que nos
impiden ver qué animal muerto sirve de banquete para estas aves carroñeras. Se
trata de uno de los burrillos a los que hacía referencia antes. Alrededor de
veinte buitres de gran tamaño tratan de hacerse hueco sobre el cadáver,
mientras un perro intenta participar del festín. Hay algún que otro transeúnte
que, incluso acompañado de otro burrito, pasa de largo, incrédulo ante nuestra
curiosidad por algo tan común como lo que vemos. Sin embargo, ciertos buitres,
erguidos y desconfiados nos miran con ojos desafiantes. Estamos a escasos dos o
tres metros de ellos y tampoco nosotros nos fiamos.
No podemos detenernos
demasiado, pero vivimos en una tentación continua. El camino es tan entretenido
debido a la gran cantidad no de vehículos sino de personas y animales que lo
recorren. Además, las chozas que siguen conviviendo con otras nuevas viviendas
de difícil catalogación salpican los campos o los lados de la carretera
formando pequeñas aldeas o pueblos. En uno de los cuales nos detenemos
nuevamente ante la enorme aglomeración de burros que se arraciman en un lateral
dentro de un enorme barrizal y en la cuneta frente a unas casas bajo grandes
árboles donde hacen cola un numeroso grupo de hombres, aunque también aparecen
mujeres. Hay un enorme trasiego ya que los burrillos y sus dueños vienen y van
con sacos. Estamos ante un molino que debe prestar sus servicios a las
poblaciones de la zona. Nosotros nos
convertimos por un rato en un espectáculo para los naturales del lugar que se
ríen mientras hacemos fotos a los animalitos y, más aún cuando debemos escapar
de las salpicaduras que produce uno de los burrillos que persigue desaforado a
una hembra para montarla. Incluso las caras de extrañeza muestran ahora
abiertamente unos dientes que resaltan su blancura de manera especial en unos
rostros negros, pero también maltratados por la vida. La mayor parte de las
cabañas que vemos están hechas con ramas y adobe. Los techos son de palma o de
chapa, pero no se descarta ningún material. Nada se desecha. Mientras, en el
molino, cada cual, incluidos niños, espera su turno para partir con sus sacos
preñados de alegría y, sobre todo, de
harina, de comida.
El panorama de nuestro recorrido
no responde al estereotipo que tenemos de Etiopía. Todo está verde, parece
fértil, al menos durante el tiempo que seguimos paralelos a una zona montañosa.
Hay niebla y la lluvia amenaza con aparecer en cualquier momento. Esto es así
hasta que dejamos Butajira y tomamos hacia la izquierda, camino de Ziway.
Entonces se hace presente una sabana muy humanizada y más seca.
Ziway es el lago etíope
más al norte del Valle del Rift y da nombre también a una populosa localidad de
alrededor de 45.000 habitantes que viven, en su mayoría, de la pesca y la
agricultura. Aquí hemos conectado con la carretera que desde Addis Abeba, vía
Moja, se dirige hacia el sur, hacia Kenia. Y aquí, en la misma carretera, nos
detenemos, en un Tourist Hotel. Tampoco es que se hayan complicado mucho la
vida para bautizarlo.
Vamos a comer y ya nos
advierte Sandra que la comida etíope suele ser picante, así que, desde ahora,
siempre advertimos en los lugares donde comemos “No spicy”, aunque la mayoría
de las veces con escaso éxito. El lugar es agradable, la temperatura excelente
y nos quedamos en una mesa exterior, en un patio bajo algunos árboles que le
dan sombra. La especialidad de la casa es la tilapia grillé, un pez plano de tamaño medio y bastante sabroso. No
es de extrañar puesto que es la especie que más puebla el cercano lago. La sirven
acompañada de ensalada y frita sobre una estructura metálica que la sujeta a
una base de madera como si en lugar de comerla quisiéramos colocarla como un
trofeo sobre una estantería. Es pescado realmente sabroso, aunque quede siempre
flotando un regusto picante. Menos mal que la cerveza St. George ayuda a
matarlo como si fuera otro pequeño dragón.
