“Yunnan
significa Al Sur de las Nubes y sus habitantes presumen de su clima benigno,
sus especies animales numerosas y su vegetación. Y recuerdan también que sirve
de casa a 25 de las 55 etnias que conviven con la mayoría han. Este laberinto
de pueblos, religiones, lenguas y sistemas políticos diferentes no siempre perteneció
a este imperio; ni siquiera fue una sola región. Gozó status de reino
independiente, perteneció a la órbita tibetana, luchó contra el mundo tibetano,
fue provincia rebelde y acogió a un conglomerado de principados. Finalmente,
cayó ante los mongoles. Fue, según cuentan, uno de los príncipes que la
rigieron el que viajó en el siglo XIII a Chang An (Xian) y le contó al
emperador que procedía del Sur de las Nubes, con lo que bautizó a su tierra”(Adiós
a China, de Souso Mourelo). Creo que
en este lugar comienzo a entender por qué le asignaron ese nombre.
Desde la salida en Yuanyuang, aunque parezca mentira, seguimos en ascensión. Mientras, una nata neblinosa se va acomodando al terreno e impide en algunos tramos que nos asomemos con visibilidad a los profundos valles que se abren a nuestros pies. Así, pues, es cierto que la mayor parte de las tierras de la provincia de Yunnan, al menos aquí, se hallan al sur de las nubes.
Nos detenemos en un recodo de la estrecha
carretera para disfrutar de las sinuosas terrazas, ahora desdibujadas a cada
momento por una nerviosa niebla que no acaba de levantar. Entre los arrozales,
de cuando en cuando, como si florecieran entre las nubes se dejan ver las
pequeñas aldeas hani, con su curiosa
uniformidad cromática: las casas de adobe dan visibilidad a los únicos colores
terrosos de la zona; el resto tan sólo acepta la gama cromática de los verdes.
Sobre todo porque las espigas de arroz ya están bastante crecidas y,
dependiendo de la orientación de la terraza, algunas ya amarillean, mientras
que las menos expuestas al sol retienen un verde oscuro intensísimo. Entre los
arrozales cualquier prenda de color resalta enormemente, de ahí que
identifiquemos sin dificultad a una madre, con sus dos pequeños que se mueven
nerviosos a su alrededor como perrillos. Lleva un vestido muy vistoso, de la etnia miao .Recoge
verduras que crecen entre los arrozales, en la humedad de las pequeñas
acequias que permiten anegar los bancales.
Vamos recorriendo una sinuosa carretera que
sobrevive entre las alturas, los bancales de arroz y uno de los numerosos
riachuelos que los inundan cuando es necesario y que son afluentes del río
Yianjiang. Cuando comienza a chispear o, mejor dicho, cuando se condensan las
nubes que parecen poder tocarse dada su consistencia, hacemos nuestra entrada
en Xinjie, un pequeño pueblo que vive hoy día de mercado.
Todo es movimiento en este momento en que todo el
mundo se afana por comprar o vender, ajenos a las nubes que humedecen el
ambiente. Casi todas las mujeres visten los trajes identificativos de su etnia,
tanto yi como hani. Suelen portar mochilas abiertas a la espalda. Éstas están
confeccionadas con fibras vegetales u hojas trenzadas y son de hechura
rectilínea, como cajones sin tapadera
superior, lo que les permite transportar grandes volúmenes de carga.
Los puestos de frutas y hortalizas ofrecen un
gran colorido para complementar el de los vistosos vestidos de las mujeres,
sobre todo de las yi, pues las hani son
menos coloristas, suelen utilizar tonos azulados y oscuros, aunque se adornan
con complementos de plata. Sobre los puestos se exponen granadas, plátanos,
naxis, mangos, manzanas…, e innumerable número de hortalizas con toda la gama
del verde. Aquí parecen haber comprobado que todo lo que crece en la tierra es
comestible.
También hay puestos de pescado –carpas– y carne,
expuesta a la intemperie para nuestra sorprendida mirada occidental. Incluso se
ve un cerdo sacrificado sin despiezar, envuelto en una tela de saco y apoyado
sobre el cemento de la calle. No hace nada de calor y estamos a cierta altura,
con lo cual no se ven insectos.
