domingo, 19 de agosto de 2018

AL SUR DE LAS NUBES


“Yunnan significa Al Sur de las Nubes y sus habitantes presumen de su clima benigno, sus especies animales numerosas y su vegetación. Y recuerdan también que sirve de casa a 25 de las 55 etnias que conviven con la mayoría han. Este laberinto de pueblos, religiones, lenguas y sistemas políticos diferentes no siempre perteneció a este imperio; ni siquiera fue una sola región. Gozó status de reino independiente, perteneció a la órbita tibetana, luchó contra el mundo tibetano, fue provincia rebelde y acogió a un conglomerado de principados. Finalmente, cayó ante los mongoles. Fue, según cuentan, uno de los príncipes que la rigieron el que viajó en el siglo XIII a Chang An (Xian) y le contó al emperador que procedía del Sur de las Nubes,  con lo que bautizó a su tierra”(Adiós a China,  de Souso Mourelo). Creo que en este lugar comienzo a entender por qué le asignaron ese nombre.


Desde la salida en Yuanyuang, aunque parezca mentira, seguimos en ascensión. Mientras, una nata neblinosa se va acomodando al terreno e impide en algunos tramos que nos asomemos con visibilidad a los profundos valles que se abren a nuestros pies. Así, pues, es cierto que la mayor parte de las tierras de la provincia de Yunnan, al menos aquí, se hallan al sur de las nubes.
Nos detenemos en un recodo de la estrecha carretera para disfrutar de las sinuosas terrazas, ahora desdibujadas a cada momento por una nerviosa niebla que no acaba de levantar. Entre los arrozales, de cuando en cuando, como si florecieran entre las nubes se dejan ver las pequeñas aldeas hani, con su curiosa uniformidad cromática: las casas de adobe dan visibilidad a los únicos colores terrosos de la zona; el resto tan sólo acepta la gama cromática de los verdes. Sobre todo porque las espigas de arroz ya están bastante crecidas y, dependiendo de la orientación de la terraza, algunas ya amarillean, mientras que las menos expuestas al sol retienen un verde oscuro intensísimo. Entre los arrozales cualquier prenda de color resalta enormemente, de ahí que identifiquemos sin dificultad a una madre, con sus dos pequeños que se mueven nerviosos a su alrededor como perrillos. Lleva un vestido muy vistoso, de la etnia miao  .Recoge  verduras que crecen entre los arrozales, en la humedad de las pequeñas acequias que permiten anegar los bancales.
Vamos recorriendo una sinuosa carretera que sobrevive entre las alturas, los bancales de arroz y uno de los numerosos riachuelos que los inundan cuando es necesario y que son afluentes del río Yianjiang. Cuando comienza a chispear o, mejor dicho, cuando se condensan las nubes que parecen poder tocarse dada su consistencia, hacemos nuestra entrada en Xinjie, un pequeño pueblo que vive hoy día de mercado.
Todo es movimiento en este momento en que todo el mundo se afana por comprar o vender, ajenos a las nubes que humedecen el ambiente. Casi todas las mujeres visten los trajes identificativos de su etnia, tanto yi como hani. Suelen portar mochilas abiertas a la espalda. Éstas están confeccionadas con fibras vegetales u hojas trenzadas y son de hechura rectilínea, como cajones  sin tapadera superior, lo que les permite transportar grandes volúmenes de carga.
Los puestos de frutas y hortalizas ofrecen un gran colorido para complementar el de los vistosos vestidos de las mujeres, sobre todo de  las yi, pues las hani son menos coloristas, suelen utilizar tonos azulados y oscuros, aunque se adornan con complementos de plata. Sobre los puestos se exponen granadas, plátanos, naxis, mangos, manzanas…, e innumerable número de hortalizas con toda la gama del verde. Aquí parecen haber comprobado que todo lo que crece en la tierra es comestible.
También hay puestos de pescado –carpas– y carne, expuesta a la intemperie para nuestra sorprendida mirada occidental. Incluso se ve un cerdo sacrificado sin despiezar, envuelto en una tela de saco y apoyado sobre el cemento de la calle. No hace nada de calor y estamos a cierta altura, con lo cual no se ven insectos.