Tras la comida tomamos
café. Vamos a iniciarnos en todo un ceremonial del que tendremos el gusto de
formar parte a partir de ahora. Porque tomar café en Etiopía se ha convertido
en todo un ritual.
En un rincón del patio,
bajo un pequeño chamizo perfectamente adornado se encuentra una bellísima joven
–ya habrá más adelante tiempo de hablar de la belleza de ciertas etnias que
habitan este territorio– como maestra de ceremonias. Dispone de todo lo necesario, a saber: café en grano
crudo, bandeja metálica, infiernillo metálico casero, molino manual, cafetera de barro, cuenquitos
de loza, agua muy caliente y… cariño.
Los
granos de café lavados se extienden sobre una bandeja metálica puesta al fuego
y se van removiendo mientras se tuestan. Los aromas que va desprendiendo se
mezclan con los de las brasas o con otras hierbas como el sándalo o el incienso
(parece ser que el origen de esta costumbre se debe a la necesidad de espantar
mosquitos u otro insectos). Una vez
tostado el café, se muele con una especie de mortero o por arrastre con un
molinillo de piedra. Conseguido el fino polvo, se introduce en una jarra de
barro de base ancha y cuello estrecho y se le añade agua. Se sitúa sobre el
hornillo en el que se ha tostado y se
hierve. Para que no suelte posos se sirve desde una altura de quince o veinte
centímetros sobre las tazas sin asas. Y todo ello acompañado de una enorme
sonrisa, en este caso, de una ramita de hierba aromática, que le suma un sabor
para nosotros extraño. Un tranquilo placer, pero no como en los anuncios, sino
de verdad.
Desde
el restaurante, cruzando la carretera principal, nos dirigimos, dando un paseo
hacia el lago Ziway. Se encuentra a una altitud de 1.636 metros, rodeado de
colinas volcánicas y da vida a esta localidad y sus alrededores. De hecho,
parece que el trazado de una amplia avenida que lleva hasta su orilla así lo
pone de manifiesta. Sin embargo, al
pequeño bulevar central, dada la anchura del espacio, no se ha añadido
el asfaltado, seguramente, por puro despiste. Pero el recorrido es muy
agradable, pues todavía apenas si hay construcciones y. además, la vegetación
es generosa y hay, de manera más importante, a medida que nos acercamos al
lago, una rica y visible población de aves. Y digo visible porque,
generalmente, cuando en algún lugar alguien te dice que es un buen punto para
avistar aves, debes permanecer en posición hierática y en silencio absoluto,
casi escondido, para poder observar cómo un par de patos o pollas de agua se
pavonean entre los juncos. No, aquí no ocurre eso. Aquí hay aves y se ven en
cada espacio: en el suelo, en los árboles, en pequeñas balsas que también
sirven de recreo para los vecinos y, por supuesto, en todo el lago, desde sus orillas.
Desconozco
los nombres de la mayoría de estos pájaros, aunque otros son muy reconocibles
por su envergadura y la cantidad de ejemplares que hay: ibis, pájaros martillo,
pelícanos, patos…, y otros de picos y plumaje algo más extraño. Pero, ya cerca
del lago, al festín del pescado, se arremolinan las cigüeñas marabúes, un ave
fea, de gran tamaño y aspecto desgarbado como los muñecos de guiñol. Estas
acuden a “pescar” entre los distintos grupos de jóvenes que en las orillas limpian
las tilapias para venderlas, después, en el mercado. En cuclillas, sobre una
piedra, o sentados en el suelo, junto a las barcas, quitan las tripas y la
cabeza a los más grandes y las lanzan al agua, donde los gigantes comensales se
frotan las alas a la espera del festín. Los peces limpios, o los lomos ya
limpios, se van colocando en cajas que se trasladarán hasta la cercana
localidad.
El
lago es enorme y luminoso. También es un lugar de encuentro donde se desarrollan todo tipo de actividades, además de la ya comentada. Hay gente que aprovecha el
paseo para hacer la colada, otros se bañan y chapotean en sus aguas. Siguen
circulando barquitas que lanzan sus redes y otras que trasladan a la gente que
vive en las orillas del otro lado o va
al monasterio de una de sus cinco islas. Es una lástima que no dispongamos de
más tiempo para visitarlo, incluso solamente por el lugar que ocupa ya
merecería la pena tomar el barco.