Mientras paseamos por entre los puestos, entre
nuestra curiosidad y cierta sorpresa por parte de algunas de las vendedoras,
nos damos cuenta de que muchos de los “negocios”, en realidad, son puestos
minúsculos de ancianas que traen los escasos excedentes de sus pequeñas huertas
para obtener algo de dinero y realizar con ello su compra.
Nos resulta curioso que uno de los pocos puestos
regentado por hombres es el de tabaco. Se trata de grandes barras de tabaco,
prensado para masticar o picado para fumar en enormes pipas semejantes a un
fagot sin boquilla. El tabaco se coloca en un pequeño tubito situado en la
parte inferior y el fumador inhala el humo, que ha recorrido unos 70 centímetros
del enorme tubo, introduciendo su boca en él. Una extraña pipa que veremos en
muchos rincones de la provincia.
La mayor parte de la población masculina con la
que nos encontramos se sientan en alguna silla o banqueta bajo el techo de su
tienda o juega al billar en un par de mesas que se resguardan de la lluvia gracias
a unos plásticos que a modo de toldo se despliegan desde lo que puede ser una
taberna. Varios niños revolotean en torno a los jugadores.
Poco después, tras una nueva parada, nos asomamos
a un abismo de nubes. Vamos a ir caminando por una empinada senda, a través de
arrozales, hasta llegar a una pequeña aldea hani,
una de las más representativas dentro del área de las terrazas de arroz.
Serpenteando por la vereda, la juguetona niebla nos oculta fragmentos del fondo
de los arrozales; tan sólo los vemos parcialmente y mimados por las nubes,
aunque de estas surjan algunas sorpresas.
Como una cuadrilla de cuatro mujeres que vienen
del campo. Además de sus pantalones negros con cenefas azules por debajo de las
rodillas (curiosamente no se ven faldas entre las indumentarias femeninas de
las zonas rurales), y del tocado negro y azul, protegen sus espaldas tanto de
la carga de las mochilas como, seguramente, de la humedad, con piezas de piel
de un pelo tupido y fuerte, perfectamente cortadas y que cubren mediante
correas, desde sus hombros hasta las pantorrillas. Cuando ellas se alejan
comentando entre risas el encuentro, otra mujer camina acompañando a algún
lugar a una pareja de búfalos. Por lo que parece, también el trabajo de campo
está reservado para el género femenino como ocurre en otras partes del mundo.
Entre la sugerente sinuosidad de los bancales de
arroz, algunos de los cuales amarillean entre el intenso verde que todo lo
llena y los caminos, casi convertidos en escaleras de tierra, llegamos, por fin
a esta aldea pobre, dispuesta, como casi todo aquí, en terrazas.
En la minúscula plaza, casi como un gran patio,
vemos una mujeruca hilando en una precaria rueca, al otro lado de la ventana de
un chiscón y nos advierte con la mano para que no le hagamos fotografías. En el
mismo espacio –como casi todos de
piedra, adobe y madera– hay un cubo lleno de caracoles sumergidos en agua.
Enfrente, entramos en lo que parece ser una especie de tienda.
Enseguida, en cuanto nos ven, una pareja de ancianos se levantan, pues estaban
comiendo frente a una olla de arroz. Parecen dispuestos a invitarnos a
compartir sus platos, pero ven que sólo queremos echar un vistazo y vuelven a
ocupar su sitio, toman su tazón y sus palillos y retoman su almuerzo.
En la mayoría de las viviendas que vemos,
comparten espacio seres humanos y animales de carga, de cría o de compañía
(búfalos de agua, cerdos, gallinas o perros). Un reguerillo de agua barrosa
fluye con fuerza a través de los escalones que jalonan el lugar. Una mujer con
un niño colgado a la espalda lava los cubiertos de la comida junto a un minúsculo
lavadero público. Mientras, un grupito
de adolescentes, con estética occidental se muestras expectantes ante la
visita de los extranjeros. Tanto en los dinteles de las puertas como en algunas
columnas de madera se despliegan, pegados, estelas de papel con caracteres
chinos y dibujillos multicolores sobre fondo rojo. Debajo de los alares cuelgan
las mazorcas de maíz como en los hórreos del noroeste hispano.
