domingo, 23 de septiembre de 2012

DÍA DE MERCADO EN CHICHICASTENANGO


Agosto de 2005. Madrugamos para llegar temprano a Chichicastenango, una población que presume de ofrecer uno de los mercados más interesantes de Guatemala. La carretera parece seguir durante unos kilómetros una curva de nivel que recorre el perfil del monte. Se multiplican las milpas, como si no hubiera una idea de pueblo como tal, sino la de una comunidad diseminada por un terreno tan inclinado como  fructífero. Se ven más mujeres que hombres apostados al lado de la estrecha y sinuosa carretera. Cada poco, un puesto de madera, aparentemente más estable que muchas de las viviendas, expone frutas y hortalizas para la venta. Ordenados sobre escalones cubiertos por tejidos azules o rayados, barreños de plástico rebosantes de ciruelas y duraznos; cuelgan del tejadillo ristras de pimientos rojos, verdes y amarillos; se amontonan calabazas; se multiplican los colores de los frutos como si hubieran sido pulidos uno a uno. De las empinadas laderas que se repiten a ambos lados, de vez en cuando, surge un hilo de humo blanco como si las chozas o las milpas estuvieran colgadas del cielo.
Llegamos a Chichicastenango sobre las diez y media de una mañana radiante, cuyo sol aún no ha conseguido evaporar las gotas del rocío;  se nota el fresco propio de la altitud. La población, que se va desparramando ladera abajo, da idea de cierta agitación que compite con lo destartalado de sus viviendas. En esta calle de entrada, posiblemente la única más o menos llana, se van concentrando los vehículos y la gente, algunos llegan encaramados en el basculante de un pequeño camión; sobresalen, por encima de los tejados, los enmarañados tendidos eléctricos que se entrecruzan, asidos puntualmente a altos postes de maderas rematados en cruz, donde las jícaras viven en equilibrio de nido de cristal. Por debajo, conviven en desorden techos metálicos o de uralita junto a otros de teja roja desgastada. Dejamos el coche en una especie de patio de tierra que habitualmente debe ser gallinero. Aperos de labranza comparten el espacio con tres o cuatro coches y algún perro que se solaza al sol mañanero.
Ha merecido la pena evitar el tumulto por unas monedas. Pronto las calles adoquinadas se convierten en un ir y venir de gentes, de puestos, de zoco indígena y de turistas. Se suceden los tenderetes de huipiles, máscaras y tallas, artesanías indígenas para todos los gustos y que ofrecen un ambiente de trajín colorista, en un flujo constante que va arrastrándote hasta las inmediaciones de la iglesia de Santo Tomás, separada de los puestos por una escalinata semicircular de piedra. Parece ser que tanto las montañas como las antiguas pirámides y las escaleras que permiten el acceso a la iglesia, son un símbolo del tránsito hacia el cielo. De ahí que, sobre los escalones arda incienso de resina copal, distintos focos dispersos y alimentados por algunos chuchkajaues, chamanes indígenas, mientras repiten palabras quiché, lengua hablada entre ellos y que resulta bonita, musical, sonora. Finalmente, sobre los escalones se sientan tanto autóctonos como visitantes para tomar un respiro y para disfrutar de cierta panorámica, gracias a su posición privilegiada sobre el mercado. Se acumulan los fardos de mercaderías, las compras realizadas durante la mañana, el cansancio asomando a los rostros oscuros y cetrinos de los campesinos.
Entramos en la modesta iglesia, edificada en 1540. Tiene una única nave con un retablo mayor y otros cuatro laterales, todos de madera al igual que el artesonado  que cubre la bóveda, repuesto en 1976 cuando un terremoto acabó con la cubierta. Dos filas de bancos tan pequeños como pupitres se adosan a las paredes blanqueadas, mientras el amplísimo pasillo central está ocupado por velitas, flores, hojas, humea el incienso. Las tablas talladas de los retablos están ennegrecidas pero los feligreses rechazan toda idea de limpieza, pues forma parte de su ancestral culto. Junto al altar, una indígena hace “penitencia”, arrastrando sus rodillas hacia delante y hacia atrás; una balaustrada, también de madera y que antecede el retablo, es el lugar elegido por varios indígenas arrodillados que parecen mantener una conversación con Dios; otros, situados junto a las velas del suelo rezan en quiché. El silencio permite que resuene el murmullo de las oraciones.