El
sol está en lo más alto y el calor es notorio. Tras disfrutar un rato de las
imágenes del lago y sus moradores, regresamos, pero no queremos restar fuerzas
en el camino de regreso por lo que contratamos un carro destartalado, con
ruedas de moto, del que tira un caballo flaco como Rocinante. En realidad, van
camino de sus quehaceres, pero son adolescentes los que lo manejan y así se
sacarán un dinerillo. Sorteando otras
carretas, ovejas, marabúes, transeúntes, algún bus que parece fuera de lugar
entre los cebúes y las cabras, una vez que atravesamos la carretera, nos deja
en un cruce de calles polvorientas desde donde se supone que comienza la zona
de merkato.
Llama
la atención que aquí, ya próximos al verdadero mercado, los edificios con
apariencia de comercios ofrecen en sus repletas puertas –su verdadero
escaparate– utensilios de plástico: bolsas, banquetas, barreños, botellas,
garrafas, cubos…Se completa la oferta, en menor medida, con enseres de metal,
básicamente de aluminio, chapa o hierro. En este caso, el surtido es menos
variado y se limita a cacerolas y a cocinas. Sí, sí, cocinas. Se trata de una
especie de estufas enanas de metal que permiten prender leña o carbón, o de
pequeños braseros con patas que mantienen el fuego y el calor. En cualquier
caso, su utilidad es la misma, ser el lugar donde se puede cocinar o calentar
agua.
Cuando
abandonamos la, llamémosla, zona urbanizada, nos hallamos en un espacio de
extensión y formas difíciles de determinar. Lo irregular del terreno, el
innumerable número de puestos de todo tamaño y condición, y la mezcla de
personas, trastos, productos y animales que aquí confluyen no permite
establecer límites, aunque seguro que los tiene.
Parece
ser que hemos entrado por un rincón especializado en materiales para poner en
marcha y mantener el fuego del hogar. Los puestos, incluso en este tipo de
materiales, son increíbles. Desde un simple montoncito de pequeñas teas que
apenas si servirá para un solo cliente, hasta una enorme extensión cubierta de
lona, rota y mugrienta eso sí, que pretende salvaguardar el carbón de una
posible lluvia, aunque no parece que vaya a caer ni gota. Hay carbón vegetal
obtenido del tronco de las acacias, mazorcas desgranadas de maíz agrupadas en
pequeños montoncitos, hatillos de ramitas secas, troncos de árbol debidamente partidos, sacos de
picón, una especie de tortas de fabricación casera que no consisten más que en
el estiércol y las pajas de los establos que se han prensado. Aunque hay
hombres, es significativo que la mayoría de la gente que vende o compra sean
mujeres, a veces rodeadas de niños pequeños o que son transportados por sus
madres, engullidos en sus espaldas por esas enormes telas de las que sacan
tanto partido. Vacas de enorme cornamenta y joroba se mueven a su aire o
reposan ajenas al ajetreo del lugar.
Pero
si el mercado resulta asombroso, lo es más la cantidad de gente que se nos
queda mirando. Somos como marcianos que hemos aterrizado en donde no tenían
noticias de nuestra existencia. De hecho, una niñita que se encontraba en uno
de los tenderetes de carbón vegetal comienza a seguirnos. A veces se acerca a
mí y me toca con sus manitas como para cerciorarse de que soy real, de carne y
hueso.
Vamos
abriendo camino a cuantas miradas se cruzan en nuestro deambular entre los
puestos de grano de cereal o su molienda. Se suceden en montoncitos coronados
por una lata que sirve de medida el maíz, el mijo, el tej, el sorgo rojo… Los
colores son intensos y se unen al de las legumbres, entre las que destaca una
variedad de un color naranja intenso, extraña en nuestro país, o la mostaza
molida, o el pimentón. No da tiempo a aspirar tantos aromas que se mezclan con
el del ambiente y el de los animales. Mientras tanto vendedores como
compradores nos miran. Unos con cierta extrañeza inicial y otros con una
sonrisa pues parece que les hace gracia vernos tan fuera de lugar. La niñita que
se nos pegó sigue ahí aunque no lo parezca. No pide nada, pero de vez en cuando
te giras y está detrás observándome con detenimiento. En algún cruce de miradas
se ríe en silencio y nos sigue.