Terminamos de probar unos mangos riquísimos
comprados en un puesto del mercado callejero y se nos abre el apetito. No
parece que haya muchos lugares donde comer en la zona, así que regresamos hasta
la carretera principal y nos llevan al Photographer´s Hotel, un lugar un tanto
sucio en el que deben pernoctar los chinos cuando vienen de caza por estos
andurriales. De hecho, alguna cornamenta cuelga como trofeo de sus paredes. No
comemos mal, pero el lugar es un tanto extravagante (ya digo, guarro), puesto
que como cuarto de baño debemos utilizar el de una de las habitaciones del
hotel.
Las etnias de la zona se suelen establecer en
función de las altitudes –por tanto, climatologías y tipos de cultivos–. Simplificando, se
podría decir que el nivel de estratificación de la población de la región se
resume a grandes rasgos así: dai
(entre 150 y 600 m.s.n.m.); zhuang
(entre 600 y 1000); yi (entre 1000 y
1400); hani (entre 1400 y 2000); miao y yao (más de 2000).
Resultan muy curiosas sus indumentarias,
especialmente las de los pastores. Además, las mujeres son las que soportan una
importante cantidad de trabajo: transportan cargas a la espalda, a veces de un
tamaño que las supera en volumen. También se las ve en las huertas, en la
construcción de carreteras o guiando unos bueyes tan necesarios como frecuentes
en este lugar.
Por la tarde, volvemos a contemplar las terrazas
de arroz desde otro paraje, pero en esta ocasión los valles son visibles. La
niebla se ha despejado y las montañas se encabalgan en una profundidad de
espejo. Los bancales de arroz presentan muchas tonalidades; en algunos casos ya
se está recolectando, con los peones metidos en el agua hasta las rodillas. Toman
las gavillas de arroz, las golpean sobre una mesa para que escurran buena parte
del agua que llevan encima; después, cuando tienen un buen número de gavillas
recolectadas, las transportan a la espalda o en
burros,
En las laderas, como colgados sobre las terrazas
despuntan algunos pueblos que contraponen el encaje de líneas rectas de las
pequeñas casas apelotonadas con el de las sinuosidades de los arrozales, en compartimentos estancos como en
los cuadros de Rouault. No obstante, debemos movernos pues nubes de mosquitos
minúsculos se ceba ante los seres estáticos e indefensos en que nos hemos
convertido, extasiados frente a la panorámica de los arrozales.
Nos detenemos en una aldea en cuya plaza, un
grupo de mujeres ensaya una danza tradicional. Parece ser un entretenimiento
bastante extendido en buena parte de los pueblos de la zona compartir un baile colectivo cuando se acaban las tareas
agrícolas, cada atardecer. Son apenas una docena de jóvenes mujeres las que
ejecutan la danza con una conjunción admirable. Cuando acaban, en un pequeño
corro, ríen nerviosamente, sin duda, un tanto avergonzadas por nuestra
presencia.
Nos trasladamos hasta uno de los miradores que
han construido hace poco ante el aumento del turismo. Unas escaleras empinadas
permiten aventurarse en algún recodo hasta una especie de balcón abierto frente
al abismo de los arrozales, en esta zona multiplicados y en pendientes que
provocan vértigo. Todo lo que se ve resulta sugerente. Al fondo las nubes sobre
las lejanas crestas de las últimas montañas que cierran el horizonte. En las
laderas, en muchos casos esculpidas como las copas de algunos bonsáis, los
bancales sugieren formas pictóricas propias del arte contemporáneo. Si parece
imposible que quede algún espacio libre, las manchas de ocres o toques rojos o
amarillos delatan la existencia de pequeñas aldeas clavadas en los lugares
donde sin duda no puede florecer el arroz. Uno no se cansa de observar el
panorama, con la mirada perdida, pues la grandeza, incluso en la hermosura,
produce asombro pero también temor. Y es que en lugares así, se es más
consciente de nuestra pequeñez.
En una curva de la carreterilla de vuelta,
hacemos una parada obligada por obras y por nuestra curiosidad. Se está
levantando un puente de piedra que soporte mejor el paso de vehículos pesados.