Mientras paseamos por entre los puestos, entre nuestra curiosidad y cierta sorpresa por parte de algunas de las vendedoras, nos damos cuenta de que muchos de los “negocios”, en realidad, son puestos minúsculos de ancianas que traen los escasos excedentes de sus pequeñas huertas para obtener algo de dinero y realizar con ello su compra.
Nos resulta curioso que uno de los pocos puestos regentado por hombres es el de tabaco. Se trata de grandes barras de tabaco, prensado para masticar o picado para fumar en enormes pipas semejantes a un fagot sin boquilla. El tabaco se coloca en un pequeño tubito situado en la parte inferior y el fumador inhala el humo, que ha recorrido unos 70 centímetros del enorme tubo, introduciendo su boca en él. Una extraña pipa que veremos en muchos rincones de la provincia.
La mayor parte de la población masculina con la que nos encontramos se sientan en alguna silla o banqueta bajo el techo de su tienda o juega al billar en un par de mesas que se resguardan de la lluvia gracias a unos plásticos que a modo de toldo se despliegan desde lo que puede ser una taberna. Varios niños revolotean en torno a los jugadores.
Poco después, tras una nueva parada, nos asomamos a un abismo de nubes. Vamos a ir caminando por una empinada senda, a través de arrozales, hasta llegar a una pequeña aldea hani, una de las más representativas dentro del área de las terrazas de arroz. Serpenteando por la vereda, la juguetona niebla nos oculta fragmentos del fondo de los arrozales; tan sólo los vemos parcialmente y mimados por las nubes, aunque de estas surjan algunas sorpresas.
Como una cuadrilla de cuatro mujeres que vienen del campo. Además de sus pantalones negros con cenefas azules por debajo de las rodillas (curiosamente no se ven faldas entre las indumentarias femeninas de las zonas rurales), y del tocado negro y azul, protegen sus espaldas tanto de la carga de las mochilas como, seguramente, de la humedad, con piezas de piel de un pelo tupido y fuerte, perfectamente cortadas y que cubren mediante correas, desde sus hombros hasta las pantorrillas. Cuando ellas se alejan comentando entre risas el encuentro, otra mujer camina acompañando a algún lugar a una pareja de búfalos. Por lo que parece, también el trabajo de campo está reservado para el género femenino como ocurre en otras partes del mundo.
Entre la sugerente sinuosidad de los bancales de arroz, algunos de los cuales amarillean entre el intenso verde que todo lo llena y los caminos, casi convertidos en escaleras de tierra, llegamos, por fin a esta aldea pobre, dispuesta, como casi todo aquí, en terrazas.
En la minúscula plaza, casi como un gran patio, vemos una mujeruca hilando en una precaria rueca, al otro lado de la ventana de un chiscón y nos advierte con la mano para que no le hagamos fotografías. En el mismo espacio –como  casi todos de piedra, adobe y madera– hay un cubo lleno de caracoles sumergidos en agua. Enfrente,  entramos  en lo que parece ser una especie de tienda. Enseguida, en cuanto nos ven, una pareja de ancianos se levantan, pues estaban comiendo frente a una olla de arroz. Parecen dispuestos a invitarnos a compartir sus platos, pero ven que sólo queremos echar un vistazo y vuelven a ocupar su sitio, toman su tazón y sus palillos y retoman su almuerzo.
En la mayoría de las viviendas que vemos, comparten espacio seres humanos y animales de carga, de cría o de compañía (búfalos de agua, cerdos, gallinas o perros). Un reguerillo de agua barrosa fluye con fuerza a través de los escalones que jalonan el lugar. Una mujer con un niño colgado a la espalda lava los cubiertos de la comida junto a un minúsculo lavadero público. Mientras, un grupito  de adolescentes, con estética occidental se muestras expectantes ante la visita de los extranjeros. Tanto en los dinteles de las puertas como en algunas columnas de madera se despliegan, pegados, estelas de papel con caracteres chinos y dibujillos multicolores sobre fondo rojo. Debajo de los alares cuelgan las mazorcas de maíz como en los hórreos del noroeste hispano.