sábado, 15 de septiembre de 2012

PRIMEROS PASOS EN FEZ

Fez ofrece una estampa majestuosa. A lo largo del valle del río Fez, ante una llanura en la que la vista se pierde, se extienden las dos ciudades, la vieja y la nueva (el Bali y el Jedid). La vista hace recordar lo que escribió un antiguo viajero: "¿Cómo resistirse a la atracción de esta ciudad verde y gris, a la seducción de ese rostro de piedra que toma, cuando el cielo se cubre, la palidez de una pasión bruscamente detenida?" La ciudad, fundada a fines del siglo VIII por un descendiente del Profeta, Mulay Idriss, fue refugio de huidos de Al Ándalus desde la época de los Omeyas de Córdoba, capital de los benimerines y centro espiritual de Marruecos a lo largo de los siglos.
Así pinta Fez Lorenzo Silva (Del Rif al Yebala), lo que nos anima al descubrimiento, al paseo. Caminamos hasta la muralla que indica el límite de Fez El Jdid, es decir, entre la ciudad antigua y la ciudad moderna, y que alberga, fundamentalmente, el Palacio Real y el antiguo barrio judío.
Lo primero que hallamos ante nosotros es, al fondo de la enorme plaza de los Alaouites, una serie de cinco grandes puertas de bronce cincelado, conjunto que pasa por ser la entrada más suntuosa del palacio, obra-obsequio de los artesanos hacia el difunto Hassan II.

Paralela a la muralla que aísla al palacio, desciende la calle principal del mellah, el antiguo barrio judío, barrio que ha sido reconstruido por la Unesco, aunque apenas viven judíos en él.

Las casas de dos plantas presentan todas ellas una estructura semejante: la planta baja está constituida por comercios de todo tipo en los que los colores, olores y formas se multiplican y que se abren al público protegidos por unos batientes de madera en acordeón. El piso superior sirve de vivienda oculta tras una balconada en galería, labrada en madera y rematada a veces por forja que protege las ventanas.
En el libro arriba mencionado recogemos este fragmento que explica la extraña existencia de este barrio: "Mellah o mallah significa literalmente lugar de sal, y este toponímico, por el que se conocía el lugar donde se emplazó la de Fez, se aplica en todo Marruecos. Ahora la mayoría de los habitantes de la mellah de Fez son musulmanes, pero en otro tiempo era lugar reservado a los hebreos. Según cuenta el aventurero catalán Domingo Badía o Alí Bey, que entró en Fez a comienzos del siglo XIX fingiendo ser un noble sirio, a los judíos los encerraban  de noche en la mellah y les obligaban a andar descalzos por la ciudad [...] En cierta ocasión, Badía, extrañado de que los judíos se avinieran a vivir en tan ásperas condiciones, le preguntó a uno de ellos por qué no se marchaba a otro país. El hebreo le dijo que no podía, pues era esclavo del sultán. Lo cierto es que los judíos venían a ser los protegidos del Majzén, que les amparaba en sus actividades comerciales e incluso les daba concesiones de aduanas. Por eso su barrio, en Marrakech, en Meknés y en Fez, está junto al palacio imperial. Cuando caía un sultán, los desórdenes subsiguientes solían incluir el asalto de las masas a la mellah, donde se liquidaban las deudas asesinando a los acreedores judíos."

