Agosto de 2005. Madrugamos para llegar temprano a Chichicastenango, una población que presume de ofrecer uno de los mercados más interesantes de Guatemala. La carretera
parece seguir durante unos kilómetros una curva de nivel que recorre el perfil
del monte. Se multiplican las milpas, como si no hubiera una idea de pueblo
como tal, sino la de una comunidad diseminada por un terreno tan inclinado como fructífero. Se ven más mujeres que hombres apostados al lado de la estrecha y
sinuosa carretera. Cada poco, un puesto de madera, aparentemente más estable
que muchas de las viviendas, expone frutas y hortalizas para la venta.
Ordenados sobre escalones cubiertos por tejidos azules o rayados, barreños de
plástico rebosantes de ciruelas y duraznos; cuelgan del tejadillo ristras de
pimientos rojos, verdes y amarillos; se amontonan calabazas; se multiplican los
colores de los frutos como si hubieran sido pulidos uno a uno. De las empinadas
laderas que se repiten a ambos lados, de vez en cuando, surge un hilo de humo
blanco como si las chozas o las milpas estuvieran colgadas del cielo.
Llegamos a
Chichicastenango sobre las diez y media de una mañana radiante, cuyo sol aún no
ha conseguido evaporar las gotas del rocío; se nota el fresco propio de la
altitud. La población, que se va desparramando ladera abajo, da idea de cierta
agitación que compite con lo destartalado de sus viviendas. En esta calle de
entrada, posiblemente la única más o menos llana, se van concentrando los
vehículos y la gente, algunos llegan encaramados en el basculante de un pequeño
camión; sobresalen, por encima de los tejados, los enmarañados tendidos
eléctricos que se entrecruzan, asidos puntualmente a altos postes de maderas
rematados en cruz, donde las jícaras viven en equilibrio de nido de cristal. Por
debajo, conviven en desorden techos metálicos o de uralita junto a otros de
teja roja desgastada. Dejamos el coche en una
especie de patio de tierra que habitualmente debe ser gallinero. Aperos de
labranza comparten el espacio con tres o cuatro coches y algún perro que se
solaza al sol mañanero.
Ha merecido la
pena evitar el tumulto por unas monedas. Pronto las calles adoquinadas se
convierten en un ir y venir de gentes, de puestos, de zoco indígena y de
turistas. Se suceden los tenderetes de huipiles, máscaras y tallas, artesanías
indígenas para todos los gustos y que ofrecen un ambiente de trajín colorista,
en un flujo constante que va arrastrándote hasta las inmediaciones de la
iglesia de Santo Tomás, separada de los puestos por una escalinata semicircular
de piedra. Parece ser que tanto las montañas como las antiguas pirámides y las
escaleras que permiten el acceso a la iglesia, son un símbolo del tránsito
hacia el cielo. De ahí que, sobre los escalones arda incienso de resina copal,
distintos focos dispersos y alimentados por algunos chuchkajaues, chamanes
indígenas, mientras repiten palabras quiché, lengua hablada entre ellos y que
resulta bonita, musical, sonora. Finalmente, sobre los escalones se sientan
tanto autóctonos como visitantes para tomar un respiro y para disfrutar de cierta panorámica, gracias a su posición
privilegiada sobre el mercado. Se acumulan los fardos de mercaderías, las
compras realizadas durante la mañana, el cansancio asomando a los rostros
oscuros y cetrinos de los campesinos.
Entramos en la
modesta iglesia, edificada en 1540. Tiene una única nave con un retablo mayor y
otros cuatro laterales, todos de madera al igual que el artesonado que cubre la bóveda, repuesto en 1976 cuando
un terremoto acabó con la cubierta. Dos filas de bancos tan pequeños como
pupitres se adosan a las paredes blanqueadas, mientras el amplísimo pasillo
central está ocupado por velitas, flores, hojas, humea el incienso. Las tablas
talladas de los retablos están ennegrecidas pero los feligreses rechazan toda
idea de limpieza, pues forma parte de su ancestral culto. Junto al altar, una
indígena hace “penitencia”, arrastrando sus rodillas hacia delante y hacia
atrás; una balaustrada, también de madera y que antecede el retablo, es el
lugar elegido por varios indígenas arrodillados que parecen mantener una
conversación con Dios; otros, situados junto a las velas del suelo rezan en
quiché. El silencio permite que resuene el murmullo de las oraciones.