A
los productos que ya he mencionado le siguen hortalizas (cebollas, ajos,
tomates…) y patatas, una enorme cantidad y variedad de patatas. Mientras tanto,
otros niños se unen al cortejo y nos siguen, ante la mirada indrédula de
algunos viandantes. Algunos rostros llevan reflejada la dureza de la vida que
acumulan a sus espaldas. Se nota, sobre todo, en los ojos de ciertas mujeres
que sentadas junto a sus productos esperan pacientes a que aparezca un
comprador que no se sabe si llegará.
Entre
el cortejo, se oye de vez en cuando como los más listos y atrevidos les comentan
a los otros farangi, mientras nos
señalan. Sonríen o juguetean a nuestro alrededor. Les resulta divertido y
también a nosotros.
En
un espacio entre dos puestos (entendamos por tales simplemente un par de sacos
de rafia desgastados sobre los que se exponen montocitos de cebollas,
montañitas de arroz o pequeños sacos de plástico que contienen sal o lentejas),
se sienta totalmente desnudo un hombre de alrededor de 30 años, aunque aquí la
edad resulta muy difícil d pronosticar, pues la dureza de vida que en general
sufre la población provoca un envejecimiento prematuro. En cualquier caso es un
hombre relativamente joven y nadie le hace el más mínimo caso. Por lo que nos
enteramos, se trata de un loco y como tal se le ignora. Ha venido al mercado
porque vive de la caridad ajena, pero salvo para esa cuestión resulta invisible
para todos. De hecho, en un momento dado se levanta y se va sin que nadie ni
siquiera parezca reparar en él.
Una
curiosidad más, de la que tendremos ocasión de volver a ver repetida en algunos
lugares más, es la presencia de un futbolín en un rincón abierto del mercado.
No es que no tenga dueño, es que no hay un local específico, así que el
“emprendedor” que lo rentabiliza tan sólo tiene que exponerlo ahí en medio cada
día de mercado.
Cerca
se arremolina la gente en torno a un hombre que con un pequeño megáfono se
dirige a cuantos quieren oírle para prevenirles sobre las actividades de riesgo
por las que se contrae el sida. Se sirve de tres actores improvisados que
teatralizan las situaciones que pretende ejemplificar. El auditorio se ríe ante
algunas gestualizaciones que inequívocamente expresan prácticas sexuales.
Mientras se habla sobre los condones.
Llegamos
ante un espacio lleno de vendedores y vendedoras de aceite de palma a granel.
Desde enormes bidones de plástico se vierte, sirviéndose de un embudo, la
cantidad pedida por la gente en botellas de plástico o de cristal. La gente
cada vez más sonriente se nos acerca, quiere tocarnos.
Compramos
unos plátanos que son dulcísimos, están en su punto. Nos los vamos comiendo
mientras vemos cómo trabaja un sastre frente a nosotros. Con una máquina de
coser bastante deteriorada hace todo tipo de arreglos in situ a cuantos
requieren sus servicios. Y hacen cola frente a su negocio, tan mínimo como
exitoso. Mientras, los farangi son
tocados de vez en cuando por manos curiosas y afectivas. Por cierto, parece ser
que el término farangi, al menos eso
dice Javier Reverte, no es más que una deformación fonética de français y equivale a muzungu en swahili y a mondele
en ligala, palabras todas que nominan al extranjero blanco.
Podríamos
permanecer aquí toda una vida pero debemos continuar nuestra ruta, así es que
vamos dejando atrás el merkato de
Ziway o, dicho de otra manera, regresando a la parte construida del mismo,
donde reaparece la cacharrería. Pero como lo abandonamos por otro extremo
también topamos con dos de los establecimientos más repetidos en África: las
peluquerías (¡Es increíble la atracción que siente por las peluquerías el
africano! No hay lugar por muy recóndito que se halle donde no se anuncien los
servicios de una. y, por supuesto, numerosas fotografías que recogen las
últimas tendencias de cortes de pelo ilustran el local, aunque después el
mobiliario y los utensilios ya sean otra cosa.) y los talleres que arreglan
pinchazos, hecho cotidiano dado el estado de la red de carreteras, cuando no
caminos que recorre esta parte del mundo. Hay muchos talleres y todos ellos
siempre tienen trabajo.