A medida que vamos descendiendo por la ladera que ocupa el barrio, se multiplica el gentío hasta llegar a Bab Smarine (bad significa puerta), una de las múltiples entradas que dan acceso al interior de la muralla  y tras la que se asienta un mercado.
Junto a esta puerta se apilan enormes sacas de lana muerta -aquella que se obtiene tras la muerte del animal-, mientras que de la pared exterior cuelgan cascadas de lana viva, procedente de una oveja esquilada.

domingo, 9 de septiembre de 2012

PENÍNSULA VALDÉS (III)

Avanzada la tarde, nos detenemos en la entrada de  P. Valdés , situada en el istmo que la une al resto del continente y donde se halla un decrépito museo que en sí mismo supone una reliquia de lo que debió ser cuando se inauguró. Además, desde su azotea cubierta tenemos ocasión de otear las dos grandes bahías que acoge la península, así como la llamada Isla de los Pájaros. La franja del tierra que las separa vista desde aquí es realmente estrecha, pero tenemos intención de subir hasta una de las “pirámides” entre las que se sitúa nuestra aldea antes de que anochezca y continuamos nuestro itinerario.


Tras remontar el camino zigzagueante nos detenemos en un promontorio que domina todo el golfo nuevo. Hacia el interior apenas si hay matorrales que desaparecen cuando el terreno se corta abriéndose en escarpada caída sobre el océano. La piedra calcárea se tiñe de miel a medida que el sol va descendiendo en este atardecer sereno y que se intensifica por el contraste con el azul turquesa del agua entre los brillos dorados con que el sol se resiste a ocultarse. Cormoranes y gaviotas parecen quedar suspendidos sobre un punto de encuentro de corrientes de aire o se encaraman en las paredes agujereadas e inaccesibles del acantilado. El panorama es deslumbrante. Abajo, casi a la altura del agua la naturaleza ha esculpido una pequeña y ahora pulida plataforma en la que un macho y una hembra de leones marinos copulan ajenos a nuestra indiscreta mirada. El macho, mucho mayor, acomete poderoso a la aparentemente indefensa  hembra y, sin embargo, las escena tiene más de dulzura que de violencia. Todo parece responder  a un instante de sosegada belleza.

PENÍNSULA VALDÉS (II)

       Es temprano. Desde la terraza del comedor del ACA (Asociación de Conductores Argentinos), la luminosa mañana tiene cierto aire de agradable desolación. No aparece nadie a la vista, el sol ya refulge y convierte en espejo efímero las aguas que las olas abandonan con suavidad sobre la arena de la cala, mientras quedan todavía a la sombra los rincones del acantilado que la cierra por el este. Nada perturba su suavidad desierta, batida por una ligera brisa. Unas nubecillas planas rompen la monotonía de un cielo azulísimo. Es un día un tanto especial, pues hoy tenemos intención de tomar un barco para ir al avistaje de ballenas.
Salimos del hotelito y a mano derecha, bajando una cuestecilla que llega hasta la arena, se encuentran varias pequeñas empresas relacionadas con todo tipo de actividades marítimas. Hay unos cuantos coches y uno de ellos luce una pegatina que parece anunciar la condición orgullosa, un tanto “cancherita”, como dicen acá, de los que organizan las salidas: “Los buzos lo hacemos mejor y más profundo”. Sobran los comentarios.

PENÍNSULA VALDÉS (I)

“Uno busca lleno de esperanzas/el camino que sus sueños/ prometieron a sus ansias.” (Del tango Uno: Enrique Santos Discépolo.) 