Terminamos de probar unos mangos riquísimos comprados en un puesto del mercado callejero y se nos abre el apetito. No parece que haya muchos lugares donde comer en la zona, así que regresamos hasta la carretera principal y nos llevan al Photographer´s Hotel, un lugar un tanto sucio en el que deben pernoctar los chinos cuando vienen de caza por estos andurriales. De hecho, alguna cornamenta cuelga como trofeo de sus paredes. No comemos mal, pero el lugar es un tanto extravagante (ya digo, guarro), puesto que como cuarto de baño debemos utilizar el de una de las habitaciones del hotel.
Las etnias de la zona se suelen establecer en función de las altitudes –por tanto, climatologías  y tipos de cultivos–. Simplificando, se podría decir que el nivel de estratificación de la población de la región se resume a grandes rasgos así: dai (entre 150 y 600 m.s.n.m.); zhuang (entre 600 y 1000); yi (entre 1000 y 1400); hani (entre 1400 y 2000); miao y yao (más de 2000).
Resultan muy curiosas sus indumentarias, especialmente las de los pastores. Además, las mujeres son las que soportan una importante cantidad de trabajo: transportan cargas a la espalda, a veces de un tamaño que las supera en volumen. También se las ve en las huertas, en la construcción de carreteras o guiando unos bueyes tan necesarios como frecuentes en este lugar.
Por la tarde, volvemos a contemplar las terrazas de arroz desde otro paraje, pero en esta ocasión los valles son visibles. La niebla se ha despejado y las montañas se encabalgan en una profundidad de espejo. Los bancales de arroz presentan muchas tonalidades; en algunos casos ya se está recolectando, con los peones metidos en el agua hasta las rodillas. Toman las gavillas de arroz, las golpean sobre una mesa para que escurran buena parte del agua que llevan encima; después, cuando tienen un buen número de gavillas recolectadas, las transportan a la espalda o en  burros,
En las laderas, como colgados sobre las terrazas despuntan algunos pueblos que contraponen el encaje de líneas rectas de las pequeñas casas apelotonadas con el de las sinuosidades de los  arrozales, en compartimentos estancos como en los cuadros de Rouault. No obstante, debemos movernos pues nubes de mosquitos minúsculos se ceba ante los seres estáticos e indefensos en que nos hemos convertido, extasiados frente a la panorámica de los arrozales.
Nos detenemos en una aldea en cuya plaza, un grupo de mujeres ensaya una danza tradicional. Parece ser un entretenimiento bastante extendido en buena parte de los pueblos de la zona compartir  un baile colectivo cuando se acaban las tareas agrícolas, cada atardecer. Son apenas una docena de jóvenes mujeres las que ejecutan la danza con una conjunción admirable. Cuando acaban, en un pequeño corro, ríen nerviosamente, sin duda, un tanto avergonzadas por nuestra presencia.
Nos trasladamos hasta uno de los miradores que han construido hace poco ante el aumento del turismo. Unas escaleras empinadas permiten aventurarse en algún recodo hasta una especie de balcón abierto frente al abismo de los arrozales, en esta zona multiplicados y en pendientes que provocan vértigo. Todo lo que se ve resulta sugerente. Al fondo las nubes sobre las lejanas crestas de las últimas montañas que cierran el horizonte. En las laderas, en muchos casos esculpidas como las copas de algunos bonsáis, los bancales sugieren formas pictóricas propias del arte contemporáneo. Si parece imposible que quede algún espacio libre, las manchas de ocres o toques rojos o amarillos delatan la existencia de pequeñas aldeas clavadas en los lugares donde sin duda no puede florecer el arroz. Uno no se cansa de observar el panorama, con la mirada perdida, pues la grandeza, incluso en la hermosura, produce asombro pero también temor. Y es que en lugares así, se es más consciente de nuestra pequeñez.