Regresamos
al 4x4 y emprendemos camino hacia el lago Langano, nuestra primera parada en la
larga hilera de lagos que ha ido abriendo la falla del Valle del Rift. La parte
correspondiente a Etiopía es la más antigua (hace unos 30 millones de años), de
cuando la península Arábiga comenzó a separarse del resto del continente, cosa
que logrará definitivamente, según los expertos, dentro de unos cuantos
millones de años. Así, pues, con el tiempo esto que recorremos ahora formará
parte de una cuenca oceánica y en lugar de con coche habrá que surcarlo con
barco. Mientras este continente se divide en dos, disfrutaremos de cuanto vamos
encontrando por el camino. Y es que la carretera, aquí, en África, es una
experiencia a veces tan intensa como los propios parques nacionales. Como bien
dice Ryszard Kapuściński “Viajar en coche por Etiopía es una especie de
compromiso que se negocia a cada instante: todos saben que el camino es viejo;
estrecho y lleno de gente y vehículos, pero saben asimismo que tienen que caber
en él, y no sólo caber sino también moverse, trasladarse e intentar alcanzar
sus destinos. A cada momento, ante todo conductor, pastor de ganado o
viandante, surge un obstáculo, un rompecabezas, un problema que exige solución:
cómo pasar sin chocar con el vehículo que viene en sentido contrario, cómo
llegar hasta las vacas, los carneros y los camellos sin pisar a los niños y a
los tullidos que andan arrastrándose; cómo pasar al otro lado sin caer bajo las
ruedas de un camión, sin ensartarse en los cuernos de un buey, sin arrollar a
una mujer que lleva sobre la cabeza un peso de 20 kilos, etc.
Y, sin embargo, nadie quita a nadie, nadie se enfada, ni maldice, ni blasfema, ni amenaza: todos corren su slalom con paciencia y en silencio, hacen piruetas, esquivan choques y embestidas, maniobran y se zafan del peligro, se agolpan y, sobre todo –lo más importante–, avanzan. Si se produce un embotellamiento, todos, tranquilos y a una, tomarán parte en la operación de desatascado, si se forma una multitud compacta, todos, milímetro a milímetro, acabarán solucionando la situación.”
Y, sin embargo, nadie quita a nadie, nadie se enfada, ni maldice, ni blasfema, ni amenaza: todos corren su slalom con paciencia y en silencio, hacen piruetas, esquivan choques y embestidas, maniobran y se zafan del peligro, se agolpan y, sobre todo –lo más importante–, avanzan. Si se produce un embotellamiento, todos, tranquilos y a una, tomarán parte en la operación de desatascado, si se forma una multitud compacta, todos, milímetro a milímetro, acabarán solucionando la situación.”
¡Qué trasiego el de las rutas etíopes! ¡Qué delicia
contemplar bajo las dulces acacias el continuo avance de gentes, vehículos y
animales, sin claras jerarquías! El paisaje, que sigue apareciendo verde y
luminoso, se halla repleto. Las aldeas y pueblos desprenden y recogen sin descanso
el bullicio que supone el regreso al hogar. Algunos parecen satisfechos como si
hubieran completado la vuelta al mundo, a su pequeño mundo. Otros regresan con
el hatillo de ganado (aquí los rebaños nunca son muy numerosos). Los carros,
que se cruzan con ellos y con vehículos de gran tamaño, transportan a grupos
completos: familia, clan, vecinos, etc. Todos, tras ocupar su día vendiendo,
comprando o mirando, se mezclan y se preparan para recogerse durante la noche.
U día más han cumplido la importante tarea de seguir viviendo. Y ese simple
hecho ya es motivo de alegría, de alegría compartida en el carro, en el camión
o en la carretera.
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