“¡Qué noche llena de hastío de frío!
El viento trae un extraño lamento.
Parece un pozo de sombras, la noche;
y yo en las sombras camino muy lento.”
                                          (Del tango Garúa: Domingo Enrique Cadícamo.)
“Todo retorna del recuerdo:
tu pena y tu silencio,
tu angustia y tu misterio.” (Del tango Después, de Homero Manzi)

      El edificio del aeropuerto de Trelew es  rectangular con un pasillo central a cuyos lados se hallan distintas dependencias, unos cuantos mostradores y un par de cafeterías. A la salida de pasajeros se han habilitado dos pequeño mostradores móviles donde enseguida acuden las veinte o treinta personas que han descendido del avión pues se trata de los puntos donde desarrollan su actividad las empresas de alquiler de automóviles.
Son poco más de las nueve de la noche y en cuestión de minutos uno de los mostradores queda desierto: ya se ha quedado sin autos que alquilar. Nos acercamos al mostrador más  pequeño, casi como un viejo carrito de helados. Nos recibe cordial un cincuentón que rápidamente nos ofrece un Gol.
- Será un Golf –apunta Goyo–.
- No, es un Gol, un Volkswagen Gol. Para ustedes fantástico.
Se trata de un modelo parecido al Polo español. Nos es suficiente y no resulta demasiado caro, aunque la fianza es mayor que el precio del alquiler. Por eso Eduardo, el tipo que nos lo alquila, nos advierte de los peligros de los caminos de ripio sobre todo si no se conduce con cierta prudencia, pues resulta bastante común que se rompan los cristales. Después de pagar, nos da las llaves junto con una bolsita de papel dentro de la que hay uno de los dulces típicos de la zona, el pastel galés, una especie de plum cake. Nos desea buen viaje y nos da los datos de su correo electrónico, pues seguramente cuando devolvamos el coche él no se halle presente y dice que su manera de viajar y conocer otros lugares es el contacto que mantiene, a través de Internet, con gentes de distintos lugares del planeta.
Cuando salimos camino de Península Valdés es de noche, pero por primera vez, desde que partimos de Madrid, tenemos una maravillosa sensación de libertad. Nos perdemos la vista de cuanto nos rodea pero se intuye la extensa llanura y las enormes distancias que vamos engullendo con el coche por esta carretera que presenta un buen asfalto. Dejamos a la derecha el desvío a Puerto Madryn y seguimos en dirección norte la famosa Ruta 3 (une Buenos Aires con Ushuaia) unos cuantos kilómetros, para tomar camino de Puerto Pirámides, en el corazón de esta península. Cuando llegamos a la solitaria entrada de acceso a la reserva que es la Península Valdés son más de las once y media de la noche, una noche suave y fresca.
El guarda dormita dentro del quiosquillo escasamente iluminado, con desgana nos cobra los pesos de entrada al parque, anota la matrícula del vehículo, nos despide y regresa a su somnolencia como una polilla que se acurrucara contra el cristal tibio de una lámpara.
No hay ni un alma. Solamente nos cruzamos con algunos conejos y un zorrillo despistado, cuyos ojos brillan en la oscuridad como dos piedras preciosas. Debemos estar atravesando por el pequeño istmo que une la península a la extensión continental.  En un cambio de rasante se agiganta una luna que sorprende por su tamaño y su tono sanguino,  suspendida como una boya sobre un mar tranquilo, como si no existiera nada más que agua, tierra y la luna tratando de devorarnos en nuestro lento avance. Después, parece cosa de magia pero hemos debido entrar en una pequeña depresión, desaparece de nuestra vista y ya no volvemos a verla.
Llegamos a lo que debe ser Puerto Pirámides que descansa al arrullo del suave oleaje que se oye pero no se ve. Afortunadamente, la población o lo que se ve de ella es pequeña y a la entrada se encuentra el Motel ACA (Asociación de Conductores Argentinos), al que habíamos avisado desde el aeropuerto de nuestra llegada. El edificio es como una ele mayúscula de planta única; aparece desierto y silencioso. Detenemos el coche y tratamos de localizar a alguien. Sobre el cristal de la puerta hay un papel escrito  con bolígrafo pero con un mensaje inequívoco: “Francisco Esteban. Habitación 12”. Allí están las llaves y no es necesario que nadie nos meta prisa. ¡Por fin, una cama!

Península Valdés desperezándose por la mañana.