En una curva de la carreterilla de vuelta, hacemos una parada obligada por obras y por nuestra curiosidad. Se está levantando un puente de piedra que soporte mejor el paso de vehículos pesados. Lo curioso es que prácticamente no intervienen máquinas y cada piedra, algunas de muy buen tamaño, son trasladas al lugar que ocupará en la estructura por hombres y mujeres, quienes como hormigas realiza esta gigantesca tarea. No es extraño lo de la muralla china, observando cómo trabajan estas gentes pese a su escasa estatura. Dejamos en un lado el vehículo y tomamos un camino que desciende haciendo eses por entre más arrozales y la niebla que se aparece y desaparece como si jugara con nosotros.
Este lugar se llama Qingkou Titian. Los  caminos de acceso están por hacer aunque ya se ha marcado el límite mediante un murete de roca. Este sirve ahora para que los campesinos, algunos cargados hasta los topes con hatos de leña que apenas si deja verlos o con montones de hierba, puedan transitar evitando hundirse en el barro que patean los bueyes de agua, únicos capaces de moverse en ese medio.
El pueblo, todavía en reconstrucción está creciendo, como si se le hubiera dado una segunda vida. Sobre lo restos de lo que era, se están poniendo las bases, esta vez de piedra, para sustentar las renovadas casas de adobe. Esto les garantizará vivir algo mejor el día a día.
Un hombre contrahecho nos sirve de guía. Nos muestra la vieja plaza, en la parte baja del pueblo,  ya sobre los arrozales. Aquí, cuelgan sobre una enorme estaca varias quijadas de buey. Entre las casas y los arrozales, se pueden ver numerosas balsas de agua llenas de patos. Son también  numerosos los molinos de agua, con sus quejumbrosos canjilones que se mueven perezosamente. Nuestro guía nos muestra, amable, su funcionamiento.
Pasamos por  la nueva plaza donde se espera que se ubique el ayuntamiento. Está presidida por dos enormes tambores tumbados sobre grandes caballetes metálicos. Al menos en tiempos, eran la manera de llamar a los vecinos  de la aldea a concentrarse en el lugar.
Antes de abandonar el lugar, juego al regateo con la única tienda que hemos visto en el pueblo. Como era de esperar, tienen de todo, aunque no hay casi nada. Nos llevamos unas cantimploras aplanadas de metal con inscripciones chinas. Una vecina curiosa nos observa y disfruta del juego lleno de gestos y aspavientos. Una anciana pide limosna y se ofrece como modelo para una foto. Por su parte, nuestro pobre guía local nos pide que no la aceptemos pues tan sólo persigue nuestro dinero. Él, podría entenderse que lo hace por pura cortesía.
El paisaje cambiante de las montañas que tenemos la ocasión de contemplar es el modelo de tantas escenas de jarrones, tapices, kimonos o acuarelas chinas: arbolado, montañas en sucesión creando distintos planos de profundidad, crestas vislumbradas o fondos de laderas entre nubes que juegan a crear distintas imágenes del mismo sitio. No en vano, dicen que en los pueblos y aldeas de esta zona se dan en un solo día las cuatro estaciones. ¿Dónde habré oído yo esta misma expresión?
Para terminar este día, me gustaría dejar constancia del guía que hemos contratado en Yunnan. Describir a Nixon –así nos pide que le llamemos y así lo haremos– es como hacer una caricatura de un chino: delgadísimo y pálido –se transparentan las venillas en muchos puntos de cara o cuello–, de cara plana y nariz algo aguileña para lo que aquí se acostumbra. Algunas manchitas que se dispersan como un puñado de tierra sobre el rostro.
Es muy expresivo. Pasa de la quietud (los ojos dos  minúsculas líneas horizontales y la boca otra–, a la risa sonora en “o” o en “e” (las líneas se convierten en pequeños círculos) . también su cuerpo nota el cambio. De la rigidez estática evoluciona en momentos hasta lograr una torsión de muñeco elástico, del que sobresalen llamativamente sus pelos de pincho como un dibujo animado.
Por si fuera poco, cuando toma confianza canta, baila, se ríe sin restricciones y hasta cuenta chistas. Malos, pero con gracia.

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