Lo curioso es que prácticamente no intervienen máquinas y cada piedra, algunas
de muy buen tamaño, son trasladas al lugar que ocupará en la estructura por
hombres y mujeres, quienes como hormigas realiza esta gigantesca tarea. No es
extraño lo de la muralla china, observando cómo trabajan estas gentes pese a su
escasa estatura. Dejamos en un lado el vehículo y tomamos un camino que
desciende haciendo eses por entre más arrozales y la niebla que se aparece y
desaparece como si jugara con nosotros.
Este lugar se llama Qingkou Titian. Los caminos de acceso están por hacer aunque ya
se ha marcado el límite mediante un murete de roca. Este sirve ahora para que
los campesinos, algunos cargados hasta los topes con hatos de leña que apenas
si deja verlos o con montones de hierba, puedan transitar evitando hundirse en
el barro que patean los bueyes de agua, únicos capaces de moverse en ese medio.
El pueblo, todavía en reconstrucción está
creciendo, como si se le hubiera dado una segunda vida. Sobre lo restos de lo
que era, se están poniendo las bases, esta vez de piedra, para sustentar las
renovadas casas de adobe. Esto les garantizará vivir algo mejor el día a día.
Un hombre contrahecho nos sirve de guía. Nos
muestra la vieja plaza, en la parte baja del pueblo, ya sobre los arrozales. Aquí, cuelgan sobre
una enorme estaca varias quijadas de buey. Entre las casas y los arrozales, se
pueden ver numerosas balsas de agua llenas de patos. Son también numerosos los molinos de agua, con sus
quejumbrosos canjilones que se mueven perezosamente. Nuestro guía nos muestra,
amable, su funcionamiento.
Pasamos por
la nueva plaza donde se espera que se ubique el ayuntamiento. Está
presidida por dos enormes tambores tumbados sobre grandes caballetes metálicos.
Al menos en tiempos, eran la manera de llamar a los vecinos de la aldea a concentrarse en el lugar.
Antes de abandonar el lugar, juego al regateo con
la única tienda que hemos visto en el pueblo. Como era de esperar, tienen de
todo, aunque no hay casi nada. Nos llevamos unas cantimploras aplanadas de
metal con inscripciones chinas. Una vecina curiosa nos observa y disfruta del
juego lleno de gestos y aspavientos. Una anciana pide limosna y se ofrece como
modelo para una foto. Por su parte, nuestro pobre guía local nos pide que no la
aceptemos pues tan sólo persigue nuestro dinero. Él, podría entenderse que lo
hace por pura cortesía.
El paisaje cambiante de las montañas que tenemos
la ocasión de contemplar es el modelo de tantas escenas de jarrones, tapices,
kimonos o acuarelas chinas: arbolado, montañas en sucesión creando distintos planos
de profundidad, crestas vislumbradas o fondos de laderas entre nubes que juegan
a crear distintas imágenes del mismo sitio. No en vano, dicen que en los
pueblos y aldeas de esta zona se dan en un solo día las cuatro estaciones.
¿Dónde habré oído yo esta misma expresión?
Para terminar este día, me gustaría dejar
constancia del guía que hemos contratado en Yunnan. Describir a Nixon –así nos
pide que le llamemos y así lo haremos– es como hacer una caricatura de un
chino: delgadísimo y pálido –se transparentan las venillas en muchos puntos de
cara o cuello–, de cara plana y nariz algo aguileña para lo que aquí se
acostumbra. Algunas manchitas que se dispersan como un puñado de tierra sobre
el rostro.
Es muy expresivo. Pasa de la quietud (los ojos
dos minúsculas líneas horizontales y la
boca otra–, a la risa sonora en “o” o en “e” (las líneas se convierten en
pequeños círculos) . también su cuerpo nota el cambio. De la rigidez estática
evoluciona en momentos hasta lograr una torsión de muñeco elástico, del que
sobresalen llamativamente sus pelos de pincho como un dibujo animado.
Por si fuera poco, cuando toma confianza canta,
baila, se ríe sin restricciones y hasta cuenta chistas. Malos, pero con gracia.
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